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No pude, pues, embarcar: carecía de documentos, a pesar de mis piernas y de mis
brazos, a pesar de mis pulmones y de mi estómago, a pesar de mi soledad y de mi hambre,
parecía no existir para nadie. Me senté en la escalera del muelle y miré hacia el mar: el
barco viraba en ciento ochenta grados, enfilando después hacia el noroeste. Relucían al sol
de la tarde los bronces y las pinturas, los blancos botes, las obscuras chimeneas. Lo recorrí
con los ojos de popa a proa: en algún lugar de la cubierta, en un camarote, en la cocina o en
el comedor, iba mi amigo. Incliné la cabeza, descorazonado: allí me quedaba, en aquel
puerto desconocido, solo, sin dinero, sin nacionalidad comprobada, sin amigo.
Lo había conocido a la orilla de un río. Me acerqué a él desde lejos y sólo cuando llegué
a su lado levantó la cabeza y me miró:
-¿Le gustan?
Sobre el pasto se movían dos pequeñas tortugas.
-¿Son suyas?
-Mías. Vamos, camina.
Con una ramita empujó a una de ellas.
-¿Las lleva con usted?
-Sí.
Me miró de nuevo, examinándome, y se irguió: algo llamaba su atención. Quizá mi
modo de hablar.
-¿Y usted?
No supo qué contestar a aquella pregunta y callé, esperando otra.
-¿De dónde viene?
Giré el cuerpo y señalé las altas montañas.
-¿De Argentina?
Moví la cabeza afirmativamente. Me miró de arriba abajo, estuvo un momento
silencioso y luego estalló:
-¡Caráfita!
Señaló mis zapatos, que ya no tenían tacones, contrafuertes ni suelas. Al salir de
Mendoza en dirección a Chile eran nuevos, sin embargo.
-¿Cómo camina?
-Con los pies.
Sonreí tristemente mi chiste.
-Siéntese -me invitó.
Cuando lo hice y estiré las piernas, las plantas de mis pies, negras de mugre y heridas, le
arrancaron otra exclamación:
-¡Cómo puede andar!
Me eché hacia atrás, tendiéndome sobre el pasto, mientras él, abandonando sus tortugas,
seguía mirando mis pies. Oí que decía:
-De Argentina... ¿Buenos Aires?
-Mendoza.
-¿Todo a pie?
-Ochenta kilómetros en tren, escondidos, en la cordillera.
Miró en derredor.
-¿No anda solo?
-Ahora sí.
-¿Qué se han hecho sus compañeros?
-Marcharon hacia el sur.
-¿Y usted?
Aquel «¿y usted?» le servía para muchos casos; ¿ y usted por qué no fue?, ¿y usted,
quién es?, ¿y usted, de dónde viene?, ¿y usted,qué dice? Respondí, por intuición:
-No quiero ir al sur; mucha agua. No me interesan las minas.
Inclinó la cabeza y dijo:
-Sí; pero es lindo. ¿Cómo sabe que es lluvioso?
-Lo habré leído.
-Es cierto, llueve mucho... También he estado en Argentina.
Me enderecé.
-Volví hace dos años.
Estábamos sentados en la orilla sur del Aconcagua, cerca ya, del mar. Las aguas, bajas
allí, sonaban al arrastrarse sobre los guijarros. Recogió las tortugas, que avanzaban hacia el
río.
-¿Y por qué ha dejado su casa? -pregunté.
Me miró sorprendido.
-¿Y usted?
Me tocó a mí sorprenderme: era la misma pregunta hecha ya dos veces y que pude dejar
sin respuesta. Ahora no podía evitarlo:
-No tengo casa.
Pareció desconcertado, tendrá familia.
Sí...
-Y esa familia vivirá en alguna parte.
Callé. ¿Cómo decirle por qué no sabía nada de mis hermanos y de mi padre? Quizá se
dio cuenta de mi confusión y no insistió. Habló:
-Mi madre ha muerto, es decir, creo que ha muerto; no la conocí y no sé nada de ella. En
mi casa no hay ningún recuerdo de ella, un retrato, una carta, un tejido, cualquiera de esas
cosas que dejan las madres y que las recuerdan. Y no es porque mi madrastra las haya
destruido o guardado; no las hubo antes de que ella viniera a casa. Durante años vivimos
solos con mi padre.
-¿Qué hace su padre?
-Me miró, sorprendido de nuevo.
-¿Que qué hace?
-Sí, ¿en qué trabaja?
-Es profesor.
La conversación no lograba tomar una marcha regular. Nos dábamos minuciosas
miradas, examinando nuestros rostros, nuestras ropas, nuestros movimientos, como el por
el examen de todo ello pudiéramos llegar a saber algo de uno o de otro. Hablaba
correctamente y debía ser unos siete años mayor que yo, años que representaban una gran
porción de experiencia y de conocimientos. Cosa inverosímil: usaba lentes, y no lentes con
varillas, de esos con los cuales uno puede correr, saltar, agacharse, pelear y hasta nadar,
sino de ésos que se sujetan a la nariz con unas pinzas que pellizcan apenas la piel. Un
vagabundo con lentes resulta tan raro como uno con paraguas, y no me cabía duda de que lo
era: sus zapatos, aunque intactos aún, estaban repletos de tierra -¿cuántos kilómetros
llevaba andados ese día?-; unos calcetines color ratón le caían flojamente sobre los tobillos
y los bajos del pantalón aparecían tan sucios como los zapatos. Su ropa era casi nueva, pero
se veía abandonada, llena de polvo, como si su dueño no tuviera nada que hacer con ella.
Su camisa, sin embargo, aunque no resplandeciente, estaba aún presentable y en ella una
corbata negra, pelada y con algunas hilachas, iba para allá y para acá, buscando el
desbocado cuello. Lo mejor habría sido declarar que era necesario interrogarnos por turno
sobre todo aquello que queríamos saber: nuestro origen, por ejemplo; nuestro rumbo, si alguno teníamos; nuestro destino, si es que sospechábamos cuál fuese y por qué, cuándo y
cómo; pero no era fácil decidirse y no era fácil porque, en realidad, no sentíamos aún la
necesidad de saber lo que concernía al otro. Estábamos en los primeros finteos y
desconfiábamos, ¿y si resultaba que a la postre no tenían interés el uno por el otro? Podía
suceder que yo llegara a parecerle tanto o que él me lo pareciese a mí, como podía ocurrir
que sus costumbres o sus movimientos me fuesen desagradables o que los míos le
pareciesen extraños. Ya me había sucedido -y quizá a él también- encontrar individuos con
los cuales no sólo es difícil congeniar, sino que hasta conversar o estar parados juntos en
alguna parte; individuos constituidos de un modo único, duros e impenetrables, por
ejemplo, o blandos y porosos; como trozos de ubres de vacas, con los cuales, en muchos
casos y en engañados por las circunstancias, es uno abierto, comunicativo, y cuenta su vida
o algo de ella, dice su chiste y ríe, para descubrir, al final, que no sólo ha perdido el tiempo
hablando sino que, peor aún, ha hecho el ridículo hablando a ese individuo de asuntos que a
ese individuo le son indiferentes. Había en él, no obstante, algo con que se podía contar
desde el principio: las tortugas, en primer lugar, y sus anteojos, después; un individuo con
dos tortugas en su equipaje y un par de lentes sobre la nariz no era alguien a quien se
pudiera despreciar allí, a la orilla del Aconcagua: era preciso tomarlo en consideración.
Son escasos los vagabundos con anteojos y sólo había conocido uno, un individuo que
viajaba en compañía de un organillero y de un platillero con bombo, no en calidad de
músico, que no lo era, sino de agregado comercial: cuando el organillero terminaba de girar
la manivela y el platillero de tocar y brincar, el judío, pues lo era, polaco además, se
adelantaba hacia el público y empezaba a hablar: tenía un rostro infantil, lleno de luz,
mejillas sonrosadas y bigote rubio; una larga y dorada cabellera, que se escapaba por
debajo de una mugrienta gorra, daba a su ser un aire de iluminado. Unos ojos azulencos, de
lejano y triste mirar, examinaban a la clientela desde detrás de unos redondos anteojos. Sus
ademanes sobrios, casi finos, y su voz suave, impresionaban a la gente, haciéndola creer
que aquel hombre hablaba de algo muy importante, tal vez, por su exótico aspecto, de una
nueva revelación. Nadie entendía, en los primeros momentos, lo que decía: llevaba bajo el
brazo un paquete de folletos y de allí extraía uno, que tendía hacia los circunstantes.
¿Estaba allí el Verbo? Algunos espectadores habrían deseado tomarlo inmediatamente, pero
como hasta ahora ningún elegido del Señor ha aparecido en el mundo en compañía de un
organillero que toca «Parlame d'amore, Marilú», y de un timbalero que salta y lanza
alaridos, se retenían, aguzando la inteligencia y el oído. A los pocos instantes, los que
estaban más cerca y que eran generalmente, los primeros en entender lo que aquel hombre
hablaba, sentían como si una enorme mano les hiciera cosquillas en varias partes del cuerpo
al mismo tiempo y se inclinaban o se echaban hacia atrás o hacia un lado, dominados por
una irreprimible risa: el iluminado de la gorra mugrienta vendía cancioneros y no hacía, al
hablar, otra cosa que anunciarlos y ofrecerlos, pero con palabras tan desfiguradas, tan
cambiadas de género y sonido, que nadie podía oírlas sin largar la risa. La gente compraba
cancioneros con la esperanza de que resultaran tan graciosos como el vendedor,
encontrándose con que no ocurría eso: no había en ellos otra cosa que tangos y milongas
con letras capaces de hacer sollozar a un antropófago. Entretanto, indiferentes a las
alusiones o desilusiones ajenas, el organillero, inclinado bajo el peso de su instrumento, el
platillero con su bombo y su corona de campanillas, y el hombre del rostro iluminado con
su paquete de folletos bajo el brazo y sus anteojos brillando sobre la naricilla rojiza,
retomaban su camino, mudos como postes. No, un vagabundo con anteojos es una rara ave y allí están, además, las tortugas, deslizándose sin ruido sobre el pasto: nunca he visto a
nadie, ni he oído hablar a nadie, que viaje a pies llevando un animal cualquiera, un perro,
por ejemplo, o un gato, que exigen atenciones y cuidados especiales y que además
muerden, rasguñan, destrozan, ladran, maúllan, roban, hacen el amor, se reproducen,
desaparecen, aparecen. Por otra parte, todos los animales domésticos son sedentarios -de
otro modo no serían ni lo uno ni lo otro- y nadie ha visto nunca a un viajero que recorra el
mundo en compañía de una gallina o de una vaca. Odiaba a esos individuos que viven en
los alrededores de las ciudades, en terrenos eriazos, bajo armazones de latas y de sacos,
rodeados de gatos, perros y pulgas; me parecían hombres sórdidos sin atmósfera propia o
con una de perros y gatos; seres alumbrados por una imaginación tan obscura como sus
pocilgas y que no encentran nada más interesante que imitar a otros hombres sus casas, sus
comodidades, rodeándose para ello de animales repelentes, gatos enfermos, perros
sarnosos; muchos se creen dueños de los terrenos en que viven y ahuyentan a los niños que
van a jugar sobre el pasto, cerca de sus apestosos ranchos; prefería los vagabundos sin casa.
Pero éstas son tortugas pequeñas, torpes y graciosas al mismo tiempo, color tierra; caben
las dos en una mano y se desplazan como terrones sobre el húmedo pasto fluvial. Le dan
prestancia, originalidad, distinción. ¿Por qué las lleva? No podrá comérselas en caso de
necesidad ni le servirán de guardaespaldas o de cómplices en ninguna pilatunada. Su
ventaja es su pequeñez.
No era, pues, un ser vulgar, uno de ésos, tan comunes en todas las clases sociales, que
repelen a sus semejantes como puede repeler un perro muerto. Algo brotaba de él, clara y
tranquilamente. Sus ojos, como los del vendedor de cancioneros, eran también de poco
brillo, aunque no azulencos, sino obscuros, castaños quizá, de pequeño tamaño y cortas y
tiesas pestañas, ojos de miope. Pero, sin duda, le tocaba a él preguntar:
-¿No tiene dinero?
-No. ¿Para qué?
Señaló mis zapatos.
-Con esas chancletas no llegará muy lejos.
Era cierto, aunque ya ni chancletas pudiera llamárseles. Un trozo de alambre tomado de
la jeta de la puntera y unido al cerquillo, impedía la desintegración total.
-Es cierto; pero todo lo que tengo son veinte centavos argentinos. Aquí están.
Era el capital con que entraba al país. Examinó la moneda y la dejó sobre el pasto, donde
quedó brillando: una cabeza de mujer y un gorro frigio: sean eternos los laureles...
-Tengo ropa, que puedo vender.
-No la venda; le hará falta.
-¿Qué hago, entonces?
-Llevo unas alpargatas en mi mochila; se las prestaré.
-Me quedarán chicas.
-Les cortaremos lo que moleste, lo esencial es no pisar en el suelo desnudo.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora