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Avanzada la noche, piquetes de policías armados de cabinas y equiparados para
amanecerse patrullaron la ciudad. Iban mandados por oficiales y marchaban en filas de tres
o cuatro hombres. Las pisadas de los animales resonaban claramente sobre el pavimento. Se
veían aún grupos de civiles en las calles, sobre todo donde un foco o un farol escapó a las
piedras; conversaban con animación y contaban cómo sucedió esto y aquello; cómo
huyeron ante una carga o cómo le hicieron frente; cuántos tranvías fueron volcados y cómo
y cuántos y cuáles almacenes fueron saqueados. El motín concluyó no tanto porque la gente
sintiera apetito y se fuera a su casa a comer, cuanto porque el motivo que lo encendiera no
daba para más: rotos algunos faroles y tumbados o destruidos unos pocos tranvías, no
quedaba gran cosa que hacer y no había por qué hacer más; no se trataba de una revolución.
Al escuchar el ruido de los cascos de los caballos sobre el pavimento, algunos grupos se
disolvían, desapareciendo los hombres por aquí y por allá, con gran rapidez, como si de
pronto recordaran que tenían algo urgente que hacer; otros, menos tímidos, permanecían en
el sitio, aunque callaban o cambiaban de conversación. El oficial al mando del piquete, con
una voz que resultaba extrañamente amable después de las cargas de la tarde, rogaba al
grupo que se disolviera y los hombres accedían, alejándose con lentitud, generalmente de a
parejas; pero algunos preguntaban, sin moverse de donde estaban:
-¿Estamos en estado de sitio?

El oficial, siempre con voz amable, respondía:
-No, pero hay orden de no permitir grupos en las calles.
A veces agregaba:
-Hay muchos maleantes.
El hombre protestaba, entonces:
-No somos ladrones.
-No importa -decía el oficial, con una voz ya menos amable-. Les ruego retirarse.
Si el hombre agregaba cualquiera otra observación o protesta, el oficial avanzaba el
caballo hacia el grupo. No tenía, tampoco, muchos recursos verbales.
Pero nadie ofrecía resistencia. En cuanto a mí, vagaba de grupo en grupo y escuchaba
las conversaciones, buscando otro cuando aquel en que estaba se disolvía; se unían y se
desunían con igual rapidez y no era raro encontrar en esta esquina a la mitad de los
individuos que un momento antes estaban en aquélla. Aunque el motín se daba por
concluido, mental y verbalmente continuaba. No hablaba; escuchaba nada más, y sólo
cuando en un grupo me miraron dos o tres veces, sorprendidos los hombres de que no dijera
ni jota, me atreví a hacerlo y empecé a contar cómo había logrado escapar de la carga de la
policía; pero un hombre me interrumpió y contó algo parecido a lo que yo iba a contar, con
la diferencia de que él no había huido; su narración resultó entretenida y no me atreví a
tomar de nuevo la palabra. Cerca de la medianoche, vagando por aquí y por allá, me fui
acercando al dormidero; esta cansado y tenía hambre. Desemboqué en una avenida de doble
calzada, en cuyo centro se abría el cauce de un estero -era la avenida en que el compañero
del hombre-cuchillo-mellado-pero-peligroso había herido al hombre-cuadrado-bueno-para-
empujar-y-derribar-; aquel cauce estaba ahí quizá si desde que la tierra sudamericana se
levantó del fondo de los mares o desde que el gran trozo de materia que hoy forma la luna
fue arrebatado a nuestro planeta, dejando en él el hueco que el Pacífico se apresuró a llenar;
por él habían bajado y seguían bajando las aguas lluvias de las quebradas vecinas, y aunque
en sus márgenes se levantaron casas, se trazaron y se hicieron avenidas, se plantaron
árboles y se tendieron líneas de tranvías, continuaba abierto, sirviendo de morada a gatos,
perros, ratones, pulgas, vagos, maleantes, mendigos, piojos, asesinos que allí vivían y allí, a
veces, morían, entre tarros vacíos, trapos, cajones desarmados montones de paja y de
ramas, piedras, charcos de fango y animales muertos; el maleante que alcanzaba a llegar a
sus rodillas, techadas a medias por alerones de concreto y se arrojaba en él, desaparecía
como un conejillo en el sombrero de un prestidigitador; la policía no se atrevía a meterse en
el cauce, que parecía tener, o por lo menos así se decía, comunicaciones con el
alcantarillado de la ciudad. Generaciones enteras de vagos habían surgido de aquel cauce;
de las pocilgas en que nacían, pasaban al cauce, del cauce a las aceras a pedir limosna o a
robar; después a las comisarías y correccionales; de las comisarías y correccionales del nuevo al cauce, otra vez, a la cárcel, al hospital o al presidio o a la penitenciaría, a cumplir
sentencias mayores. Por fin morían y algunos morían en el cauce.
Se veía poca gente en la avenida y avancé hacia la esquina que formaba con una calle
ancha y empedrada con piedras de río; sacadas, quién sabe cuánto tiempo atrás del
milenario cauce; tenía no más de una cuadra de largo y era llamada Pasaje Quillota; pasaje
no sé por qué, ya que era una señora calle, llena de negocios de toda clase, cantinas y
restaurantes principalmente, que hervían de clientela desde la puesta del sol hasta mucho
más allá de la medianoche, y como si los negocios con patentes de primera, de segunda o
de tercera categoría -expendio de alcoholes- fueran insuficientes, existían otros en las
aceras y hasta en la calzada: ventas de frutas, de pescado frito, de embutidos, de empanadas
fritas, de dulces, de refrescos, hasta de libros. Hombres y mujeres cubiertos de sucios
delantales fabricaban allí sus mercaderías o las recalentaban, ofreciéndolas después a grito
pelado. La calle ascendía hacia el cerro y por ella paseaban, después de la puesta del sol,
centenas de personas, ya que el cerro era muy poblado y se comunicaba, además, con otro
cerro, igualmente poblado. El obrero que entraba al pasaje, en viaje a su casa, y lograba
llegar a su final sin detenerse y entrar a una cantina, podía felicitarse de haberse librado de
la tentación, pero eran pocos los que llegaban a la esquina en que el pasaje doblaba y moría,
y eran pocos porque los bares, con sus grandes planos, sus enormes planos automáticos,
que mostraban paisajes en que se veía salir y trasladarse el sol, la luna y las estrellas, caer
saltos de agua y nadar cisnes y desfilar pálidos caballeros y enamoradas damiselas; sus
interminables hileras de botellones en que resplandecían, iluminados por la luz de las
ampolletas eléctricas, el morado vino y la ocre o rosada chicha; sus camareras de toca y
delantal blanco, que los parroquianos manoseaban a gusto y que solían aceptar uno que otro
brindis y tal cual invitación para actos menos públicos que el de beber una copita, tenían
una enorme fuerza atractiva. Por lo demás, ¿a quién le hace mal una cervecita, un traguito
de chicha, un sorbito de vino o una buchadita de aguardiente? A nadie. Vamos, hombre, no
seas así; un ratito nada más, todavía es temprano. -Sí, pero la señora está enferma. -¡Y qué!
No se va a morir porque llegues una media hora más tarde. -Es que le llevo unos remedios
aquí. -Después se los das. Mira, ahí está la que te gusta, la Mariquita. -Está buena ¿no? -
¡Qué hubo! ¡Cómo les va! ¿Qué se habían hecho? -Nada, pues, sufriendo por no verla. -
¡Vaya! ¿Qué les sirvo? -Pasaba un paño sobre la mesa-. -La chicha está de mascarla; pura
uva. Un doble será... -Un doble, o sea, dos litros. Buen trago. Sírvase usted primero,
Mariquita. Sáquele el veneno. A su salud.
Miradas desde la calle, las cantinas, con sus barandillas de madera, sus mesones, sus
luces, sus decenas de mesas y de sillas, parecían no tener fin y se podía entrar y sentarse y
estarse allí una noche entera bebiendo y al día siguiente y al subsiguiente y una semana y
un mes y un año, perderse o enterrarse para siempre, sin que jamás se lograra terminar con
el vino, la chicha, la cerveza, el aguardiente, las cebollas en vinagre, los emparedados, las
ensaladas de patas de chancho con cebolla picada muy fina y con mucho ají, oh, con
mucho, con harto ají, que es bueno para el hígado; y algunos hombres salían a la calle con
una terrible cara, una cara como de parricida convicto y confeso: se había acabado el dinero
a media borrachera; y otros, riendo a carcajadas e hipando entre risa y risa, y ése vomitando
junto al brasero en que el comerciante de la acera recalienta por vigésima vez las presas de
pescado -«no me vaya a ensuciar la mercadería, señor»-, y aquél, meando cerveza durante
cuartos de hora, y éste, sin saber dónde está ni para dónde ir ni de dónde viene, la mirada perdida, los pantalones caídos, la camisa afuera, y el de más allá, serio, reconcentrado,
mirando el suelo, como preocupado de un grave problema, pero sin moverse, y otros
peleando a bofetadas, derribando los canastos con peras y los mesones con embutidos. -
«¡Qué les pasa, babosos!, vayan a pelear a otra parte»-. El día sábado casi no se podía
andar, de tal modo había gente, gente dentro, gente afuera, gente que pasaba o esperaba al
amigo, a la mujer o alguien que convidara.
Aquella noche no era noche de sábado, pero era noche y la calle estaba bastante
concurrida. Sucedió lo que podía haberse esperado: muchos de los que tomaron parte en el
motín, rompiendo faroles o tumbando y destrozando tranvías, o solamente gritando mueras
o vivas, fueron a parar allí; la excitación sufrida les impidió retirarse a sus casas; era un día
extraordinario, un día de pelea, diferente a los otros, rutinarios, en que sólo se trabaja, y era
necesario comentarlo y quizá celebrarlo. Tengo mucha sed y no me vendría mal un vasito
de cerveza, o, mejor, de chicha. ¿Tiene sandwiches? Sí, uno de lomo y otro de queso; sí,
con ajicito. Era fácil entrar; lo difícil era salir, excepto si se acababa el dinero o lo echaban
a uno a la calle por demasiado borracho; pero estamos entre amigos y tengo plata; sírvase,
compañero, no me desprecie; otro doble y nos vamos. Estuvo buena la pelea, ¿no es cierto?
El mesonero, de gorro blanco, gordo y muy serio, ayudado por varios muchachos, llenaba
sin cesar vasos de cerveza, de vino, de chicha, de ponche, hacía emparedados o preparaba
ensaladas que los clientes engullían con aterradora velocidad. Se percibía un olor a vinagre,
un olor ardiente y picante que hería las mucosas y que salía hasta la calle, en donde
provocaba excitaciones casi irresistibles. Sonaba el piano, hablaban los hombres, gritaban
las camareras, y un humo denso llenaba todo el local; puchos en el suelo, escupitajos en el
suelo, sombreros en el suelo, aserrín, trozos de pan, pellejos de embutidos; algún perro,
pequeño y peludo, vagaba entre las mesas. Siempre, adentro o afuera, ocurrían riñas,
sonaban gritos destemplados o estropajosos y se veían bocas desdentadas, ojos magullados
y camisas destrozadas y con manchas de vino o de sangre.
-¡Pégale, pégale!
-¡Déjenlos que peleen solos!
Aquella noche los hombres, excitados primero por el motín y luego por el alcohol, salían
de las cantinas a la calles, a alta presión, llevándose todo por delante y dejando escapar
tremendas palabras. ¡Qué se han creído estos policías tales por cuales! !Abajo los verdugos
del pueblo! Nunca faltaban dos o tres policías que no tomaban presos sino a los que ya era
imposible soportar, a los que peleaban o a los que destrozaban los frágiles establecimientos
de los vendedores callejeros; a los demás les acompañaban a veces hasta la esquina,
aconsejándoles cómo debían irse y por dónde. Váyase derechito y no se pare por ahí.
Bueno, mi sargento, murmuraba tiernamente el borracho, obedeciendo a ese impulso que
hace que el hombre que se siente un poco culpable tienda a subir de grado al policía que le
habla. No era raro el caso del carabinero que regresaba de su turno como una cuba. La
gente había estado generosa. -Oiga, mi cabo -decía el borracho, en voz baja-, venga a
tomarse un traguito. El policía, después de mirar hacia todas partes y de pasarse
nerviosamente los dedos por el bigote, accedía, echándose al coleto su cuarto o su medio
litro de licor, fuese el que fuere y de un trago. Tres o cuatro invitaciones y luego la
suspensión o la noche de calabozo. -No estoy ebrio, mi teniente -aseguraba el infeliz, que apenas podía abrir los ojos. -Échame el aliento. El oficial retrocedía, casi desmayándose. -
¡Al calabozo, caramba! ¡Vienes más borracho que un piojo!
Esa noche fue diferente. La pelea había sido contra la policía, que durante el motín hirió
a algunos y detuvo a muchos, y los borrachos, a pesar de su tendencia a contemporizar y ser
magnánimos, no lo olvidaban; algunos de ellos, incluso, habían recibido uno o dos palos o
gateado por entre las patas de los caballos; y allí estaban ahora los odiados policías de toda
la vida: sus ropas de color verdoso eran más feas que otras veces; sus quepis más
antipáticos que un día atrás; ridículas sus chaquetas con botones dorados e irritantes sus
botas demasiado económicas, que no eran botas sino simples polainas. Un borracho metió
sus puños bajo las narices del policía y gritó, llenando de vinosa saliva la cara del
representante de la ley, los más atroces denuestos contra el cuerpo de policía y sus
semejantes y parientes, y exasperado por la tranquilidad del cuidador del orden público, que
se encontraba solo en ese momento, le dio un vigoroso empujón, como para animarlo. El
policía retrocedió unos pasos y llamó al orden al exaltado; pero lo mismo habría sido
pedirle que rezara una avemaría; el borracho, excitado por otros y aprovechando la
oportunidad de se ellos varios y uno solo le agente, volvió a empujarlo, a lo cual el
representante de la autoridad contestó sacando un pito y pidiendo auxilio. El otro policía,
estacionado en la esquina del pasaje que daba al cerro, acudió, y el borracho, que arremetió
entonces contra los dos, recibió en la cabeza un palo que le bañó de sangre la cara, siendo
además, ante la sorpresa de sus compinches, llevado preso.
La noticia corrió por las aceras y las cantinas: ¡La policía ha pegado a un hombre y lo ha
llevado detenido! La comisaría estaba a unas dos cuadras de distancia y los policías
regresaron luego, acompañados de un piquete de a caballo. ¡A ver, quiénes son los guapos!
Los guapos eran decenas: el alcohol llenaba a los hombres de una euforia incontenible y de
un valor irreflexivo que los hacía despreciar la comisaría, los palos, los sables, los caballos
y sus jinetes. ¿Soy chileno y nadie me viene a entrar el habla, mucho menos un policía
mugriento como tú! ¡Pégame, carajo! ¡Aquí tienes un pecho de hombre! Se abrían a tirones
la camisa, haciendo saltar los botones y desgarrando los ojales, mientras adelantaban el
velludo pecho. La policía, que agotó de una vez sus recursos y reacciones verbales, se
mostró menos heroica: cogió a los hombres y se los llevó a tirones, les pegó cuando se
defendían, los arrastró cuando se resistían y los entregó, finalmente, a los policías de a
caballo, que los tomaron de las muñecas y se los llevaron, casi en el aire, al galope; los
borrachos tropezaban en las piedras y aullaban al sentir que sus axilas estaban próximas a
desgarrarse, que sus pantalones caían y que sus demás ropas eran destrozadas. Los
mesoneros y las camareras salieron a la calle y las cantinas quedaron vacías. Los
comerciantes de las aceras, hombres prudentes a pesar de su escaso capital, levantaron sus
establecimientos. El porvenir no era claro para el comercio minorista.
Yo comía mi presa de pescado y miraba. Tenía hambre y la edad del pez de que
provenía la presa me era indiferente, aunque tal vez habría logrado sorprenderme el saberla.
La habría comido, sin embargo, aún en el caso de que se me hubiese probado que la
pescada era originaria del Mar Rojo y contemporánea de Jonás. Olía, de seguro, de un
modo espantoso, pero ¿a dónde irían a parar los pobres si se les ocurriera tener un olfato
demasiado sensible? La miseria y el hambre no tienen olfato; más aún, el olfato estorba al
hambriento. La corteza, es la palabra más exacta, que la recubría, sonaba entre los dientes como la valva de un molusco y no tenía semejanza alguna con el perfumado y tierno batido
de pan rallado y huevo con que las manos de mi madre envolvían, en un tiempo que ya me
parecía muy lejano, otras presas de pescado o de carne. No obstante, aquella calidad
resultaba agradable para mis dientes, que sentían y transmitían la sensación de un
masticamiento vigoroso. Me la comía, pues, parado en la esquina. Estaba caliente y
desprendía un vahecillo que me entraba por las narices y me las dilataba como las de un
perro. La presa se abría en torrejas que mostraban gran propensión a desmigajarse, como
aburridas ya de pertenecer a un todo que demoraba tanto tiempo en desintegrarse. Al darle
el bocado, y para evitar que se perdiera algo, echaba la cabeza hacia atrás, de modo que lo
que cayera no se librara de mis fauces. Cada trocito era un tesoro inestimable. Me habría
comido diez o veinte presas y sólo tenía dinero para una y un panecillo. Estaba hambriento
y comía y miraba. El pescadero, que parecía hecho de un material semejante al de la presa,
me había dado, junto con ella, un trozo de papel que me servía para tomarla, evitando así
ensuciarme las manos, ya que la presa rezumaba una transpiración oleaginosa de dudoso
origen. Comía y miraba.
-¡Qué le parece! -dijo el pescadero, cuando el palo del policía rebotó contra la cabeza
del borracho, quebráronse con la violencia del golpe-. Otras noches aceptan todo lo que los
dan de beber, sin mirar lo que es y con tal de que no sea parafina; pero hoy los caballeros
están de mal humor...
Terminé de comer mi presa de pescado y arrojé al suelo el pedazo de papel,
limpiándome después los dedos en los pantalones; aquel aceite era capaz de atravesar no
sólo una hoja de papel, sino que hasta las planchas de la amura de babor de un acorazado.
Ignoro qué me llevó, a última hora, a meterme en aquella pelea de perros, pues no otra
cosa parecía, pero fui sintiendo, de a poco, un desasosiego muy grande y una ira más
grande aún contra la brutalidad que se cometía. Un borracho se había portado de un modo
insolente y tal vez había merecido lo que se le dio, pero eso no era bastante motivo para que
todos los demás fuesen tratados de igual modo. Los policías, ya deshumanizados, como los
boticarios -aunque con un palo en la mano; era una deshumanización de otro orden-,
procedían mecánicamente, tomando a los hombres por las muñecas, retorciéndoles los
brazos, pegándoles cuando se resistían a marchar y entregándolos en seguida a los policías
montados, que partían al galope, arrastrando al hombre. Decidí irme: aquello terminaría
mal para alguien o para todos. Uno de los hombres, no bastante ebrio, pero excitado, al ser
tomado sacó una herramienta, un formón, quizá un destornillador; fue abofeteado y
apaleado. Y los policías no esperaban ya la provocación de los borrachos: recorrían la calle
de arriba abajo y entraban a empujones en los grupos, apartando a los hombres
violentamente; una queja, una protesta, una mirada bastaban y el hombre era llevado hacia
la esquina. Todo había sido provocado por el empujón que un borracho diera a un policía.
Empecé a atravesar la avenida. Sentía que los puños se me cerraban y se abrían
espasmódicamente, fuera de mi control. Cuando iba justamente en mitad de una de las
calzadas, sentí un griterío; me di vuelta; dos policías a caballo llevaban un hombre. Lo
miré; le habían pegado o había caído y su cara estaba llena de sangre. Mecánicamente
también, sin pensar en lo que hacía, terminadas todas mis reacciones mentales, me incliné,
recogí una piedra y la lancé con todas mis fuerzas hacia uno de los policías. Vi que el
hombre soltaba al borracho y vacilaba sobre su caballo. Huí. Al llegar a la acera me detuve
y miré hacia atrás. No pude ver nada: un dolor terrible me cruzó la espalda. Me di vuelta de
nuevo; ante mí, con el brillante sable desenvainado, se erguía un agente de policía. ¿De
dónde había salido? Nunca lo supe, a pesar de que el cauce estaba a menos de veinte metros
de distancia.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora