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Si miras hacia atrás verás que la nieve parece como que quisiera aproximarse a nosotros.
No puede hacerlo: está pegada al suelo; pero su color está suelto e irradia luz y con esa luz
se acerca y quiere cercarnos y envolvernos. No se resigna a dejarnos ir. No sé si alguna vez
te has encontrado en alguna parte en que la nieve te rodea por cuadras y cuadras y en donde
tú o tú y tus compañeros, si es que alguien iba contigo, es lo único sombrío, lo único
obscuro que hay en medio de la blancura. Cuando uno se encuentra así y puede mirar y ver
el espacio y la nieve que lo rodean, se da cuenta de que el blanco es un color duro y
agresivo. ¡Qué descanso ver a lo lejos, en algún picacho, un color diferente, un negro, por
ejemplo o un rojizo o un azul! Los ojos descansan en aquel color, reposan en él antes de
volver al blanco de la nieve, a este blanco que te persigue, te fatiga, te tapa los senderos,
desfigura los caminos, oculta las señales y, además, te mete en el corazón el miedo a la
soledad y a la muerte.
Le tengo miedo a la nieve, pero me gusta, de lejos, es claro, y a veces de cerca, aunque
no la quiero. Dos o tres veces me he encontrado con ella en las montañas, solo yo y sola
ella, durante horas, perdida la huella, borrados los rastros, sepultadas las señales,
extraviados los caminos. No mires a lo lejos: debes mirar en qué punto vas a poner el pie en
el siguiente paso y en el otro y en el otro. Sí, no mires a lo lejos: a lo lejos quizás estén tus
camaradas, hay un campamento, una alegre fogata, luz, animación, voces, calor, risas, una
taza de té y na cama y hasta quizá una mujer, no tuya, porque tú eres un pobre diablo, pero
una mujer a la cual puedas por lo menos mirar, mirar nada más, y no te apetezca poco. Las
mujeres son escasas en la cordillera, más escasas aún las que pueden llegar a ser tuyas. No
mires a lo lejos, te digo, ni pienses en lo que puede haber en otra parte: aquí hay algo más
importante que todo eso, más importante que las mujeres, de las cuales, a veces, se puede
prescindir. De esto no se puede prescindir sino para siempre. Me refiero a la vida, es claro.
Sin embargo, esto sería fácil si no fuera por las autoridades. El túnel es ancho y se pasa
en una hora, pero, no señor. Alto ahí. Aparece la autoridad: a ver los papeles. ¿Chileno?
¿Argentino? Muéstreme su libreta de enrolamiento, muéstreme su pasaporte, muéstreme su
equipaje; por poco te piden que le muestres otra cosa. Y si vas sucio y rotoso, porque te ha
ido mal en el trabajo o porque te da la gana ir rotoso y sucio, es mucho peor. Si no caes en gracia te llevarán al retén y te tendrán ahí dos horas o dos días o una quincena. En Las
Cuevas había un cabo, hijo de tal por cual, que se acercaba al calabozo y abría la puerta:
-A ver, salgan los que sepan leer y escribir.
Salían, muy orgullosos, tres o cuatro.
-Muy bien, agarren una pala cada uno y andando.
Los ponía a hacer un camino en la nieve, entre la comisaría y la estación. Lo mató un
rodado. En el infierno debe estar, haciendo con la jeta un camino en el fuego.
De noche cierran las puertas y les ponen una cadena y un candado. ¿Por qué? De día el
carabinero puede ver quién sale y quién entra. De noche no, porque no está, y entonces
pone el candado y la cadena. El del otro lado hace lo mismo: «Libertad es la herencia del
bravo», dice la canción nacional chilena; «Libertad, libertad, libertad» dice la canción
nacional argentina. Libertad, sí, pero pongámosles candados a las puertas.
Miremos por última vez, muchachos; la nieve se está alejando y al alejarse sube, como si
se empinara para mirarnos y vigilarnos. Todavía no se resigna a perdernos.
-¿Oyen? Empieza a oírse el rumor del río y aparece el primer álamo. Estamos en Chile.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora