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Quién sabe si vivimos siempre, nada más que alrededor de las personas, aún de aquellas
que viven con nosotros años y años y a las cuales, debido al trato frecuente o diario y aun
nocturno, creemos que llegaremos a conocer íntimamente; de algunas conocemos más, de
otras menos, pero sea cual fuere el grado de conocimiento que lleguemos a adquirir,
siempre nos daremos cuenta de que reservan algo que es para nosotros impenetrable y que
quizá les es imposible entregar: lo que son en sí y para sí mismas, que puede ser poco o que
puede ser mucho, pero que es: ese oculto e indivisible núcleo, que se recoge cuando se le
toca y que suele matar cuando se le hiere. No tenía ninguna esperanza de acercarme a
Cristián; era tan monosilábico como él y no tenía, como El Filósofo, audacia mental. Lo
que supe, sin embargo, hizo que por lo menos tuviera por él un poco de simpatía.
En cuanto a Echeverría, no era para mí ningún problema y, al parecer, no lo era, para
nadie, aunque tal vez lo fuera para sí mismo. Naturalmente abierto, comunicativo, cordial,
era hombre que además hacía lo posible por dar, en el sentido de las relaciones mentales
humanas, más de lo que posiblemente podía recibir, según me había dicho. Su conducta con
Cristián y conmigo, y la que observaba con la gente que conocía, lo demostraba. Todos se
acercaban a él como amigo y él no tenía reticencias con nadie. No ocultaba nada, no tenía
nada que perder, mercaderías o dinero, posición o intereses. Tendría, de seguro, su oculto
núcleo, ya que nadie deja de tenerlo, pero ese núcleo no sería tan grande, y tan duro como
el de Cristián ni tan pequeño y escondido como el mío. ¿Cómo había logrado formarse un
carácter así? No era el primero que conocía aunque era el más completo. Otros hombres se
me habían presentado abiertos, cordiales, comunicativos. Mirándolos, se me ocurría que
eran como una superficie donde todo se ve limpio y claro, un espejo, por ejemplo, o la mesa
de un cepillo mecánico; pero la vista no siempre es suficiente. Pasando la mano sobre la
superficie se siente su real textura: aquí hay un desnivel, una curva con un seno. ¿Qué hay
en ese seno? Otras veces la mano halla algo peor: una invisible astilla de vidrio o de metal
que hiere como, la más hiriente aguja. No era un ser blando, demasiado blando; se veía que
en algunas ocasiones estaría dispuesto a pelear, no físicamente, pues era un ser endeble,
pero sí mentalmente y ayudado por la fuerza de que pudiera disponer en esa ocasión. Era,
quizá, irresoluto, no resuelto, no audaz -como podía desprenderse de sus relaciones con la
mujer del maestro Jacinto-, pero esa falta de resolución y de audacia indicaba el propio
reconocimiento de su falta de condiciones para realizar algo que estimaba y que no quería ver malogrado. Eso me parecía valioso. Tenía confianza en él, más aún, tenía admiración
por él. No me habría gustado, no obstante, ser como él, quizá si porque no podía o quizá
porque no quería.
En cuanto a mí, ignoro qué imagen presentaría a mis compañeros. De seguro; la que
presentan siempre los jóvenes a las personas de más edad: la de un ser cuyas posibilidades
y disposiciones permanecen aún ignoradas o inadvertidas. Sentía, sin embargo -tal vez lo
deseaba-, que no llegaría jamás al estado de Cristián -ya era imposible- y que no me
quedaría en el del Filósofo. Advertía en mí algo que no había en ellos, un ímpetu o una
inquietud que no tenía dirección ni destino, pero que me impediría aceptar para siempre
sólo lo que la casualidad quisiera darme. Quizá si debía eso a mi padre. En ocasiones, la
misma fuerza puede servir para obrar en varias direcciones; todo está en saber utilizarla. No
tenía ambiciones, no podía tenerlas, pero existía en mí un límite de resistencia para las
cosas exteriores, ajenas a mi mismo. Esto lo acepto, esto no. Hasta ahí llegaba. No era
mucho, pero era suficiente.
Los días transcurrieron, entretanto, no muchos, pero transcurrieron, regresó el barco en
que se había ido mi amigo y volvió a partir; él no vino ni me escribió de parte alguno; no se
lo reproché: comprendí que tal vez no le había sido fácil hacerlo. El Filósofo me interrogó
acerca de mis proyectos; le dije que no tenía ninguno preciso, fuera del de buscar un trabajo
mejor remunerado, mi ropa ya no era ropa y echaba de menos algunas cosas. Estaba
repuesto y me sentía de nuevo fuerte; mi pulmón parecía funcionar bien; no me dolía ni
echaba aquellos desgarros que me asustaban. Estaba siempre delgado, pero fuerte y
animoso.
-No me creerán -dijo una noche El Filósofo, mientras conversábamos alrededor de la
vacilante mesa de nuestro cuarto-, no me creerán, pero desde hace días estoy sintiendo la
necesidad de pintar una muralla, no una muralla cualquiera, una de adobe y con cal, por
ejemplo, sino una grande, bien enlucida y con pintura al óleo. Me gustaría un color azul -
terminó.
Después, como nosotros guardáramos silencio, continuó:
-Un amigo mío dice que el hombre debe trabajar un día al mes bien trabajado, y
descansar veintinueve, bien descansados. Yo soy más radical: creo que el hombre debe
trabajar nada más que cuando siente ganas de hacerlo y yo tengo ganas: estoy
completamente echado a perder.
Al día siguiente no nos acompañó a la coleta. Apareció al mediodía, cuando Cristián y
yo íbamos a dar por terminada, por esa mañana, nuestra faena de recogedores de basuras,
como decía El Lobo.
-Tendrán que invitarme a almorzar -declaró-; espero que no se negarán. Recuerden que
soy yo el que los inició en este lucrativo negocio.
Agregó:
-No tengo un solo centavo. Eso me pasa por meterme a buscar trabajo.
Había buscado trabajo, en efecto, y no sólo para él un contratista conocido aceptaba
darle un trabajo para pintar varias casas en un balneario distante.
-He pensado en ustedes, dos -dijo, a la hora de almuerzo-. Soy un buen maestro Y, el
contratista, que me tiene confianza, me adelantará algún dinero, pero no aquí; me lo dará
cuando esté en el balneario. Su confianza no llega a tanto -añadió, sonriendo.
Después dijo:
-¡Qué les parece!
Cristián no contestó una palabra, pero Echeverría sabía que iría con él: también tenía
deseos de pintar, pero no una muralla sino una ventana, una ventana amplia, no de azul sino
de blanco: la aceitaría primero, le daría después una o dos manos de fijación, la
enmasillaría, la lijaría hasta que la palma de la mano no advirtiera en la madera ni la más
pequeña aspereza y finalmente extendería sobre ella una, dos, tres capas de albayalde.
Resplandecería desde lejos y yo sabría quién era el que la había pintado.
Pero Cristián no sentía lo mismo; las puertas y ventanas suscitarían en él sólo
sensaciones de fastidio y quizá de odio: eran algo que había que abrir en contra de la
voluntad de las personas que estaban detrás de ellas, y no de buena manera sino que
forzándolas o rompiéndolas, exponiéndose, a hacerlo, a recibir o encontrar algo mucho más
desagradable que lo que buscaba. Aquella misma noche desaparecía. Una o dos cuadras
antes de llegar al conventillo, advertimos que no venía detrás de nosotros. Siempre, en la
noche, marchaba el último, gacha la cabeza, las manos en los desbocados bolsillos,
entregado a la tarea de adivinar, más que de ver, el sitio en que podía colocar sus pisadas, el
piso de las aceras no se distinguía por su buen estado ni por su regularidad: escalones,
hoyos, cambios -aquí era de tierra, allá de baldosas, más allá de asfalto-, aquí se hundía,
allá se levantaba, aquí sobresalía el muñón de un antiguo farol a gas, más allá se abría una
grieta. Alfonso preguntó.
-¿Qué se hizo?
-No sé -respondí-; venía oyendo sus pisadas y de pronto dejé de oírlas: Como el
pavimento era de tierra, no me extrañó.
-Volvamos, -me pidió.
Retrocedimos y registramos paso a paso la calle, sus sitios eriazos, cerrados a veces con
viejas planchas de calamina, los húmedos y hediondos rincones, las barrancas que daban a
las quebradas, las quebradas mismas, y por fin, entramos a dos cantinas: no estaba en
ninguna parte. La calle, por lo demás, tenía conexiones con otras calles y con callejones,
senderos y atajos que llevaban hacia todas partes. Era imposible recorrer todo -habríamos
terminado recorriendo todos los perros de Valparaíso- y El Filósofo dijo de nuevo:
-Volvamos.
-¿No habrá vuelto al puerto? -insinué.
-Quizá -contestó-, pero ahí es más difícil encontrarlo.
Recorrimos de nuevo la calle.
-Se habrá sentido mal -insistí.
Echeverría movió la cabeza:
-Habría dicho algo.
Calló un rato. Después preguntó:
-¿Qué crees tú que ha pasado?
Me encogí de hombros:
-No se me ocurre. Habrá ido a ver a alguien.
Volvió a negar con la cabeza.
-No. No tiene a quién ir a ver, mejor dicho, tiene, pero ellos no quiere verlo; sí, los
ladrones. Salir, no diré a robar sino que simplemente a pasear con Cristián, no es algo que
les agrade, y él lo sabe demasiado. Los ladrones huyen del que ha caído preso muchas
veces o que ha fallado muchos golpes. Proceden como los comerciantes con sus congéneres
quebrados. No. Lo que pasa es otra cosa.
Calló. Después recomenzó:
-Lo que pasa es otra cosa. Cristián no quiere, salir de Valparaíso y, no quiere trabajar, no
quiero aprender a hacerlo, no porque crea que le faltan fuerzas, sino porque sospecha que
eso le exigiría un esfuerzo mental que no quiere hacer que no puede hacer o que creo que
no es capaz de hacer.
Se detuvo y me miró. Estábamos debajo de un poste del alumbrado: una ampolleta
eléctrica echaba una débil luz sobre nosotros. Su rostro expresaba preocupación y tristeza.
-Pero ¡qué puede hacer! -exclamó-. ¿Qué puede -hacer? Está en el último escalón, en el
último travesaño de la escalera de la alcantarilla; más abajo no hay nada, ni siquiera la
mendicidad; Cristián no podría ser mendigo, no podría pedir nada, preferirá morirse de
hambre antes de hacerlo. Tiene algo, una dureza, una altanería, casi una dignidad, que le
impide aceptar nada que él no sienta que puede aceptar sin que ello lo rebaje ante el
concepto que tiene de sí mismo, no en cuanto a ladrón, no en cuanto a ladrón, no en cuanto
a ser social -no entiende de esas cosas-, sino en cuanto a hombre, porque Cristián tiene un concepto del hombre, un concepto de sí mismo, mejor dicho, que quizá no sea sino algo
inconsciente, que tal vez no es ni siquiera concepto -ya que eso parece implicar
inteligencia, discernimiento por lo menos- sino un puro reflejo de su animalidad, pero que
es algo y algo que vale, por lo menos para mí. Odia la piedad, quizá porque no sabe lo que
es o porque sospecha que no levanta sino que mantiene al hombre en su miseria. Muchas
veces he sospechado que en muchos individuos de esta tierra, sobre todo en los de las capas
más bajas, sobrevive en forma violenta el carácter del antepasado indígena, no del indígena
libre, sino del que perdió su libertad; es decir, conservan la actitud de aquél: silenciosos,
huraños, reacios al trabajo, reacios a la sumisión: no quieren entregarse, y entregarse ¿para
qué? Para ser esclavos. ¿Vale la pena? Hay gente que los odia, sí, hay gente que los odia,
pero los odia por eso, porque no se entregan, porque no les sirven. Debo decirte que yo los
admiro, y los admiro porque no los necesito: no necesito que trabajen para mí, que me
sirvan, que me obedezcan. Otra gente se queja de ellos, aunque no los odie. Olvidan que el
hombre que domina a otro de alguna manera, porque es más inteligente, porque es más rico,
porque tiene poder o porque es más fuerte, no debe esperar que jamás el hombre que se
siente dominado alcance alguna vez cualquiera de sus niveles. Los alcanzará o intentará
alcanzarlos, sólo cuando no se sienta dominado o cuando vea y comprenda que el que lo
domina aún a pesar suyo -porque es más inteligente, por ejemplo- quiere levantarlo para
hacerlo un hombre perfecto y no un sirviente perfecto. Habría que acercarse a ellos como
un padre o un hermano se acercan al hijo o al hermano que aman, pero ¿dónde están los
amos, los gobernantes o los matones dispuestos a olvidarse de su dinero, de su poder o de
su fuerza? Sin contar con que no son los más inteligentes... Cuando un carácter, así,
rebelde, se da en un individuo de otra condición social, en un hombre al cual no se podría,
de ningún modo, obligar a servir a nadie, la gente lo admira: cuando se da en pobres
diablos, se les odia. No se puede tener ese carácter y ser un pobre diablo: el pobre diablo
debe ser manso, sumiso, obediente, trabajador; en una palabra, debe ser un pobre diablo
total. Pero no sé si éste será un fenómeno de la tierra; creo que no: esos hombres existen en
todas partes. Cristián sabe que si él se hubiera mostrado sumiso en las comisarías, no le
habrían pegado; pero no quiso serlo, no pudo serlo: Prefirió los palos y los puñetazos a
hacer el sirviente o el tonto. Eso vale algo, Aniceto.
Calló y suspiró. Seguimos caminando. Volvió a hablar:
-Sí. ¿Qué puede hacer?
No se me ocurrió qué contestarle. ¿Qué podía hacer Cristián? Robar, nada más, es decir,
intentarlo, haciendo: frente a lo que podía ocurrirle. Prefería eso a otra cosa. Por lo demás,
lo mismo hacían innumerables hombres: eso había hecho mi padre, eso hacía El Filósofo,
eso hacían los que atravesaban de noche la cordillera, y éstos y aquéllos y muchos más,
héroes sin grandeza y sin uniforme, héroes mal vestidos y sin pasaporte.
Él Filósofo habla de nuevo:
-Yo sabía que algo iba a ocurrir y me preparaba para la pelea, pero el adversario me
quita el cuerpo y prefiere otra mucho peor que la que yo le ofrezco. ¿Has visto nada más
absurdo?
Defendí a Cristián:
-Él conoce esta otra pelea y la prefiere.
-Peor que peor.
-Para ti, no para él. Ponte en su lugar y verás que tiene razón.
-Bueno, tal vez sea cierto.
No había más de que hablar y no hablamos; debíamos esperar lo que ocurriera. Alfonso
pensaba en Cristián; yo dejé a Cristián y recordé a mi padre: durante muchos años supo
cuántas alhajas había allí, cómo eran y en dónde estaban, cómo se debía entrar a la casa y
cómo se debía salir, qué distancia era preciso recorrer, desde la puerta de la casa, hasta el
mueble en que se guardaban: más aún, conservaba en un estuche especial las llaves que
debería utilizar en el momento en que se decidiera a robarlas; pero no se decidía: esperaba
un último momento, el momento en que no le quedara otro camino. Cada cierto tiempo
visitaba la casa y probaba las llaves: nada cambiaba, las cerraduras eran las mismas.
Conocía las costumbres del dueño de aquellas alhajas, la hora en que se levantaba y la hora
en que se recogía. Otro español, ladrón también, condenado a Ushuaia por una copiosa
cantidad de años, le había confiado el asunto. Mi padre entró de mucamo a la casa -su
condición de allego le ayudó a ello- y estudió todo, sin robar nada. Era fácil hacerlo y
prefirió esperar: las joyas no se moverían de allí. Eran su reserva. El dueño era hombre ya
de edad, sedentario, y dueño también de la casa en que vivía. Y un día llegó el momento:
mi madre murió y Aniceto Hevia quedó solo con sus cuatro hijos. No podría ya moverse
con la libertad de antes, y debía cuidarse: caer preso significaba el abandono de sus hijos,
que no podía ya confiar a nadie. Fue. Pero el dueño murió también por esos días, tal vez el
mismo en que murió mi madre, y los herederos estaban instalados en la casa. Mi padre
forzó la puerta y entró. Uno de los herederos lo encontró cuando salía. En ocasiones, lo que
el hombre cree que lo va a salvar, lo mata.
Con Echeverría permanecimos sentados ante la mesa durante un tiempo muy largo, una
hora, dos, tres, esperando: yo leía una vieja revista. Alfonso meditaba y oía; de pronto se
levantaba, iba hacia la puerta, la abría y se asomaba hacia el obscuro patio del conventillo:
volvía.
-No pretendo cambiar su carácter -dijo, al volver de uno de sus viajes-. Lo que quiero es
que viva. Y no me importaría un comino lo que hace o lo que quiere hacer si se tratara de
otro hombre, de un hombre del que yo supiera que va a hacer bien lo que, bueno o malo,
quiere hacer, intenta hacer, robar, organizar una huelga o descubrir el Paso del Noreste.
Para todo se necesitan condiciones, para todo, por diferente que se lo que uno u otro hacen.
Pero Cristián no las tiene, peor, para lo que menos tiene es para lo que quiere hacer, para lo
que supongo, con toda certeza, que quiere hacer.
Yo le oía. Mi padre tenía condiciones, sin embargo...
Callamos y me acosté, cansado de la tensión; me dormí. Sentí, después, que El Filósofo
se acostaba también, suspirando. Me volví a quedar dormido y desperté al oír que alguien
abría la puerta con cuidado, sí, aunque no con tanto que las bisagras no dejaran escapar un
pequeño chirrido. Nos enderezamos en la cama; una figura de hombre apareció en el vano:
era Cristián.
Alfonso preguntó a pesar de todo: -¿Eres tú, Cristián?
Cristián dejó oír un farfullido que podía significar varias cosas, pero que nos bastó: era
él y estaba allí. Nos recostamos y guardamos silencio. Echeverría no agregó otra pregunta.
Cristián cerró la puerta, avanzó pesadamente, buscó la mesa y la silla y se sentó. Allí
quedó, sin hablar y sin moverse, y así estuvo todo el resto de la noche, sin dar de su
presencia otras muestras que unos esputos que cada cierto tiempo lanzaba contra el suelo.
Amaneció lentamente, y a medida que la claridad del día fue entrando en el cuarto, pude
ver mejor a Cristián: estaba sentado ante la mesa, la espalda vuelta hacia nosotros,
afirmados los codos en la cubierta de la mesilla, la cara apoyada en las manos. Parecía
dormir, tan inmóvil estaba. Seguía, sin embargo, escupiendo de rato en rato. ¿Por qué
tanto? No era su costumbre hacerlo con tanta frecuencia. Me incorporé sobre un codo y
miré al suelo: entre sus pies, humildemente calzados, se veía una mancha obscura, ancha,
salpicada aquí y allá de otras más pequeñas, blancuzcas. Toqué con un codo a Alfonso, que
volvió. la cabeza y me miró, preguntándome, con un gesto de la cabeza, qué pasaba. Le
señalé la mancha: quizá Cristián estaba herido; aquello era sangre. Echeverría miró con
atención y extrañeza, dejó escapar algo como un rezongo y se levantó en seguida,
vistiéndose con una rapidez desusada en él. Se dirigió hacia la puerta, la abrió y fue hacia
Cristián. Lo puso una mano sobre el hombro, y dijo:
-Oye.
Cristián tuvo un sobresalto, pero no levantó la cabeza.
-¡Qué! -gruñó.
Alfonso preguntó:
-¿Estás herido?
Cristián se encogió de hombros y no dio respuesta alguna.
Alfonso insistió:
-Contéstame.
-No tengo nada -dijo, por fin.
-¿Y esa sangre?
Se encogió otra vez de hombros.
-Es la boca -dijo.
-¿No tienes nada más?
-Nada.
Echeverría vaciló.
-Levanta la cabeza -dijo, procurando dar a su voz un tono cariñoso.
Cristián se negó.
-Déjame tranquilo.
Echeverría estiró el brazo y tocó con su mano la cabeza. Cristián, con un movimiento
rápido y áspero, se levantó a medias en la silla y gritó con violencia:
-¡Déjame, te digo!
Lentamente volvió a sentar. Alfonso permaneció en silencio junto a la mesa: había visto
la cara de Cristián. Entretanto, y procurando hacer la menor cantidad posible de
movimientos, me había levantado y salí al patio a lavarme. Un momento después se me
reunió Alfonso. Lo miré y me dijo, en respuesta:
-Tiene la cara como si le hubieran bailado encima.
Calló y agregó luego:
-Hay que hacer algo, y no se me ocurre qué. No se va a dejar tocar por nosotros, y
tampoco podemos dejarlo como está.
Instantes después, y mientras se lavaba, se le ocurrió:
-Vamos a recurrir a la señora Esperanza.
La señora Esperanza era nuestra vecina, la mujer del maestro Jacinto. Antes de salir para
El Membrillo, Alfonso fue a verla. La señora, de pie ante la puerta de su cuarto, escuchó
con atención, y dijo:
-No tenga cuidado, vecino: lo haré con mucho gusto. Váyase tranquilo y tráigame lo que
usted dice.
Se veía, como siempre, limpia, apretada, morena, recién lavada y peinada. Un delantal
blanco, pequeño, le llegaba a media falda. Era una mujer como para un regalo. Nos
despedimos y dijo:
Voy a ir antes de que despierten los chiquillos.
Esperamos. La mujer golpeó la puerta y no obtuvo respuesta. Abrió entonces y dijo:
-Buenos días, vecino.
Su voz sonó extrañamente en aquel cuarto, con una dulzura y una claridad
desacostumbrada allí. Tampoco obtuvo respuesta, y la mujer insistió, ya resueltamente,
entrando al cuarto:
-Vecino, ¿puedo servirle en algo?
Su voz alcanzó una ternura sobrecogedora. Se escuchó una especie de rugido e
inmediatamente una lamentación aguda y como barboteante: Cristián lloraba. Uno de los
niños de la señora Esperanza le replicó en el cuarto vecino, rompiendo también a llorar.
Nos fuimos.
-Seguramente -dijo Alfonso, por todo comentario- es la primera vez que alguien le habla
a Cristián en esa forma.
Trabajamos más que nunca y a mediodía, después de vender el metal a don Pepe, El
Filósofo me advirtió.
-Voy el cuarto a dejar unas cosas para Cristián. Si quieres me esperas, y si no almuerza
solo. Toma.
Me dio unas monedas, pero no quise almorzar solo y lo esperé, sentado en el mismo
lugar en que Cristián solía esperarnos, rodeado de charcos de orines y de montones de bosta
de caballo. No me importaban las bostas ni los orines; tenía la sensación de que en una u
otra forma, siquiera acompañándolo, ayudaba a Alfonso en su pelea, y eso me agradaba.
Regresó pronto y nos fuimos a «El Porvenir», restaurante de tercera clase, con su mozo
derrotado y su dueño con cara de destiladera.
Nos sentamos y pedimos el almuerzo.
-Está más tranquilo -me explicó Echevarría-; pero tiene para varios días.
Calló y habló de nuevo:
-Es curioso. Te hablé anoche de la pelea que iba a tener con Cristián -bueno, pelea en
sentido figurado- y te dije que Cristián la rehuía y buscaba otra. Ha fracasado en la otra y
no le queda más remedio que hacerme frente, mejor dicho, tiene que hacerse frente a sí
mismo, ya que en verdad la pelea no es conmigo, es con él mismo. No puedo alegrarme de
que lo hayan golpeado; pero si de que haya fracasado, ese fracaso trabaja a favor mío... De
todos modos, hay que esperar.
Esperamos. Por fin, una noche, después de varios días, El Filósofo, mientras estábamos
en nuestro cuarto, dijo:
-El contratista me apura y le he dado mi palabra de que iremos a hacer ese trabajo. Hoy
es jueves. ¿Qué les parece que nos fuéramos el sábado? Llegaríamos allá el lunes o martes.
Nadie contestó, y Alfonso preguntó entonces:
-¿Qué dices tú, Aniceto?
-Nos iremos cuando tú quieras -respondí.
Volvió la cabeza hacia Cristián, que nos daba la espalda, y, haciendo un esfuerzo,
preguntó:
-¿Y tú, Cristián?
Demoró un poco en responder.
-No sé.
Alfonso agregó:
-De todos modos, nos iremos el sábado.
Amaneció un día sombrío. Alfonso y yo nos levantamos muy temprano, salimos al patio
a lavarnos y volvimos de nuevo al cuarto: Cristián lo había levantado también. Los tres
permanecimos un rato silenciosos. El Filósofo dio una mirada alrededor del cuarto, recogió
la frazada, hizo con ella un envoltorio y se la metió bajo el brazo: no abultaba gran cosa.
Salimos de nuevo al patio, que estaba desierto, y partimos, pero partimos sólo Alfonso y
yo: Cristián quedó de pie ante la puerta del cuarto, mirando la lejanía. Lo miré de reojo: sus
ojos estaban sombríos, amoratados aún por los golpes, y su cara tenía una expresión de
desasosiego, casi de angustia. Lo vi al partir. Cuando después de dar unos pasos quise
darme vuelta para mirarlo una vez más, Alfonso me advirtió:
-No lo mires y no te apures.
Bajamos paso a paso y cada uno de esos pasos era para nosotros más y más doloroso.
Creí, durante un momento, que El Filósofo se detendría y volvería hacia Cristián, pero no lo
hizo. Aquello, sin embargo, terminaría pronto: veinte pasos más y llegaríamos al punto en
que el camino tomaba hacia abajo, doblando bruscamente, allí perderíamos de vista a
Cristián y al conventillo. El grito nos alcanzó allí:
-¡Espérenme!
Era un grito ronco, como de desgarramiento.

Nos detuvimos. Cristián avanzó hacia nosotros.

Cuando se nos juntó, reanudamos la marcha.

-Hijo de ladrón
Manuel Rojas

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora