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Segunda parte

No podía quedarme para siempre ante la puerta de la cárcel. El centinela me miraba con
insistencia y parecía entre curioso y molesto, curioso porque era yo un raro excarcelado: en
vez de irme a grandes pasos, corriendo si era posible, me quedaba frente a la puerta,
inmóvil, como contrariado de salir en libertad, y molesto porque mi figura no era, de
ningún modo, decorativa, y ya es suficiente ser gendarme de un edificio como aquél para que además se le plante allí un ser, macilento y mal vestido, sin miras de querer marcharse.
La verdad, sin embargo, es que de buena gana habría vuelto a entrar: no existía, en aquella
ciudad llena de gente y de poderosos comercios, un lugar, uno solo, hacia el cual dirigir mis
pasos en busca de alguien que me ofreciera una silla, un vaso de agua, un amistoso apretón
de manos o siquiera una palmadita en los hombros; mi amigo se había ido y con él todo lo
que yo tenía en esa ciudad y en ese país. En la cárcel, en cambio, el cabo González me
habría llevado a la enfermería y traídome una taza de ese caldo en que flotan gruesas gotas
de grasa o un plato de porotos con fideos, entre los cuales no es raro encontrar un botón, un
palo de fósforo o un trocillo de género, objetos inofensivos, aunque incomibles, que no
sorprenden más que a los novatos; y allí me habría quedado, en cama, una semana o un
mes, hasta que mis piernas estuviesen firmes y mi pulmón no doliera ni sangrara al toser
con violencia. Pero no podía volver: las camas eran pocas y El Terrible había recibido, por
amores contrariados, una puñalada en el vientre; necesitaban esa cama; estaba más o menos
bien y la libertad terminaría mi curación. Estás libre. Arréglatelas como puedas.
Miré a mi alrededor: desde el sitio en que me hallaba veía la ciudad casa por casa, ya
que la cárcel estaba situada de tal modo, que desde su puerta -desgraciadamente nada más
que desde su puerta- se ofrecía un paisaje amplio, con el mar alejándose hacia el horizonte.
Los barcos fondeados en la bahía parecían, menos que anclados, posados sobre el agua; los
botes, pequeños y negros, se movían con lentitud y seguridad, y los remolcadores, inquietos
y jactanciosos, atravesaban la bahía de acá para allá, haciendo sonar sus campanas y pitos.
Larga era la ciudad, más que ancha, y sus calles seguían la dirección de la playa o se
volcaban en ella.
Empecé a bajar, y mientras lo hice fui reconstruyendo en la mente la parte de la ciudad
que más conocía y que se limitaba al barrio que rodea al puerto; lo había frecuentado
mientras estuve en libertad y vagado días enteros por sus calles de una cuadra o a lo sumo
de dos de longitud; allí debía ir y allí o desde allí buscar dónde encontrar reposo y alguno
que otro bocado.
El puerto era, sin duda, un buen lugar, un precioso lugar en el que uno podía pasarse una
hora, un año o un siglo sin darse cuenta de que pasaba. No se sentía urgencia alguna y hasta
las más primordiales necesidades, como comer, por ejemplo, o dormir, parecían olvidarse,
amenguarse por lo menos, sin contar con que en la plaza o en el muelle se podía dormir,
sentado, claro está, y en cuanto a comer no tenía uno más que atravesar la plaza y entrar, si
poseía dinero, a un restaurante, echarse al coleto un plato de carne o de porotos y volver en
seguida al muelle o la plaza a retomar el mismo pensamiento, el mismo ensueño o el mismo
recuerdo con más vigor ahora, y si no fuese porque uno tiene huesos, tejidos y músculos y
esos malditos músculos, tejidos y huesos necesitan alimentaras y desentumecerse, podría
uno estarse allí hasta el fin de sus días, esperando o no esperando nada, un trabajo, un
amigo o simplemente la muerte; y cuando llega el momento en que es preciso irse, ya que
es imposible quedarse, pues hace frío y está uno agarrotado y debe pensar, a pesar suyo, en
la comida, en el alojamiento o en el trabajo, se da cuenta de que el ser humano es una
poquilla cosa trabajada por miserables necesidades: vamos, andando, a la dichosa comida,
al maldito alojamiento, al jodido trabajo.
Sí, el puerto era un buen sitio, pero era un buen sitio si se tenía salud y dinero, aunque
no se tuviese trabajo, pues cuando uno tiene dinero y salud para qué diablos necesita
trabajo; pero no tenía ni la una ni el otro y ni siquiera tenía domicilio; viví, mejor dicho,
dormí, mientras estuve, en libertad, en estos dormideros en cuyas habitaciones no hay más
que un duro lecho y unos clavos en la pared, nada de lavatorios ni de baños y nada,
tampoco de frazadas o de sábanas; sábanas no hay a ningún precio, y en cuanto a frazadas,
si eres tan delicado que necesitas, taparte consigo para dormir, págalas extra: llega uno a las
diez o a las once de la noche, paga y entra al cuarto, no más de cuatro metros cuadrados, y
se tiende, no hay puertas; de otro modo, esto se llenaría de maricones; se duerme
decentemente, a puertas abiertas; es mejor para la salud, hay una sola luz para todos los
cuartos, que no son más que divisiones de poca altura hechas con tablas y papel en una
vasta sala, ¿y para qué quieres luz?; estás cansado o hambriento y sólo necesitas obscuridad
y descanso, dormir o pensar; no sabes quién duerme en el cuartucho vecino; puede ser un
asesino, un vicioso, un atormentado, un enfermo, hasta quizá alguien que se está muriendo -
como el borracho que agonizó toda una larga noche, con el vientre abierto, y a quien
hacíamos callar cuando se quejaba, sin saber que se moría-: de todos modos, déjalo estar:
querrá morir, tranquilo o no, y para eso no necesita luz ni compañía. Mañana, a las cuatro o
a las cinco, se levantarán los primeros, tosiendo y escupiendo en las paredes, en el suelo, en
donde cae -no van a andar eligiendo a esa hora-; algunos ni siquiera se habrán desvestido,
¿para qué?, y saldrán andando hacia el puerto, hacia el mercado, hacia las caletas de los
pescadores, hacia las imprentas o hacia las caletas de los pescadores, hacia las imprentas o
hacia el hospital; otros se levantarán más tarde, pero nadie, ni aún los enfermos, estarán allí
después de las ocho, pues ninguno, por una especie de íntimo pudor, esperará que el mozo
venga a decirle que ya es hora de marcharse, y tendrás que irte, echándote en la cara, a la
pasada, un manotazo de agua cogida en la llave del excusado, un excusado sin toallas, sin
jabón, con los vidrios rotos, las murallas pintadas con alquitrán, el suelo cubierto de papeles
con manchas amarillentas: «Se ruega no echar los papeles en la taza».
No podía quedarme en el puerto; tenía que buscar, antes que nada, alojamiento; para
ello, sin embargo, necesitaba encontrar dónde y cómo ganar los centavos para la cama y la
frazada, poco dinero, ya que la cama valía sesenta y veinte la frazada; pero eso era lo
principal: dormir abrigado, aunque no comiese; el dormir sobre el piso de cemento, sin
abrigo alguno, orinándome de frío, me produjo la pulmonía y ésta trajo como consecuencia
una terrible cobardía, no de la muerte sino de la enfermedad y de la invalidez; y en el
puerto no conseguiría dinero; era preciso trabajar en faenas fuertes y sostenidas. Imposible:
debía seguir, mirando de reojo el mar, el muelle, las embarcaciones, envidiando a los
hombres que conversan o enmudecen, toman el sol y fuman; tienen buena salud y pueden
resistir; yo no.
Avancé por una calle, luego por otra, sorteando a los grupos de hombres que esperan se
les llame a cargar o a descargar, a limpiar o a remachar, a aceitar o a engrasar, a arbolar o a
desarbolar, a pintar, enmaderar o raspar, pues ellos pueden enmaderar y raspar, pintar,
desarbolar o arbolar- engrasar o aceitar, remachar y limpiar, cargar y descargar el universo,
con estrellas, soles, planetas, constelaciones y nebulosas, con sólo pagarles un salario que
les permita no morirse de hambre y proporcionarles los medios de llegar al sitio necesario,
insistentes y pequeños hombrecillos, constructores de puertos y de embarcaciones,
extractores de salitre y de carbón, de cobre y de cemento; tendedores de vías férreas, que no tienen nada, nada más que la libertad, que también les quisieran quitar de charlar un rato
entre ellos y de tomarse uno que otro gran trago de vino en espera del próximo o del último
día.
Hacia el sur termina de pronto la ciudad y aparecen unas barracas o galpones
amurallados. ¿Qué hay allí? Ratas y mercaderías, no se escucha ruido alguno, la falda del
cerro acompaña a la calle en sus vueltas y revueltas y alzando la vista se puede ver en lo
alto, unos pinos marítimos que asoman sus obscuras ramas a orillas del barranco. Los
tranvías van y vienen, llenos de gente, pero la calle se ve desierta y apenas si aquí y allá
surge algún marinero o algún cargador con su caballo. La soledad me asusta: quiero estar
entre hombres y mujeres, y más que entre mujeres entre hombres a quienes acercarme y
pedir consejo o ayudar en sus trabajos, si son livianos. Los qué pasaban me miraban con
curiosidad y hasta con cierta extrañeza y estaba seguro de que, alejados unos pasos se
volvían a mirarme. ¿Qué figura haré caminando bajo el viento y el sol, a orillas del mar?
Siento que a mi alrededor y más allá resuena un vigoroso latido, una grave y segura
pulsación, al mismo tiempo que una alegre y liviana invitación al movimiento y a la
aventura; pero tengo miedo y no quiero dejarme llevar ni ser tomado por algo violento: por
favor, déjenme tranquilo, mi pulmón no está bueno. ¿Y cómo será la herida? Si pudiera
mirar, ¿acaso la vería? ¿Cómo es grande, pequeña, seca, húmeda, de gruesos o delgados
labios, apretada o suelta? Es curioso: ha visto uno fotografías y dibujos de corazones y de
estómagos, de hígados y de pulmones y sabe, más o menos, cómo son y hasta podría
describirlos y quizá dibujarlos, es decir dónde están en el cuerpo del hombre y qué
funciones tienen; pero cuando se trata de nuestro corazón, de nuestro estómago, de nuestro
hígado o de nuestros pulmones, no sabe uno nada, ni siquiera dónde exactamente están,
mucho menos lo sabe cuando se enferman, entonces, el dolor parece convertirlos en algo
extraño y hostil, independiente de nosotros y dotados de una propia y soberbia
personalidad.
De pronto terminó el muro y apareció el mar.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora