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El esputo no tenía pintas de sangre. Lo llevé al patio y lo arrojé dentro de unos tarros:
me sentí tranquilo: era posible que mi pulmón mejorase pronto. Me erguí y respiré fuerte,
muy fuerte, hasta sentir que las paredes del tórax me dolían. Desde aquí se veía el mar,
desde el patio, es claro, el muelle, las embarcaciones, la costa enderezándose hacia el norte
y doblándose hacia el sur, lentamente y como dentro de una clara bruma. Allí, a pleno aire,
en camiseta o con medio cuerpo desnudo, las piernas abiertas, recogiendo el agua en las
manos -no hay lavatorio ni jarro-, debía uno lavarse en una llave que dejaba escapar durante
el día y la noche un delgado y fuerte chorro. Agua fría y jabón bruto, un delgado resto que
se escapaba a cada momento de las manos, y caía sobre los guijarros del patio, unidos entre
sí por trozos de fideos, papas, hollejos de porotos, pedazos de papeles, pelotas de cabellos
femeninos y mocos y tal cual resto de trapos; nada de toallas: se sacudía uno las manos, se
las pasaba por la cabeza, usando el cabello como secador, y se enjugaba luego con ellas lo
mojado, que rara vez era mucho. Desde muy temprano había oído cómo la gente se lavaba
allí, gargarizando, sonándose con violencia y sin más ayuda que la natural, tosiendo,
escupiendo, lanzando exclamaciones y profiriendo blasfemias cada vez que el jabón, que no
había dónde dejar, caía sobre los fideos, los pelos y los hollejos.
-¡Para qué le cuento lo que cuesta lavarse aquí en invierno! -exclamó El Filósofo, que se
jabonaba con timidez el pescuezo-. Le damos, de pasada, una mirada a la llave y pensamos
en el jabón, y hasta el otro día, en que le echamos otro mirotón. ¿No es cierto Cristián? Tú
tampoco eres un tiburón para el agua.
Cristián, en camisa, una camisa rasgada como con una herramienta, esperaba su turno.
El patio estaba orillado por un cañón de piezas metidas dentro de un corredor con alero;
eran ocho o diez. Al fondo del patio, en el centro, se alzaba una especie de gran cajón con
puerta: era el excusado, un hoyo profundo, negro del que surgía un vaho denso, casi
palpable y de un extraño olor, un olor disfrazado. A aquel conventillo, trepando el corro,
arribamos como a las once de la noche, después de comer en El Porvenir y tras un largo
reposo en los bancos da una sombría plaza cercana al muelle.
-Usted, de seguro, no tendrá dónde dormir -dijo Echeverría-, se viene con nosotros.
Protesté, afirmando que podía ir a dormir a un albergue.
-No; véngase con nosotros -insistió-. ¿Para qué gastar dinero? Por lo demás, creo que no
le ha quedado ni un centavo. ¿No le dije? Se trabaja un día para vivir exactamente un día.
El capitalismo es muy previsor.
Era cierto a medias: tenía dinero para la cama, pero me faltaba para la frazada.
-No es muy cómodo el alojamiento que le ofrecemos -aclaró-: una cama en el suelo, un
colchón sin lana, una colcha sin flecos y una frazada como tela de cebolla; es todo lo que
tenemos. Pero peor es nada. Sábanas no hay: están en la lavandería.
Acepté sin sobresaltos. Es violento dormir de buenas a primeras y en la misma cama,
con un hombre, a quien sólo ahora se conoce -y en este caso no era un hombre: eran dos-,
pero no sentí, al aceptar la invitación, desconfianza alguna: viéndolos vivir en el transcurso
del día, silencioso el uno, elocuente el otro, sentí que podía confiar en ellos, confiar, es
claro, en cierto sentido y hasta cierto punto. En contra de la costumbre general no habían
dicho, durante todo el día, una sola palabra sobre relaciones entre hombres y mujeres, una
sola palabra buena o una sola palabra mala; parecían estar libres de la obsesión sexual,
libres por lo menos verbalmente, lo que era algo y podía ser mucho, y digo algo porque el
que padece una obsesión difícilmente puede evitar hablar de ella durante ocho o diez horas.
Me aburría y me asustaba esa gente cuyo tema de conversación y de preocupaciones gira
siempre alrededor de los órganos genitales del hombre y de la mujer, conversación cuyas
palabras, frases, observaciones, anécdotas, se repiten indefinidamente y sin gran variedad ni
gracia: la tenía así, yo estaba asá, le dije: aquí, ponte de ese modo y él se la miró y dijo: no
puedo, ja, ja, ja qué te parece...
Se reía uno a veces, con una risa sin alegría ni inteligencia, sintiendo, aunque a medias,
que en aquello de que se hablaba existía algo que nunca se mencionaba, que valió mucho
más que las palabras y las frases, las anécdotas y las observaciones y a quien las risas no
tocaban, como si fuera extraño a ellas. Podía uno hablar de los órganos nombrándolos con
sus infinitos nombres y hasta, a veces, describiéndolos y riéndose de ellos, y no podía, en
cambio, hablar de aquello; o quizá no se hablaba de aquello porque era m uy difícil hacerlo,
exigía otras palabras, otras expresiones, casi otros labios, casi otras bocas. Por mi parte, no
podía hablar gran cosa ni sobre esto ni sobre aquello; sólo podía repetir lo que había oído,
que era mucho, pero que me avergonzaba un poco, pues se trataba siempre de prostitutas o
pervertidos o invertidos u ociosos que vivían monologando sobre el sexo, sobre el propio
principalmente. No tenía interés en ello y me parecía más un vicio que otra cosa, una
obsesión y algo confuso también, en lo que no se podía pensar con claridad y sobre lo cual
no se podía pensar con claridad y sobre lo cual no se podía hablar con desenvoltura. Mi
experiencia era casi nula: meses atrás, en Mendoza, un amigo me aseguraba que una mujer
que me miraba no lo hacía desinteresadamente, sólo por mirarme; no; en su mirada había
un claro interés y yo era un tonto si no me daba cuenta de ello y aprovechaba. Era casada
con alguien y en las tardes, cuando pasábamos frente a la casa en que vivía, allí estaba, en
la puerta, mirándome. Era casada con alguien y en las tardes, cuando pasábamos frente a la
casa en que vivía, allí estaba, en la puerta, mirándome. Era una casa pobre, con un gran
patio. Seguramente ocupaba allí una pieza.
-¿Por qué me mirará?
-Ya te he dicho, tonto; quiere algo contigo.
¿Algo conmigo? Tenía un marido, sin embargo, y ¿para qué me iba a querer a mí? Me
reía azorado. Era morena, delgada, de triste expresión, triste tal vez no, humilde, apacible,
de frente alta, pelo negro, sencilla de aspecto.
-Es turca -decía mi amigo.
-El marido también será turco.
-¿Qué importa? Háblale.
-¿Y qué le digo?
-Por ejemplo: ¿cómo le va?
-¿Qué más?
-¡Qué está haciendo por aquí! ¡Qué gusto de verla!
-¡Pero si no la conozco y está en su casa!
-¡Eres un tonto!
La mujer me miraba y yo correspondía su mirada. La encontraba demasiado joven y eso
me intimidaba un poco. Me habría gustado de más edad, como mi madre, por ejemplo;
entonces me habría acercado a ella sin temor, no para preguntarle por qué me miraba, sino
pira hablar con ella de otras cosas, de otras vagas cosas.
-Si me mirara a mí -decía mi amigo-, ya me habría acercado y hubiera sabido de qué
conversarle. No seas pavo.
Terminé por saludarla un día que iba sin mi amigo. La mujer contestó, un poco
sorprendida y sin gran entusiasmo, aquel saludo que, al parecer, no esperaba. No me atreví
a acercarme, sin embargo. Mi amigo tenía la culpa de mi timidez: hablaba de aquello en tal
forma que hacía aparecer las miradas de la mujer y mi posible aproximación a ella como
algo peligroso, casi delictuoso. Además, subconscientemente, la idea del marido turco me
detenía un poco. Durante mi viaje a Chile desde Mendoza la encontré, también de pie y
también junto a una puerta, en la solitaria estación de Puente del Inca. Aunque hacía tiempo
que había dejado de verla, no sentí temor alguno al acercarme: mi amigo ya no estaba
conmigo. Vi que de nuevo me miraba con un especial interés, como distinguiéndome de los
demás hombres. Fue ella la que me habló:
-¿Qué hace por aquí? ¿Para dónde va?
Eran, más o menos, las mismas palabras que mi amigo me aconsejaba hacerle en
Mendoza. Me habló cómo si nos conociéramos de años atrás, y en el tono de su voz no se
notaba nada raro ni nada de lo que mi amigo sospechaba. La maleta colgaba de mi mano
derecha, sucia de bosta. Era un día de sol y de viento.
Contesté:
-Voy para Chile.
Acababa de saltar el vagón lleno de animales en que viajara escondido durante una gran
parte de la noche. Estaba entumecido y cansado, pero no tanto que no pudiera seguir
caminando durante todo ese día y tres días más. Sonrió y me miró de nuevo. Así, de cerca,
era más apreciable que de lejos.
-Y usted, ¿qué hace por aquí?
Era otra de las frases de mi amigo.
El viento le movía sobre la frente un mechoncito de pelo ensortijado. Sentí, en ese
momento, un gran cariño por ella, era el único ser que me conocía en ese solitario lugar, el
único, además, que me sonreía y me miraba; pero aquel cariño no tenía una dirección
especial, era como sus miradas, un cariño en el aire, pasajero, o como yo, pasajero de un
tren de cargo, viajando de polizón.
-Mi marido está trabajando aquí.
En la estación no había otra persona que ella. Era aún muy temprano y la llegada de un
tren cargado de animales no preocupaba; al parecer, a nadie. ¿Quién sería su marido? Me
hubiera gustado conocerlo. Pero mis amigos me llamaban. Nos sonreímos por última vez y
me fui.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora