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El cauce del río Aconcagua es allí bastante ancho, pero su caudal es escaso y está,
además, dividido en brazos que aparecen aquí o allá, entre los matorrales, buscando niveles
más bajos o terrenos más blandos, adelgazándose o engruesando, según la suerte que les
toca, pues ocurra que tan pronto es aquél despojado íntegramente de sus aguas por un canal
como éste, aumentado por el caudal de uno más pequeño, que habiendo hallado dificultades
en su marcha, terrenos duros, por ejemplo, o lechos con guijarros muy gordos, renuncia a
sus ambiciones de independencia y se une con el primero que encuentra; y hay algunos que
luchan durante un gran trecho con las piedras que los areneros dejan amontonadas en uno y
otro lado o que el mismo río, en épocas de crecida, al arremeter contra todo, acumula, y se
oye al agua deslizarse prolijamente, como contando las piedras, hasta alcanzar un remanso,
donde parece descansar, para luego seguir silenciosa. La orilla contraria muestra hileras o
grupos de árboles, sauces y álamos, principalmente; hay un corte a pique, de poca altura,
luego un trozo plano, breve, y en seguida el terreno empieza a subir hacia las colinas
marítimas, amarillas algunas de rastrojos de trigo o cebado y todas mostrando graciosos
grupos de arbolillos, espinos, maitenes, boldos, que aparecen sobra ellas como amigos o
como viejas que conversan allí sobre la vida dura y las terribles enfermedades de la
infancia, de la adolescencia, de la edad madura y de la vejez. Mirando hacia el oeste ocurre
que no se ve nada. ¿Puede el río correr allí a su gusto, libre de altas orillas, de vegas, de
matorrales, de guijarros, de canales de riego o industriales que lo despojan, lo achican, para
después volver a llenarlo? No: el río muere allí. Hay algo como una neblina hacia el oeste y
detrás de ese algo como neblina está el mar. Hacia el este se alza la muralla de la cordillera;
cumbres violentas, relámpagos de hielo quizá tan viejos como el mar. El Aconcagua, padre
del río, llena el horizonte.
-Caminaremos mientras conversamos.
Las alpargatas me quedaban un poco chicas, pero no me molestaban. Recogimos el
equipaje y nos pusimos en marcha. Junto con hacerlo, mi amigo empezó a hablar:
-Voy para Valparaíso y pienso seguir hacia el norte, has ta donde pueda, quizá hasta
Panamá o quizá hasta el Estrecho de Behring. Esta es mi tercera salida. Mi padre dice que
son como las del Quijote, tal vez, aunque no sé por qué; no he leído el Quijote. La primera
vez me fui de puro aburrido; me fatigan las matemáticas y la gramática, la historia antigua
y la moderna, educación cívica y el francés; antes de enseñarme a limpiarme les narices, ya me enseñaron los nombres de los dioses egipcios. ¿Para qué? Cultura. Gracias a la cultura
mi padre no me dejaba comer; llegaba a la casa a la ora de almuerzo o de la comida,
cansado de intentar aprender algo, y él, que es profesor, como le dije, me recibía con un
rosario de preguntas: ¿qué estudiaste hoy? Me quedaba con la cuchara a medio camino,
entre el plato y la boca.
-Francés, castellano, biología, matemáticas.
-¿Matemáticas? ¿Qué parte de las -matemáticas?
-Y teníamos matemáticas hasta el postre. Es un hombre que domina el álgebra como un
pescador puede dominar sus redes. ¿Qué hacer? Todo cansa, pero más que nada las
matemáticas. Pensé en el mar: ¿habría allí álgebra, geometría, declinaciones, ecuaciones de
primer grado, decimales, verbos auxiliares y sepa Dios qué más? Quería horizontes, no muy
amplios porque soy medio cegatón, pero más extensos que los que me permitían los muros
de la sala de clases y los bigotes del profesor de francés. Me fui, pues, hacia el mar. Los
náufragos suspiran por un barco que los lleve al continente; yo quería uno que me llevara a
una isla, fuese la que fuere: caí en un barco de guerra; ya era algo: marinero; no había
humanidades, aunque sí un sargento de mar que no hablaba ni gritaba, sino que bramaba:
¡Alza arriba, marinero! ¡Trinca coy! ¡Coyes a la batayola! y agregaba, entre serio y
zumbón, al amanecer: ¡Se acabó la buena vida!...La buena vida... La verdad es que no era
tan mala; navegando toda la costa de Chile y más allá, «desde el polo al ardiente ecuador»,
como cantaba mi abuela paterna en Valparaíso. Lo había elegido y lo aguanté hasta que
pude; soy malo para estudiar y malo para los trabajos manuales; nunca he podido clavar
derecho un clavo ni cortar a escuadra una tabla cualquiera. ¿Para qué sirvo? Vaya uno a
saber; pero me cansé también: vira a estribor, aguanta a babor, despeja la cubierta, atrinca
ese cabo, barra aquí, limpia allá, arrea el bote del capitán, cerrar las escotillas, temporal en
Cabo Raper, nubes barbadas, viento a carretadas. Deserté en Punta Arenas; tenía bastante
navegación y quería pisar tierra firme; en tierra, sin embargo, era necesario trabajar y no
sabía hacer nada. Di vueltas y vueltas, durmiendo en un hotelucho como para loberos con
mala suerte, hasta que me encontré con un amigo, esos amigos del liceo que uno encuentra
siempre en todas partes; son tantos.
-¡Tú por y aquí! ¿Qué demonios te ha traído a Punta Arenas?
-Deserté de mi barco y busco trabajo.
-¿Trabajo en Punta Arenas, en este tiempo?
-No pude elegir otro.
-Era otoño.
-Sin embargo, déjame pensar, aunque, a la verdad, no hay que pensarlo mucho: ¿te
gustaría ser agente de policía?
-¿Policía? ¿Con uniforme, sable, botas, pistotón, etcétera? No, gracias.
-No, hombre: policía de investigaciones, ¿cómo se llaman?, agentes, pesquisas, de esos
que andan vestidos de civiles. Había cuatro aquí, pero se va uno y necesitan un
reemplazante; el sueldo no es tan malo y el trabajo no es mucho.
-¿Hay muchos ladrones aquí?
-¿Ladrones? Aquí no hay ladrones. ¿Cómo quieres que los haya en una ciudad en que el
termómetro baja en invierno hasta los veinte grados bajo cero? Ni ladrones ni mendigos; se
helarían en las calles. Apenas hay uno que otro robo, así, de circunstancias; asesinatos,
poquísimos, suicidios, sí, sobre todo cuando el ueste sopla durante muchos días seguidos;
pero a lo suicidas no hay que perseguirlos ni encarcelarlos, se les entierra y listo. ¿Qué te
parece?
«¿Qué me iba a parecer? Acepté. Peor es comer ratones. El barco había zarpado y no
tenía otra salida: agente de policía; lindo oficio. Y allí me quedé, en la ciudad de los días
cortos y de las noches largas, o al revés, según la estación, con un revólver del cuarenta y
cuatro a la cintura, esperando que pasaran el otoño y el invierno para poder zarpar hacia el
norte. Pasé un invierno macanudo. Un día hubo un incendio: un almacén, ayudado por el
viento, se quemó en dos minutos; pura madera; cuando llegaron los bomberos todo era
ceniza. Se averiguó: el dueño le había arrimado fuego y lo declaró a gritos: Era un italiano;
estaba aburrido del almacén y quiso venderlo, sin encontrar comprador por ningún precio;
quiso dejarlo a un compatriota, pero el compatriota, que estaba buscando oro en Tierra del
Fuego y que, al parecer, había encontrado sus pepitas, declaró que aceptaría cualquier
regalo que no fuese un almacén; no le interesaban los bienes de ese género; a otro perro con
ese hueso. El italiano sintió una desesperación tremenda: no podía arrendarlo, no podía
venderlo y tampoco se decidía a dejarlo abandonado; quería marcharse, sin embargo, y
cuando llegaron los días en que el viento empieza a soplar de firme de día y de noche, no
soportó más y decidió quemarlo; así se libraría de él. El almacén no tenía seguro. Así lo
declaró y se sospechó que estuviese demente: un almacenero, italiano o no, que quema su
negocio, sin tenerlo asegurado, no puede estar sino picado de vinagre, y en realidad lo
estaba, de remate. Se le detuvo, y como allá no había manicomio, fue internado en el
hospital, encargándose a la policía que lo custodiara en tanto llegaba el barco que pudiera
llevarlo a Valparaíso. Tenía que ser un policía sin uniforme; el loco, no sé por qué, no podía
soportar la vista de los uniformes: empezaba a hablar de Garibaldi y se ponía furioso».
«Me tocó uno de los turnos: ¡qué suerte la mía! Cuando lo vi por primera vez hablé un
poco con él para ver qué tal andaba y me convencí de que lo mejor sería, sino deseaba
terminar como él, no hablarle una sola palabra en tanto estuviera vigilándolo ni nunca. Y
allí nos quedamos, encerrados los dos en una pieza del hospital, mudos como tablones de
das pulgadas; él sentado o acostado en su cama; yo de pie, apoyado en la puerta o sentado
en una silla. El asunto duró bastantes días; cuando el compañero, el otro policía, me
entregaba el turno -le tocaba el de la noche-, parecía estar convaleciente de una pulmonía
bilateral, y yo, cuando se lo entregaba al atardecer, se sentía como después de baldear solo
la cubierta de un acorazado. Llevé libros y me dediqué a leer, pero no podía hacerlo con
tranquilidad; sentía que el loco me miraba y estudiaba mis movimientos, esperando el
instante en que pudiera echárserle encima. Era muy entretenido aquel trabajito. El loco se largaba de pronto a recitar un largo monólogo en italiano, a media voz, del cual no se
entendía nada o casi nada; dos o tres palabras no más. Dejaba de leer y lo miraba esperando
que callara. Era un hombre bajo y fuerte, de cabeza un poco cuadrada, piel blanca y pelo
negro; llevaba bigotes. Hablaba y hablaba durante largos ratos y de vez en cuando me
dirigía unas rápidas y sombrías miradas, como escondiéndose de mí, la cabeza baja, los
ojos rojos. Se me ocurría, sin embargo, que no me daba más importancia que a las sillas o a
las tablas del piso, pero sus miradas, aunque eran iguales para todo, me producían
intranquilidad».
«¡Qué le pasaría al barco que no llegaba! Habría dado mi sueldo de un año por no estar
allí y renegaba contra la estupidez que había hecho al desertar del barco; el sargento era,
con mucho, preferible al loco. El italiano callaba y yo continuaba leyendo, y un día, en los
momentos en que la novela que leía llegaba a su más alto grado de interés, sentí que me
caía encima algo así como una casa de dos pisos; di de cara contra el suelo, y la silla en que
me sentaba estalló como una nuez al ser apretada por un alicate: el loco, aprovechando mi
descuido y mi pasión por la lectura de novelas, se lanzó como un tigre. Quedé debajo de él,
en una mano la novela y con la otra tratando de tomar al loco de alguna parte vulnerable,
fuese la que fuere. Durante unos segundo mantuve el libro en la mano; algo inconsciente
me impedía soltarlo, como si ese algo temiera que durante la lucha llegara a destrozarse y
nos quedáramos sin saber qué pasaba en los últimos capítulos. Era una novela inglesa: «La
Cuchara de Plata». Volviendo en mí, la dejé, arrojándola con cuidado a cierta distancia y
me dediqué en seguida al italiano, que resoplaba como una foca».
«Me tenía tomado del cuello, por sobre un hombro -estaba nada más que a medias sobre
mí-, y me lo apretaba, aunque un poco débilmente, con una sola mano, la izquierda,
mientras la derecha andaba por mis costillas, tanteándome como si buscara algo. ¿Qué
quería? Cuando me di cuenta de lo que pretendía, sentí terror: quería apoderarse de mi
revólver. Mientras me tenía así y me manoseaba, rompió con un monólogo que empezó con
las palabras «la rivoltella, la rivoltella» y en la cual, como en todos los otros, mencionó a
Garibaldi. Nadie me quita de la cabeza la seguridad de que aquel hombre era uno de los de
Marsala, el último quizá. Pesaba y me retenía en una situación que me impedía hacer
fuerzas; aprovechando, sin embargo, un instante en que la presión se aflojó en alguna parte,
me di vuelta al mismo tiempo que lanzaba un alarido que pudo haberse escuchado en el
Canal Beagle, pero que, desgraciadamente, nadie escuchó: la habitación era una de las
últimas del edificio y soplaba un ueste de los demonios. Me di cuenta de todo, y cuando
logré colocarme encima del loco venciendo su resistencia, procedí como me lo aconsejaban
las circunstancias: un puñetazo en la cabeza, que le habría aclarado las ideas si no las
hubiera tenido ya tan obscuras, lo dejó fuera de combate, murmuró por última vez «la
rivoltella» y me soltó».
«Me levanté, recogí la novela y le eché al loco unas gotas de agua en la cara. Se recobró,
irguiéndose, me miró de reojo y fue a sentarse en el sitio de costumbre, en donde,
inclinando la cabeza, inició un monólogo en que omitió ya la palabra «rivoltella». Por mi
parte, después de esperar un momento y de arreglarme y sacudirme un poco la ropa y lanzar
dos o tres desaforados suspiros para normalizar la respiración, me senté y pretendí seguir
leyendo; no pude hacerlo: la emoción había sido demasiado fuerte. Sentía, por allá adentro,
algo así como un remordimiento, que procuré desvanecer diciéndome que no me habría sido posible proceder de otra forma. ¿Cómo discutir con él o intentar disuadirlo? Allí
quedamos, hablando él, callado yo, con el libro en la mano y sin poder recobrarme. Pero
nuestro martirio terminó al día siguiente, al llegar el barco en que el demente iba a ser
llevado a Valparaíso, y aunque no podíamos llevarlo a bordo sino un momento antes del
zarpe, descansamos pensando que ya no nos quedaban más que dos o tres días».
«Cuando bajamos del barco, una vez entregado el Italiano o un contramaestre con cara
de pocos amigos, el otro agente y yo fuimos a celebrar nuestra liberación con tres botellas
de vino por cabeza, adquiriendo una borrachera de no te muevas; y allí me quedé, todo un
invierno, oyendo aullar el viento en las calles y silbar en las chimeneas. Vida agradable:
engordé varios kilos a punta de puro cordero y a pesar de la falta de verduras y de los
quince grados bajo cero. Pero no había salido de mi casa para irme a enterrar toda la vida
en Punta Arenas. Llegó la primavera, una primavera llena de aguanieve y con ella recaló
allí un crucero que constituía toda la flota de guerra de la República Oriental del Uruguay.
Durante dos días lo estuve mirando desde el muelle, calculando su manga, su eslora y su
puntal, haciendo conjeturas respecto al rancho que darían a bordo y buscando un motivo
para embarcar en él y zarpar para el norte por el Atlántico».
«Me atreví, por fin, a hablar con un cabo, y con gran sorpresa de mi parte, cuando se
enteró de que había navegado en un barco de guerra chileno, alcanzado hasta el Cabo de
Hornos, atravesado varias veces el Golfo de Penas y aguantando, sin marearme, un
temporal de otoño en Cabo Raper, que es lo más que un cristiano puede aguantar, y que
conocía, además, toda la maniobra y los reglamentos de mar, el hombre, que sin duda me
tomó por Simbad el Marino, me dijo que no tendría el menor inconveniente en hablar con
el comandante; éste me hizo llevar a bordo, me interrogó, le repetí toda la historia,
aumentándola un poco ahora, y terminó por aceptarme para hacer la travesía hasta
Montevideo como marinero de segunda, con todas las obligaciones de tal y sin más
remuneración que la ropa y la comida. Además, no figuraría en el rol. Acepté., Era lo más
que podía desear: renuncié a mi opíparo puesto de agente de segunda clase, devolví el de
cuarenta y cuatro, y me embarqué, zarpando días después en busca de la salida del
Estrecho. A los dos o tres días, ya en pleno Atlántico, navegando norte derecho, nos pescó
por la cola un temporal que barrió con todo y con todos de la cubierta, hasta el punto de que
no quedamos a bordo sino dos personas que no estaban mareadas: el ingeniero de máquinas
y yo; los demás, de capitán a pinche, con el estómago en la boca y las piernas perdidas,
yacían aquí y allá como trapos; llegó un momento en que me sentí perdido en medio de
aquel barco y de aquel océano. Todo pasó, sin embargo y llegamos a Montevideo en
condiciones de parecer lobos de mar. Devolví las ropas, recibí unos pesos que me
ofrecieron como propina, rechacé un contrato como cabo de mar y zarpé para Buenos Aires
en un barco que hacía la travesía durante la noche».
Me sentía endurecido y contento: todo me salía a favor del pelo. Linda ciudad Buenos
Aires, su tierra, ¿no es cierto? Bueno, allí estaba, y ¿para qué y por qué iba a gastar un
dinero, que no me sobraba, en hoteles que no me hacían falta? Estábamos en plena
primavera y el norte soplaba a veces como si saliera de la barriga del infierno. Dormiría al
aire libre, en el banco de cualquier plaza o en el hueco de una puerta. Mi dormitorio resultó
estar ubicado en la dársena sur: ¿se ha fijado que en los puertos hay siempre, abandonados
y medio hundidos en la arena o sepultados bajo montones de tablas, unos enormes tubos?
Permanecen ahí años y años y nadie sabe por qué están allí y qué van a hacer con ellos,
tampoco se sabe para qué servían y si alguna vez sirvieron de algo. Me sentía cansado
después de vagar todo el día por la ciudad, mirándolo y observándolo todo, y cuando, ya
cerca de la medianoche, empecé a pensar en una caleta en que la recalada ofreciera más
condiciones de seguridad, recordé aquel agujero y aquel tubo y hacia allá me dirigí. Cuando
lo enfrenté, me dije: «Aquí está mi camarote, y no hay capitán mercante o de guerra que
esta noche vaya a dormir mejor que yo».
No se veía alma, a pesar de que muy cerca se oía el ruido de las grúas de un barco que
descargaba mercaderías o cargaba cereales; me agaché un poco, ya que la entrada no estaba
calculada para seres humanos, y avancé un paso en la obscuridad: puse justamente el pie,
por suerte con cuidado, encima de algo que se recogió con rapidez; retiré el pie y oí el ruido
de algo que se arrastra, al mismo tiempo que alguien me decía:
-Despacio, hay alojados.
-Perdone, amigo. No quería molestarlo.
-No se aflija. ¿Qué busca por aquí?
-Nada extraordinario.
-Aquí no hay señoras.
-Lo siento muchísimo.
-Tampoco hay comida.
-No tengo hambre.
-¡Qué suerte la suya!
-Busco algo muy sencillo.
-Entonces lo va a encontrar.
-¿No es de la policía usted?
-No; ésos pisan más fuerte y no piden perdón.
-Adelante, entonces, amigo.
-¿Hay alguna cama disponible?
-Hay varias y todas buenas.
-Quisiera ver una.
-Pase por aquí.
-Por favor, cuidado con mis piernas.
«No era un diálogo: las voces salían de todas partes. Alguien encendió un fósforo y pude
ver lo que allí había: catorce hombres. Me acomodé en un rincón disponible».
-Pieza número quince.
Alguien soltó una carcajada.
-¿Quiere el desayuno en la cama?
-No soy tan delicado.
-¿Encontró cerrada la puerta de su casa?
-No.
-¿Peleó con su señora?
-Tampoco.
-¿Se le perdió la llave?
-Nada de eso: no tengo casa, señora ni llave. Estoy cansado y quiero dormir.
-Entonces todo nos une y nada nos separa.
-Con confianza, amigo; hay buena ventilación y los precios son módicos.
-Eso sí, hay que irse temprano.
-Los vigilantes no dicen nada por la noche, pero en la mañana les da por hablar hasta por
los botones.
«Era aquél un albergué de vagabundos, pero de unos vagabundos muy especiales: entre
ellos se encontraban hasta individuos que tenían cuentas en las cajas de ahorros y en los
bancos. Allí dormían personas de los dos hemisferios y de levante y de poniente: españoles
y chilenos, yugoslavos y peruanos, italianos y argentinos; algunos que andaban en parejas,
solitarios otros, sin que ninguno fuera lo que la gente llama un vago; es decir, un hombre
que por un motivo u otro no quiere trabajar; al contrario, tenían oficio y hasta profesiones;
zapateros, por ejemplo, como el chileno Contreras, y abogados, como el español Rodríguez.
-Todo español, por el hecho de serlo y mientras no demuestre lo contrario, es abogado -
decía.
«Había también mecánicos y carpinteros, albañiles y torneros. ¿Qué hacían allí,
durmiendo en una caldera abandonada, si eran hombres de trabajo? Sencillamente, no
poseían casa ni familia en la ciudad y no podían crearse una ni querían gastar dinero en
arrendar otra. Y no crea usted; cada uno tenía trazado su posible destino y sabía por qué
estaba allí y no en otra parte, qué esperaba y qué deseaba hacer. Trecich, por ejemplo,
esperaba una oportunidad para trasladarse a Punta Arenas, a Tierra del Fuego, decía él,
meta de muchos yugoslavos; no había podido llegar sino hasta Buenos Aires, trabajando en
un barco y esperaba otro que, trabajando también, lo llevara hasta el Estrecho de
Magallanes. Tenía dinero en el banco, pero ¿por qué lo iba a gastar en un pasaje que podía
pagar con su trabajo? Era joven y estaba muy lejos de ser un inválido; que pagaran pasaje
los que tenían dinero de sobra o los que temían al trabajo; él no lo temía, lo deseaba, y
cuando me oyó contar que venía de Punta Arenas me asaltó a preguntas: ¿cómo era el
clima, viven allí muchos yugoslavos, es cierto que todos se han enriquecido, queda oro en
Bahía Valentín, no llegaré demasiado tarde? No, Trecich, y si se ha acabado el oro, si el
viejo Mustá se ha hecho para su chaleco de fantasía una doble cadena con las últimas
pepitas sacadas de El Páramo, quedan todavía muchas tierras que colonizar, muchos indios
que matar o esclavizar, muchas ovejas que trasquilar, muchos bultos que cargar, mariscos
que pescar, mercaderías que vender, basuras que recoger y mugre que limpiar, con todo ello
pueden ganar todavía mucho dinero los roñosos que no tienen en la vida otra finalidad que
el de ganarlo. Le tomé antipatía: todo lo reducía a nacionales y no disimulé mi regocijo
cuando supe que tenía embarque para Punta Arenas; por allá debe andar todavía, buscando
dinero hasta por debajo de la bosta de los animales.
«En comparación con aquel traga plata, el chileno Contreras resultaba un gentilhombre:
viajaba por el placer de viajar y utilizaba para ello todos los medios que el progreso ha
puesto al servicio del hombre, aunque sin pagarlos, claro está; cuando lo echaban del tren
de carga o de uno de pasajeros en que viajaba sin boleto, no se incomodaba y seguía viaje a
pie, con su mochila a la espalda, hasta tomar otro; de se modo había llegado, desde
Santiago de Chile hasta Buenos Aires, sin gastar un centavo».
-Tanto que hablan de la Argentina y de Buenos Aires; vamos a ver si es cierto lo que
dicen.
-Y allí estaba; en todo el tiempo que llevaba viajando, cuatro meses -la travesía
Mendoza-Buenos Aires le llevó dos: no tenía apuro, y como no era aún tiempo de cosecha
en los campos, los conductores de trenes perseguían a los que se trepaban a ellos- no había
trabajado sino en dos ocasiones: una semana en Mendoza y tres en Rosario, con gran pesar
de sus ocasionales patrones, que no comprendían cómo un obrero con tales manos podía
dedicarse a vagar. Le rogaban que se quedara unos días más, unas semanas más, unos
meses más; tenían mucho trabajo y los clientes, sobre todo los de pies imposibles, estaban
entusiasmados con un zapatero como aquél.
-He venido a pasear y no a trabajar, hasta lueguito, patrón.
Y después de este inevitable diminutivo se iba paso a paso por los durmientes de la línea
férrea.
-«Si fuera por trabajar, me habría quedado en Chile, en donde tengo trabajo para toda la
vida y para un poco más. Soy casado y mi mujer quedó a cargo del taller; me espera. Le
dije: me voy para Argentina, a pie, y no te puedo llevar; espérame. Es aparadora y gana casi
tanto como yo. ¿Cómo, entonces, quedarme en Mendoza o en Rosario trabajando para un
patrón que no quiero más que ganar dinero conmigo? Ni loco. Pasaré aquí la primavera y el
verano y en el otoño regresaré a Santiago».
«Era bajo de estatura y un poco gordo, con suave mirada, pelo largo en forma de melena
y aire de poeta provinciano. Sabía recitar algunas poesías y hablaba mucho de la libertad
del individuo y de la explotación del hombre por el hombre; sospeché que fuese anarquista.
Pasé muchos ratos conversando con él y hablábamos sobre todo de Santiago, nuestra ciudad
natal, que conocía muy bien. Pero no se trataba de conversar mucho tiempo, y las amistades
que se hacían en aquel tubo no eran, tampoco, para siempre; cada uno tenía su intención y
su destino y debía realizarlo; aquello no era club, aunque se le conociera con el nombre de
Hotel de los Emigrantes; había que seguir y seguimos».
«Empecé a buscar trabajo, un trabajo cualquiera, en donde fuese y para lo que fuere,
oficina, tienda, fábrica, almacén, camino o construcción, a pleno sol; pero era difícil hallar
algo: decenas y aun centenas de seres de todas las nacionalidades, edades y procedencias,
vagabundos sin domicilio, como yo, y otros con domicilio, y todos sin tener qué comer,
mendigaban empleos de veinte o treinta pesos mensuales. Eso era en la ciudad, llena de
emigrantes, algunos de ellos llorando por las calles, italianos o españoles palestinos o
polacos, que venían a hacerse ricos y que en estos momentos habrían dado cualquier cosa
por haber nacido en la «porca América» o por no estar en ella. En los campos era peor:
vagaban por miles, de un punto a otro, hablando diferentes lenguas y ofreciéndose para
todo, aunque sólo fuese por la comida; se les veía en los techos de los vagones de carga,
como pájaros enormes, macilentos, muertos de hambre, esperando la cosecha, pidiendo
comida y a veces robándola».
«Estuve allí un mes y medio y no encontré trabajo ni para matar cucarachas, y eso que
había muchas. Un día me ocurrió algo curioso: estaba en una calle cualquiera, afirmado en
una pared y pensando cómo salir del paso y desesperado ya de mi situación que era
«ófrica», como dicen los peruanos, cuando vi pasar a un hombre joven, delgado, de lentes,
que durante unos segundos, mientras pasaba ante mí, me observó; me molestó su curiosidad
y le di una mirada de reojo mientras se alejaba; se le veían muy gastados los tacones de los
zapatos y el traje mostraba brillos en las posaderas y en la espalda; no nadaría en la
abundancia. Instantes después, y cuando ya lo tenía olvidado, sentí que alguien, que se
acercó sin que yo lo sintiera ni viera, me tomaba de la mano y ponía algo en ella, alejándose
en seguida. Me miré la mano: tenía en ella un billete de un peso. ¿Por qué? ¿Quién era? Lo
ignoro. Si yo fuera judío habría creído que era el profeta Elías; pero, en verdad, no era
necesario ser profeta para darse cuenta, por mi cara y mi aspecto, de que estaba en una
brava encrucijada. Le agradecí profundamente el peso y me alejé, un poco avergonzado,
pero apretando bien el billete en la mano. Por suerte, mi padre, a quien había escrito, me
mandó dinero y pude regresar a Chile».
«Volvía el hijo pródigo. Mi padre seguía tan profesor como antes: las matemáticas, la
gramática, la biología, la física. Entré a aprender carpintería en una escuela de artes y
oficios. Pero allí, entre las tablas del taller de carpintería, también había que estudiar
historia, no historia de la carpintería, sino historia patria, que no tiene nada que ver con las
maderas, y castellano y geometría y educación cívica; y eso no era lo peor: lo peor era que
tampoco servía para carpintero; tengo unos ojos que no me sirven más que para lo
indispensable: para no tropezar con los postes».
«Por otra parte, no sabía qué hacer en mi casa: mi madrastra es una mujer hermosa, pero
muy triste, tiene treinta años menos que mi padre, que se casó con ella a los cincuenta y
dos. Este hombre, dedicado toda su vida a su profesión y a sus estudios, ha tenido siempre,
al parecer, gran atractivo para las mujeres, aunque se me ocurre que ha sido un atractivo de
dominio, es decir, las mujeres, más que enamoradas de él, han debido sentirse dominadas
por él. A veces quiero suponer cómo era mi madre y cómo debió sentirse en las manos de
ese hombre con atractivo amoroso y tan competente para el álgebra, que le estrujo la
juventud y las entrañas con su pasión de hombre indiferente a lo que no es propuesto con
rigor lógico. Nunca me ha hablado de ella. Ha sido casado dos veces y sospecho que
además tuvo amores, largos y fructíferos, aunque ocultos, con una tercera mujer, muerta en
el anonimato o que aún vive y de la cual sospecho que soy hijo. Mi hermano mayor no
soportó por mucho tiempo y partió hacia Estados Unidos; por allá andará y ojalá que no
ande como yo.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora