4

98 1 0
                                    


-Es español y en su juventud fue obrero anarquista- contó el hombre de la sonrisa-;
seguía siéndolo cuando llegó a Chile. Me lo presentó un amigo, anarquista también, en una
playa en que pintábamos unas chalets y a donde él fue a pasar unos días. José se llama, don
Pope. Aquella vez, después de comer y tomar unas copas, empezó a cantar y a bailar jotas;
después se puso dramático y quería destrozar cuanto encontraba: destruir es crear, decía; es
un refrán anarquista. Lo encontré aquí y me dijo que fuese a verlo. Fui; ha juntado dinero, lo juntó, mejor dicho, y se ha establecido con un boliche, un cambalache; compra y vende
de todo, especialmente cosas de metal, herramientas, cañerías, llaves, pedazos de fierro, de
plomo, de bronce; pero es un comerciante raro: de repente le entra la morriña, como él dice,
y cierra el cambalache y se va a vagar.
Él encontró en la caleta el primer pedazo de metal; no ha dicho de qué se trata, y creo
que no lo sabe. Me dijo:
-Oye, a ti no te gusta mucho el trabajo.
-No, don Pepe, no me gusta nada. Para qué lo voy a negar.
Eso le contesté, y me dijo:
-Me alegro de que no lo niegues, te encuentro toda la razón; el trabajo es una esclavitud.
-Algunos dicen que es una virtud que arruina la salud. Pero no es porque yo sea flojo,
nada de eso; es porque soy un hombre delicado; mis músculos y mis nervios son los de un
hombre nacido para millonario. A pesar de eso, debo ganarme la vida pintando y
enmasillando techos, puertas, ventanas, murallas; anda para allá con la escala, ven para acá
con la escala, aceita estos postigos, revuelve la pintura, echa el aguarrás; ¿dónde está la
tiza?, ya se perdió la lienza; esto va el temple, aquello el óleo, lo demás a la cal; aquí está el
albayalde, da el mejor blanco, pero es un veneno, puro plomo, se te mete en los pulmones,
en el corazón, en la panza, andas siempre pintado, como un mono, chorreando de arriba
abajo; y en el invierno, en lo alto de la escala, con el tarro lleno de pintura en una mano y la
brocha en la otra, en plena calle, la escarcha goteando de los tejados, las manos duras y las
narices chorreando engrudo claro; para qué le cuento más... Entonces me dijo:
-Mira, aquí tienes esto y parece que hay mucho más. Recógelo y tráemelo; el mar lo
arroja a la playa en la caleta de El Membrillo, No tienes más que agacharte y recogerlo y te
ganas los porotos.
Me presentó un trozo de metal.
-¿Y qué es?
-¿Qué te importa? Ni yo lo sé, pero ha de valer algo.
-¿De dónde sale?
-Vete a saber... No creo que bajo el mar haya una planta elaboradora de metales, pero de
alguna parte sale, de algún barco hundido en la bahía y ya cuarteándose y dejando caer
todo. Las olas lo traen a la orilla, no sé cómo ni por qué, o puede estar saliendo de ese
basural que hay más allá de El Membrillo. Búscalo. Te lo pago bien. Alguien lo pedirá
algún día.
Es cierto, ¿qué importa? No me atreví a preguntarte cuánto me pagaría, pero él calculó
bien, como todo capitalista, y me lo paga de modo que siempre, por un día de trabajo, me
sale un día de comida, de dormida y de lo demás; miserable, es cierto, como en todos los
oficios, pero me proporciona lo que necesito y no pienso trabajar hasta que no esté
absolutamente convencido de que las olas no traerán ni un sólo gramo más a la playa. El
mar es grande y profunda la bahía de Valparaíso. ¡Cuántos barcos están enterrados ahí, con
millones de pesos en mercaderías y materiales! ¡Puchas!... Si todos estuviesen llenos de ese
metal... Podríamos vivir unos miles de años sin trabajar... ¡Qué te parece, Cristián!
Cristián no contestó. Fumaba una colilla y parecía mirar, entornados los párpados, sus
estiradas piernas, sus tobillos desnudos y las puntas de sus destrozados zapatos. Su actitud,
sin embargo, demostraba que no le parecía mal la perspectiva de vivir unos miles de años
sin trabajar, o trabajando moderada e independientemente. ¿Por qué y para qué, apurarse si
el hombre necesita tan poco para vivir y si cuando muera será indiferente que tenga, en el
bolsillo o en otro lugar, mil pesos más mil pesos menos?
-Sí: te parece bien. Es en lo único que nos parecemos, Cristián: en nuestro escaso amor
al trabajo, tú porque nunca has trabajado y yo porque tal vez he trabajado demasiado,
aunque ésa no sea la expresión exacta: no es escaso amor, es prudente amor. No me haré
rico sacando granos de metal de entre las arenas de la caleta de El Membrillo y ya no me
haré rico de ningún modo. Puedo ganar más trabajando como pintor, pero no es mucho y
apenas si me alcanza, muy a lo lejos, para comprarme un par de pantalones y una chaqueta,
todo usado, y comer un poco más. Termino la temporada rabioso y agotado: hay que
soportar al patrón, al maestro y al contratista, sin contar al aprendiz, que tiene que
soportarnos a todos. Total: tres meses de primavera y tres de verano. ¡Qué poco dura el
buen tiempo! Bueno, para trabajar, demasiado. Y usted, por lo que veo, también es pintor.
¿De dónde sacó esas manchas?
-Trabajé con el maestro Emilio.
-¿Emilio Daza?
-Sí, creo que ése es su apellido.
-Lo conozco: aficionado a la literatura, cosa rara, porque los pintores somo más bien
aficionados al bel canto, es decir, a la música, a la ópera, mejor dicho, sobre todo a Tosca y
Boheme, donde salen pintores. Sí, Emilio Daza, buen muchacho; se casó y tiene un montón
de hijos. Escribe prosas rimadas; no le alcanza para más.
Se calló de pronto y quedó pensativo, como escuchando algo que le interesara más que
todo aquello de que hablaba.
-Se acabó la cuerda -rezongó Cristián.
Alfonso Echevarría sonrió con serenidad, casi con displicencia, y se encogió de
hombros. Parecía que de pronto todo había perdido interés para él.
Estábamos sentados alrededor de la mesa en que habíamos almorzado y bebido, entre
los tres, una botella de vino suelto. Al abandonar la caleta de El Membrillo. Alfonso
Echeverría, muy serio, se detuvo y dijo, tomándome de un brazo y deteniendo con un gesto
los pasos de su compañero.
-Sospecho que no será ésta la primera ni la última vez que nos veamos y estemos juntos;
peor aún, creo que terminaremos siendo amigos, y quizá si compañeros. En ese caso, y
salvo opinión en contrario, debemos presentarnos. No me gusta estar ni conversar con gente
cuyos nombres ignoro y que ignoran también el mío. Es una costumbre burguesa, tal vez,
pero no he podido desprenderme de ella.
Me tendió su mano, que estreché, y agregó:
-Alfonso Echeverría, para servirle.
Se dio vuelta hacia su compañero, que lo miraba con curiosidad, y lo presentó:
-Cristián Ardiles.
Tendí la mano hacia el hombre, quien también me tendió la suya, sin que ninguno de los
dos dijéramos una palabra. Su apretón fue frío, como si no tuviera ningún entusiasmo en
darlo o como si el darlo fuese un acto desusado en él. Alfonso Echeverría agregó:
-Ya que nos henos presentado como caballeros, aunque sólo seamos unos pobres rotosos
-espero que sólo temporalmente-, debo decirle que tengo un apodo; como es mío, puedo
decirlo. Cristián le dirá alguna vez el suyo, si le da la gana, y usted, si es que tiene alguno,
lo dirá cuando se le ocurra. El apodo es asunto privado, no público, y puede callarse o
decirse, como uno quiera. No somos policías, que siempre quieren saber el apodo de todo el
mundo. A mí me llaman El Filósofo, no porque lo sea, sino porque a veces me bajan unos
terribles deseos de hablar: siento como un hormigueo en los labios y unos como calambres
en los músculos de las mandíbulas y de la boca, y entonces, para que pase todo, no tengo
más remedio que hablar, y hablo; y usted sabe: la gente cree que el hombre que habla
mucho es inteligente, es un error, pero la gente vive de errores; y como siempre hablo de lo
mismo, del hombre y de su suerte, me llaman El Filósofo.
Señaló a su compañero:
-Con Cristián hablamos poco, es decir, él habla poco; me soporta. Es muy ignorante y
no tiene más que dos temas sobre los cuales puede hablar unos minutos: la policía y el robo.
Cristián, con la cabeza gacha, caminaba. El filósofo añadió:
-No se extrañe de que no se enoje. Sabe que soy un animal superior y me respeta, no
porque yo sea más fuerte que él -podría tumbarme de un soplo-, sino porque puedo hablar
durante horas enteras sobre asuntos que él apenas entiende o que no entiende o que no
entiende en absoluto. Me escucha, me soporta, como le dije, aunque tal vez no le interese lo
que digo y ni siquiera, a veces, me escuche. Nos ha costado mucho llegar a ser amigos, pero lo hemos conseguido. Él necesita comer y yo también. Él es un desterrado de la
sociedad; yo, un indiferente. A veces reñimos y casi nos vamos a las manos, pero de ahí no
pasamos.
Golpeó cariñosamente un hombro de Cristián, y prosiguió:
-La comida, no cualquier comida, como el pasto, por ejemplo, o la cebada, que hacen las
delicias de los animales, sino la comida caliente -permítame escupir, se me hace agua la
boca-; sí, la comida caliente, reúne a muchas personas. Hay mucha gente que cree estar
unida a otra por lazos del amor maternal o filial o fraternal: pamplinas: están unidas por la
comida, por el buche. Los animales no se reúnen para comer y beber, salvo, claro está,
algunas veces, los domésticos; los salvajes, jamás. Los seres humanos, sí, y cuanto más
domésticos, más. ¡Comer caliente! Vea usted los caballos: on tienen problemas metafísicos
y casi les da lo mismo estar en la intemperie que bajo techo o bajo un árbol, para hablar con
más propiedad; son felices, dirá usted; no, no lo son: no comen caliente; comen pasto o
cebada, frío, crudo, y necesitan comer mucho para quedar satisfechos. No, no son felices,
aunque tampoco el hombre lo sea, a pesar de comer comida caliente.
Volvió a escupir y continuó:
-¿Ha procurado usted imaginarse lo que ocurrió cuando el hombre descubrió que los
alimentos se podían cocer y comer calientes? Firmó su sentencia de eterna esclavitud. Se
acabó la vida al aire libre, los grandes viajes, el espacio, la libertad; fue necesario mantener
un fuego y buscar un lugar en que el fuego pudiese ser mantenido. Alguien debía, también,
vigilar la cocción de los alimentos, la mujer o los hijos y, en consecuencia, debía
permanecer ahí. Por otra parte, era necesario traer los alimentos de los lugares en que los
había, lugares a veces muy lejanos, y así se hizo la rueda, la interminable rueda. El viento
es enemigo del fuego, lo agranda o lo desparrama, y lo es también la lluvia, que lo apaga, y
entonces se buscó un hueco entre las piedras o debajo de ellas; pero en algunas partes no se
encontraban piedras y se debió hacer cuevas, y donde por un motivo u otro no se hallaban
piedras y no se podían hacer huecos o cuevas, se construyó un techo, cuatro palos y unas
ramas con hojas o sin ellas. Bueno, junto con hacer todo eso, el hombre se echó la cuerda al
cuello y arrastró con él a su mujer, que desde entonces es esclava de la cocina. Y como se
acostumbraron a comer cocidos los alimentos y no crudos, se les empezaron a caer los
dientes. Todo, sin embargo, les pareció preferible a comer crudas las papas o la carne. Y
con mucha razón: ¿ha hecho la prueba, alguna vez, de comerse crudo un pejerrey o un
camote?
Habíamos hecho, conversando, el mismo viejo que hiciera, solo, dos o tres horas antes,
pero al revés; volvíamos a la ciudad. Nos detuvimos en una especie de plaza sin árboles, un
espacio más amplio, en el que había un cambio de líneas y una estación de tranvías y en
donde terminaban varias calles y empezaba aquélla, ancha, que llevaba hacia la caleta de El
Membrillo. Allí, Echeverría, extendiendo la mano, dijo a Cristián:
-Echa aquí tus tesoros.
Cristián, mudo siempre, dio una mirada a su compañero y sacando de un bolsillo
desgarrado todos los trozos de metal que recogiera en la playa, se los entregó:
-Volveremos pronto; hasta luego.
Seguimos caminando, mientras Cristián, retrocediendo unos pasos, se sentaba en el
cordón de la calzada, llena de bostas y orines de caballos. Dos o tres cuadras más allá nos
detuvimos ante una puerta ancha, que daba entrada a dos negocios diferentes, uno situado
en el primer piso, a nivel con la calle, y otro en el sótano, hacia el cual se llegaba por medio
de una escalera de ladrillos. El local estaba alumbrado por una ampolleta de escasa fuerza.
Una voz resonó en aquel antro:
-¡Hola, Filósofo! ¿Ya vienes con tu mercadería?
Un hombre alto y huesudo, de pelo ondulado, blanco, pálido, bigote negro e hirsutas
cejas, de ojos claros, se veía allí. Vestía una chaqueta blanca, un poco sucia y rota. El cuello
de la camisa, abierto, mostraba un copioso vello rizado.
Recibió los trozos de metal, todos juntos, pues Echeverría agregó también los míos, los
pesó en una balanza de almacenero, y dijo:
-Siete pesos justos: buena mañana.
Por el acento parecía aragonés, un acento alto, bien timbrado, lleno, sin vacilaciones.
Sacó los siete pesos de un cajón situado detrás del mostrador, los echó de uno en uno sobre
la deslustrada y resquebrajada madera, haciéndolos sonar, y después los empujó hacia
Echeverría: quedaron como en fila india y eran siete. El Filósofo los recogió de uno en uno,
mientras el español callaba, contemplando la maniobra. Echeverría levantó la cabeza y
sonrió:
-Bien, don Pepe: muchas gracias y hasta pronto.
-Hasta pronto -contestó don Pepe, afirmadas ambas manos en el mostrador, el cuerpo
echado hacia adelante.
Salimos.
-Sin querer -dijo El Filósofo, una vez que estuvimos en la calle-, sin querer y en contra
de su voluntad, lo he incorporado a la razón social Filósofo-Cristián.
-No entiendo -le dije.
-Sí -explicó-; junté tu metal con el nuestro y ahora no sé cuánto es el suyo.
En respuesta me encogí de hombros.
-No pelearemos por el reparto.
Mostró los siete pesos, que apretaba en su mano larga y poco limpia, y dijo:
-Y, para colmo, nos tocó un número difícil: siete. ¿Cuánto es siete dividido entre tres?
A ver cómo ando para las matemáticas superiores: dos pesos para cada uno, son seis pesos;
queda uno, entre tres, treinta centavos; dos pesos treinta para cada uno y sobran diez cobres.
Lo declararemos capital de reserva. Volvamos donde está Cristián.
Cristián continuaba sentado en el mismo lugar, junto a un charco de orines. Sin duda,
habría podido estar allí un año o dos. Se levantó y avanzó hacia nosotros.
-¿Vamos a El Porvenir?
Nadie contestó; daba lo mismo el porvenir que el pasado. El Porvenir era un restaurante
de precios módicos, atendido por su propio dueño, un hombre bajo y rechoncho, de cara
abotagada y llena de manchas rojizas que parecían próximas a manar vino tinto. Unos
ojillos negros miraban sin decir nada. Vestía también, como don Pepe, una chaquetilla
blanca, corta, pero no llevaba camisa sino camiseta, gruesa afranelada, de brillantes
botoncillos. Un mozo de regular estatura, delgado y musculoso, con cara de boxeador que
ha tenido mala suerte o la mandíbula muy blanda, lo secundaba. También llevaba
chaquetilla y camiseta, muy desbocada sin mangas. Pasó un trapo no muy inmaculado
sobre el hule de la mesa y puso en ella sal, ají y un frasco de boca rota, mediado de algo
que quería pasar por aceite.
-¿Qué se van a servir? -preguntó con voz desagradable.
Parecía preguntar dónde queríamos recibir la bofetada.
La voz pareció irritar a El Filósofo.
-¿Usted peleó alguna vez con Kid Dinamarca? -le preguntó, inopinadamente.
-Sí -contestó el mozo, sorprendido y como cayendo en guardia-. Dos veces.
Parecía no haber olvidado sus peleas.
¿Y cómo le fue? -volvió a preguntar El Filósofo, haciendo con los brazos un
movimiento de pelea.
-Las dos veces me ganó por fuera de combate -respondió, honradamente, el mozo.
El Filósofo pareció satisfecho. Dijo:
-Kid Dinamarca fue amigo mío: se llamaba Manuel Alegría. Murió de un ataque al
corazón. Buen muchacho.
Después, cambiando de tono:
Bueno: tráiganos lo de siempre: porotos con asado, pan y una botella de vino.
Eran clientes conocidos y, según deduje, casi no había necesidad de preguntarles qué se
servirían: comían siempre lo mismo. Por lo demás, fuera de porotos y asados, pan y vino y
alguna que otra cebolla en escabeche, no se veía allí nada que se pudiera servir y consumir.
El plato de porotos resultó abundante, y sabroso y aunque el asado, no era un modelo de
asado en cantidad y calidad -era, más bien, tipo suela, muy bueno para ejercitar la
dentadura-, fue acogido y absorbido con los honores de reglamento. El pan no fue escaso, y
el vino, áspero y grueso, lejanamente picado, resultó agradable. Comimos en silencio, como
obreros en día de semana, y allí nos quedamos, reposando.
Aunque estaba satisfecho -era mi primera comida en libertad- no estaba tranquilo; sentía
que no podría permanecer mucho tiempo más con aquellos hombres sin darles alguna
explicación, se sabía qué hacían ellos, se sabía quiénes eran, no se sabía qué hacía yo ni
quién era, y un hombre de quien no se sabe qué hace, de dónde sale ni quién es, es un
hombre de quien no se sabe nada y que debe decir algo. No me asustaba decirlo: lo que me
preocupaba era la elección del momento. El Filósofo parecía pensar en lo mismo, pues dijo,
instantes después de haber engullido el último bocado y bebido el último sorbo de vino:
-Bueno: el almuerzo no ha estado malo y podía haber sido peor o mejor, es cierto, no
hay que ser exigente. Cuéntenos algo ahora. No me cabe duda de que usted tiene algo que
contar. Un hombre como usted, joven, que aparece en una caleta como la de El Membrillo
y acepta lo primero que se le ofrece o encuentra, como si no hubiera o no pudiera encontrar
nada más en el mundo, flaco, además, y con cara de enfermo y de hambriento, debe tener,
tiene que tener algo que contar.
Me miró y como viera que no sabía cómo empezar, quiso ayudarme.
-No se asuste de mis palabras -dijo- y nosotros no nos asustaremos de las suyas; pero, si
no quiere contar nada, no lo cuente.
Lo miré como aceptándolo todo.
-¿Viene saliendo del hospital? -me preguntó.
La pregunta era acertada. Procuré responder del mismo modo.
-Del hospital de la cárcel.
Cristián giró la cabeza y me miró fijamente: por fin algo llamaba su atención. Echeverría
resbaló el cuerpo en la silla y estiró las piernas, como disponiéndose a oír un buen relato.
-¿De la cárcel? -preguntó, e hizo con los dedos de la mano derecha un movimiento en
que los dedos, extendidos, parecieron correr, separados y con rapidez, unos detrás de otros,
hacia el meñique.
No -aseguré.
Y conté, primero, atropelladamente, con más calma después, toda mi aventura. Cristián,
que al principio escuchó con interés, mirándome de rato en rato, inclinó la cabeza y siguió
mirándose las puntas de los zapatos: el relato no le interesaba mucho. Echeverría, no; me
oyó con atención, sonriendo de vez en cuando, como animándome.
-En suma -dijo, cuando terminé-: nada entre dos platos, salvo la enfermedad.
Señaló a Cristián y agregó:
-Ya le he dicho que Cristián habla poco, no le gusta hablar; no sabe hacerlo tampoco y
no tiene mucho que decir. Pero podrá contarle -lo hará si llega a ser amigo suyo- cuentos
mucho más interesantes que el suyo sobre la cárcel, las comisarías, las secciones de
detenidos, la de investigaciones y los calabozos: ha pasado años preso, años, no días ni
meses, años enteros; ha crecido y se ha achicado en los calabozos, ha enflaquecido y
engordado en ellos, ha quedado desnudo y se ha vestido, descalzo y se ha calzado, lleno de
piojos, de sarna, de purgación, de bubones en las ingles y de almorranas; lo han metido
dentro a puntapiés y lo han sacado a patadas, le han hundido las costillas, roto los labios,
partido las orejas, hinchado los testículos, de todo, en meses y meses y años y años de
comisarías y de cárcel. Su cuento es un cuento de Calleja comparado con los que él puede
contarle.
Cuando Echeverría terminó de hablar, miré a Cristián: la cabeza estaba hundida entre los
hombros y el rostro se vela pálido; una venilla tiritaba en su pómulo, cerca del ojo
semicerrado. Sentí que si alguien hubiese hablado de mí en la forma en que Echeverría lo
había hecho de él, no habría podido contener las lágrimas o la ira, las palabras, por lo
menos, pero en él, aparentemente, el recuerdo de su vida no suscitaba nada que se pudiera
percibir, sólo su palidez y aquella venilla que tiritaba en su rostro, cerca del ojo, bajo los
duros pelos de su barba.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora