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Tres meses después de estar en la cordillera, una mañana, al despertar, tuve el
presentimiento de que algo inquietante, que no habría podido precisar qué era, había
ocurrido o estaba próximo a ocurrir. No oí, durante mucho rato voces ni pasos ni tampoco
los ruidos tan familiares ya que a esa hora venían siempre de la cocina o del depósito de
herramientas. El viento había cesado, y el recuerdo de su áspero rezongo, que oí mientras
iba quedándome dormido, contrastaba con el silencio que hallaba ahora, al despertar.
(Estaba acostumbrado al viento pero le temía siempre, sobre todo de noche, cuando no
lo veía, ya que de día, además de sentirlo, creía verlo, y en realidad, lo veía: veía cómo todo
se doblegaba bajo su peso y cómo las personas se empequeñecían al avanzar en su contra, sin que se supiera si era él quien las disminuía o si eran ellas las que, al hurtarle el cuerpo,
reducían sus proporciones. Las zamarreaba con violencia y parecía querer arrebatarles el
sombrero, el poncho, los pantalones y hasta los cigarrillos, los fósforos o los papeles que
llevaban en sus chaquetas. Cuando de improviso retiraba sus manos de sobre ellas, debían
hacer esfuerzos para no irse de bruces, y si marchaban a su favor, con el viento en popa,
como quien dice, sufrían de pronto accesos de risa: era como si alguien, un amigo, pero un
amigo enorme y juguetón, cogiéndoles por los tondillos y el pescuezo, les obligara a
marchar cuesta abajo a grandes zancadas, corriendo casi. Soplaba desde las alturas hacia el
valle del Río de las Cuevas y se sentían deseos de volverse y gritar, como se grita a un
amigo, medio en broma, medio en serio: ¡Déjame, carajo!, pero no había a quién gritar y
eso producía más risa todavía. Era el viento y ¿cómo gritarle al viento y qué? Las líneas del
teléfono y del telégrafo zumbaban y danzaban a su paso y no sólo danzaban y zumbaban,
sino que, además en ciertos momentos, al hacerse más agudo el zumbido y más largo el
soplo, se estiraban de modo increíble, combándose, como si alguien, pesadísimo, se sentara
sobre ellas. Amparado detrás de alguna roca y al ver que parecían llegar al límite de su
elasticidad, me decía: se van a cortar; pero no se cortaban y seguían danzando y zumbando
hasta que un nuevo soplo poderoso las inmovilizaba otra vez. Veía también cómo,
inexplicablemente, alzaba en el aire, en los caminos de las minas, las mulas cargadas de
planchas de zinc o con grandes bultos, y las lanzaba dando tumbos de cabeza a cola, cerro
abajo haciéndolas rodar cientos de metros y destrozándolas contra las piedras. Pero esto era
de día; de noche, sí, de noche era diferente: no se le veía, se la sentía nada más y el hecho
de sentírsele y no vérsele producía temor, ya que el hombre parece temer sobre todo lo que
no ve, lo que sabe o cree que no puede ver, y si además de no verlo, lo siente, su temor es
más profundo. Ahora se me ocurre que en aquel tiempo vivíamos allí, en relación con el
viento, como en compañía de un león, al que estuviéramos acostumbrados a ver, pero al que
temíamos siempre, de días y de noche, sobre todo de noche, cuando, en la oscuridad, no se
le podía ver y él no podía ver a nadie y rondaba alrededor de las carpas y de las tres o
cuatro casas que allí había, tanteando las puertas, empujando las ventanas, rezongando en
las rendijas y aullando en las chimeneas y pasillos. Las carpas recibían de pronto latigazos
que las envolvían y las dejaban tiritando como perros mojados; una mano invisible y fuerte,
quizá demasiado fuerte, soltaba las amarras y pretendía levantar la tela de la parte inferior,
cargada con gruesas piedras. Dormíamos a veces con el temor de que el viento entrar y nos
aplastara o se llevara las carpas y nos dejara durmiendo bajo el frío cielo cordillerano.
Cuando a medianoche cesaba y no volvía a aparecer en la mañana, los hombres, los
animales, las casas, hasta las montañas parecían enderezarse y respirar; se veían brillantes y
entraban a un reposo parecido al que deben gozar los habitantes de un lugar azotado
durante mucho tiempo por los ataques de un bandolero, muerto, al fin, gracias a Dios, o
desaparecido. Cuando soplaba de día, las rocas y el suelo aparecían como lustrados y no se
veía por parte alguna un papel, un trapo ni ningún otro desperdicio y la tierra y el polvo que
se acumulaban en las desigualdades de las rocas desaparecían como absorbidos más que
como desparramados. Las ramitas de los matojos que crecían aquí y allá entre las piedras,
se entregaban a una loca danza, como las líneas del telégrafo y del teléfono, pero en otra
dirección, inclinándose y enderezándose una vez y otra vez, en una reverencia
interminablemente repetida. En cuanto a las raras mujeres que por allí había, encontrarlas
fuera de casa en un día de viento fuerte, habría sido tan raro como encontrar un pelícano o
un camello.)
Tal vez, pensé después de un momento y luego que mis oídos hicieron lo posible y lo
imposible por percibir algún ruido, sea aún demasiado temprano, las cinco o las seis, es
decir, falta todavía una hora o más para que despierten las voces, los ruidos y los pasos; y
como no tenía reloj ni podía apreciar, desde adentro, la real intensidad de la luz, opté por
abandonar el tema. No era el silencio, por lo demás, lo que me hacía presentir que algo
ocurría, había ocurrido o estaba próximo a ocurrir; era algo más: la tela de la parte superior
de la carpa, que de ordinario quedaba a más de un metro y quizá si a un metro y medio de
altura sobre nuestras cabezas cuando estábamos acostados, se veía a menos de la mitad de
esa distancia; levantando el brazo casi podía tocarla. ¿Qué podía ser? Eché la cabeza hacia
atrás y miré la otra mitad de la parte superior; estaba también como hundida por un peso.
Aquello me llenó de perplejidad. ¿Qué podían haber echado o qué haber caído sobre la
carpa, que estaba a pleno aire, bajo el desnudo cielo? No se me ocurrió y allí me estuve,
silencioso e inmóvil, sintiendo que si me movía o hablaba rompería con mis movimientos o
con mi voz, por leves que fuesen, aquella muda y pesada quietud.
Estaba de espaldas y podía ver, mirando de reojo hacia el suelo, la plancha de calamina,
cubierta, como todas las mañanas, de un montón de ceniza que, a esa hora, no estaba
deshecho sino en las orillas del montón; en el centro, donde más vivas habían sido las
llamas, se veía intacta y constituida por pequeñas hojuelas de color gris, aquí claro, allá
obscuro, que guardaban un incierto e indeterminado orden, orden que el fuego, al consumir
la madera, y quizá si a pesar suyo, había tenido que respetar, como si fuera extraño a la
madera y a él mismo. No duraban mucho, sin embargo, aquellas hojuelas y aquel orden:
bastaba que alguien tocara un poco bruscamente la plancha de calamina para que las
hojuelas, a un mismo tiempo y como obedeciendo a un mandata imposible de desobedecer,
se quebrasen en silencio y desaparecieran, sin dejar en su lugar otra cosa que aquel residuo
polvoriento que se veía en las orillas. Esto ocurrió desde principios de marzo o un poco
después, no estaba muy seguro, y desde el momento en que los habitantes de la carpa,
dándose cuenta de que la temperatura bajaba mucho en las noches adquirieron la costumbre
de encender, después del la comida y sobre una plancha de calamina, un buen fuego,
aprovechando para ello los trozos de madera que traían, ocultos bajo el poncho, al regreso
del trabajo. Para encender el fuego se acercaba un fósforo a la viruta y se ponía la plancha
en algún punto en que el viento soplara con brío, punto que no era difícil hallar: bastaba con
colocarla a un costado de la carpa. Atizado por el ventarrón el fuego crecía sorpresiva y
alborotadamente, y cuando las chispas y el humo cesaban, cuando de toda la leña y la
madera no quedaba sino un montón de brasas, cuatro hombres tomábamos la plancha de las
puntas y la metíamos dentro de la carpa. A los pocos minutos se estaba allí en el interior
como en un horno, y los hombres, abandonando mantas y ponchos y aun las chaquetas, nos
sentábamos en el suelo o sobre las ropas de las camas, alrededor de aquella flor roja surgida
como de la nada. Tomábamos mate o café y conversábamos o callábamos, fumando los
cigarrillos de rigor. Al empezar a palidecer la hoguera y aprovechando los postreros restos
de calor, nos desnudábamos y nos metíamos bajo las ropas. La última llamita, muy azulada,
coincidía casi siempre con el primer ronquido.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora