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Yo no tenía, en cambio, a nadie: la familia de mi madre parecía haber desaparecido. Era
originaria de algún punto de la costa de Chile central, regiones a que no llegan sino débiles
y tardíos rumores del mundo y en donde las familias se crean y destruyen, aparecen y
desaparecen, silenciosamente, como aparecen y desaparecen los árboles y los bosques, no
quedando de ellas, en ocasiones, más, que la casa, ya medio derruida, en que sus principales
miembros nacieron, vivieron y murieron. Los hijos se van, los padres mueren y queda quizá
algún ahijado, un primo tercero o un compadre o nieto del compadre, que no recuerda, de
puro viejo, nada, ni siquiera en qué año vivió o murió el último de sus parientes.
-¿La Rosalía? -preguntaría, ladeando la cabeza y mirando hacia el sol con sus ojos
velados por cataratas ya maduras-. ¿No era hija del finado Hilario González?
-Mi madre hablaba de sus parientes colaterales en tal forma, que parecía que habían
estado siempre muertos. Sus padres habían fallecido bastantes años antes que ella, y en
cuanto a sus hermanos, dos de ellos seres casi fabulosos, estaban también muertos o
desaparecidos, excepto uno, más muerto que todos, que yacía en el fondo de algún
convento.
No tenía en Chile hacia quién volver la cara; no era nada para nadie, nadie me esperaba
o me conocía en alguna parte y debía aceptar o rechazar lo que me cayera en suerte. Mi
margen era estrecho. No tenía destino desconocido alguno; ignoraba qué llegaría a ser y si
llegaría a ser algo; ignoraba todo. Tenía alguna inclinación, pero no tenía dirección ni nada
ni nadie que pudiera guiarme o ayudarme. Vivía porque estaba vivo y hacía lo posible -mis
órganos me empujaban a ello- por mantenerme en ese estado, no por temor al sufrimiento.
Y veía que a toda la gente le sucedía lo mismo, por lo menos a aquella gente con quien me
rozaba: comer, beber, reír, vestirse, trabajar para ello y nada más. No era muy entretenido,
pero no había más; por lo menos no se veía si había algo más. Me daba cuenta, sí, de que
no era fácil, salvo algún accidente, morir y que bastaba un pequeño esfuerzo, comer algo.
abrigarse algo respirar algo para seguir viviendo algo. ¿Y quién no lo podía hacer? Lo hacía
todo el mundo, unos más ampliamente o más miserablemente que otros, conservándose
todos y gozando con ello. Existir era barato y el hombre era duro; en ocasiones,
lamentablemente duro.
Bajé las gradas de piedra de aquella escalera, pero despacio, sin apresurarme, como si en
cada una de ellas mis pies encontraran algo especial, y llegué a la arena. Desde allí volví a
mirar; a la derecha se levantaba, sobre una elevación rocosa, la estatua de un San Pedro, de
tamaño natural, con su túnica de grandes pliegues y su calva de apóstol. Esta calva era, cosa
curiosa, de color blanco en oposición al resto del cuerpo, de las manos y de la cara -ya que
no se veía otra parte, excepto las puntas de los pies-, que era gris verdoso; el manto
mostraba también aquí y allá manchas blancuzcas. ¿Por qué y de dónde aquel color? Una gaviota se erguía sobre la cabeza del santo, haciendo juego con otra, posada, unos metros
más allá, sobre el penol de un mástil que debía tener algún fin patriótico.
Seguí mirando; los dos hombres daban la impresión de que eran nacidos en aquella
playa llena de cabezas de sierra, tripas de pescado, aletas de azulejos, trozos de tentáculos
de jibia y tal o cual esqueleto de pájaro marino: hediondo, además, a aceite de bacalao y
decorada por graves alcatraces. No eran, sin embargo, pescadores, que era fácil reconocer
por sus sombreros sin color y sin forma determinada, sus pies descalzos, sus inverosímiles
chalecos -siempre más grandes que cualesquiera otros y que nunca parecen ni son propios,
como los de los tonies- y sus numerosos suéteres, no. Sus vestimentas, por lo demás, no
decían nada acerca de sus posibles oficios, ya que una chaqueta verdosa y lustrada, con el
forro, y la entretela viéndose tanto por encima como por debajo, con unos bolsillos que más
eran desgarraduras y unos pantalones con flecos y agujeros por todas partes, no podían dar
indicios sobre sus sistemas de ganarse la vida. De una cosa, sin embargo, se podía estar
seguro: sus rentas no llegarían a incomodarlos por lo copiosas.
Por su parte, también me miraron, uno primero, el otro después, una mirada, de
inspección, y el primero en hacerlo fue el que marchaba por el lado que daba hacia la calle
y cuya mirada me traspasó como un estoque: mirada de gaviota salteadora, lanzada desde la
superficie del ojo, no desde el cerebro, y estuve seguro de que mi imagen no llegó, en esa
primera mirada, más allá de un milímetro de su sistema visual exterior. Era para él un
simple reflejo luminoso, una sensación desprovista de cualquier significado subjetivo. No
sacó nada de mí: me miró como el pájaro o el pez miran al pez, o al pájaro, no como a algo
que también ro está vivo, que se alimenta de lo mismo que él se alimenta y que puede ser
amigo o enemigo, pero que siempre es, hasta que no se demuestre lo contrario, enemigo.
Era quizá la mirada de los hombres de las alcantarillas, llena de luz, pero superficial, que
sólo ve y siente la sangre, la fuerza, el ímpetu, el propósito inmediato. Desvió la mirada y
pasó de largo y le tocó entonces al otro hombre mirarme, una mirada que fue la recompensa
de la otra, porque éste, sí, éste me miró como una persona debe mirar a otra, reconociéndola
y apreciándola como tal desde el principio; una mirada también llena de luz, pero de una
luz que venía desde más allá del simple ojo. Sonrió al mismo tiempo, una sonrisa que no se
debía a nada, ya que por allí no se veía nada que pudiera hacer sonreír; tal vez una sonrisa
que le sobraba y de las cuales tendría muchas. Una mirada me traspasó la otra me
reconoció. Seguí mirando. ¿Qué miraban y qué recogían y qué guardaban o despreciaban?
El oleaje era ininterrumpido y era así desde siglos atrás; pegaba con dureza sobre la arena,
gruesa y lavada en la orilla, delgada y sucia cerca de la calle; no era limpia, sino la que
lavaba el oleaje; la demás no era lavada por nadie y nadie, por lo demás, parecía
preocuparse de eso ni observarlo; lejos de las olas, la basura se amontonaba en la playa. El
agua llegaba a veces hasta los pies de los hombres -¿para qué hablar de su calzado?-, que
debían dar unos pasos hacia la calle para huir de ella, no por el temor de mojarse los
zapatos sino por el de mojarse los pies.
Miré hacia la arena; algunos granos eran gruesos como arvejas, verdosos o amarillos.
¿Qué podía haber allí, que valiera la pena recoger? Uno de los hombres se inclinó y recogió
algo que miró con atención, pero, sin duda, no era lo que esperaba, pues lo arrojó a un lado.
Debió ser algo pequeño, tal vez del tamaño de aquellos granos de arena, ya que no vi en
qué parte cayó; no hizo ruido, ni advertí bulto alguno. Caminé unos pasos, no en la dirección que los hombres llevaban, para que no creyeran que los seguía, sino en dirección
contraria, inclinando la cabeza y mirando al suelo con atención; si allí había algo que se
pudiera encontrar, lo encontraría. No encontré nada; arena húmeda, eso era todo. Pero
aquellos individuos, a pesar de su aspecto, no tenían cara de locos y algo buscaban y algo
recogían.
Me enderecé en el momento que giraban; alcanzaron a verme inclinado, pues me dieron
una más larga mirada; sentí vergüenza y quedé inmóvil en el sitio. Avanzaron lentamente,
como exploradores en un desierto, mirando siempre hacia el suelo, con tanta atención que
pude observarles a mi gusto: uno de ellos, el de la mirada de pájaro, tenía una barba
bastante crecida, de diez o más días, vergonzante ya, y se le veía dura, como de alambre,
tan dura quizá como su cabello, del cual parecía ser una prolongación más corta, pero no
menos hirsuta; el pelo le cubría casi por completo las orejas, y no encontrando ya por dónde
desbordarse decidía correrse por la cara, constituyendo así, sin duda en contra de las
preferencias de aquel a quien pertenecía la cabeza, una barba que no lo haría feliz, pero de
la cual no podía prescindir así como así. El hombre se acercaba y desvié la mirada: no
quería encontrarme con sus ojos. A pesar mío, me encontré con ellos, no por casualidad
sino porque su mirada era de tal modo penetrante, que no pude resistir a la idea de que me
miraba y lo miré a mi vez. De nuevo pareció traspasarme. «¿Qué quieres, quién eres, qué
haces aquí?», pareció preguntar aquella mirada y agregar, como en voz baja y aparte: «¿Por
qué no te vas, imbécil?», y pasó. El otro hombre no me miró; tal vez me había olvidado, no
advertía que seguía allí o, sabiendo que estaba, no se preocupaba más de ello: era otro
hombre más en la playa. Sentí, sin embargo, desilusión y vergüenza: esperaba otra sonrisa.
No podía avanzar ya que me habría metido al agua, ni moverme a lo largo de la playa en
dirección contraria o favorable a la que ellos llevaban, pues eso habría sido hacer lo mismo
que ellos; además, ¿para qué?; no me quedaba otro recurso que volver a subir las gradas y
salir a la calle, pero ¿por qué irme? La caleta era pública y los únicos que podían reclamar
propiedad sobre ella eran los pescadores que conversaban alrededor de los botes, abriendo
con sus cortos cuchillos los vientres de los pescados, riendo algún chiste o callando durante
largos ratos sin hacer el menor caso de los hombres y de mí. Además, sentía, no sé por qué,
que no debía irme: algo saldría de allí, no sabía qué, pero algo. Por otra parte, ¿a dónde ir?
Pero quedarme allí de pie e inmóvil era lo peor que podía hacer; debía moverme hacia
algún lado, meterme al agua si era necesario. Los hombres se alejaron de nuevo y
aproveché su alejamiento para echar nuevas miradas a la arena. ¿Qué demonios buscaban y
qué diablos recogían? De pronto vi algo brillante, perdido a medias entre los húmedos y
gruesos granos de arena; me incliné y lo recogí, examinándolo: era un trocillo de metal, de
unos cinco centímetros de largo y unos tres de grueso, brillante y más bien liviano, liso por
una de sus caras y áspero y opaco por las otras. ¿Qué podía ser? No tenía idea, pero no era
oro ni plata, que no es difícil reconocer, ni tampoco plomo o níquel; cobre o bronce tal vez,
pero elaborado. El trocillo parecía haber formado parte de otro trozo más grande o más
largo, del que se hubiera desprendido violentamente, ya que mostraba unas esquirlas en las
puntas. Lo apreté en una mano y esperé. Ya tenía algo.
Los hombres giraron en el extremo de la playa e iniciaron un nuevo viaje. Allí me
quedé, apretando en el puño el trocillo de metal, vacilando sobre lo que debería hacer, si
preguntar a los hombres qué buscaban, ofreciéndoles lo hallado si resultaba ser eso, o seguir buscando, juntar varios trozos y averiguar después con alguien, quizá con algunos de
los pescadores, qué era aquello y si tenía algún valor comercial. Claro es que el metal vale
siempre algo, pero hay ocasiones en que no vale nada y una de ésas es aquella en que uno
no sabe si tiene en la mano una pepa de oro, o unos granos de estaño. Cualquiera de los
procedimientos era torpe, uno más que el otro, pero el recuerdo de la mirada de uno de los
hombres me decidió; le hablaría a él. ¿Qué le diría? Se acercaba, estaba a unos pasos de mí,
y entonces, sonriendo, me adelanté hacia él, extendí el brazo y abrí la mano en que tenía el
trozo de metal. Pensé decir algo, por ejemplo: ¿es esto lo que buscan?, pero ni un mal
gruñido salió de entre mis labios; no hice más que un gesto.
El hombre se detuvo y sonrió, pero en su sonrisa no se vio ahora la bondad que hubo en
la primera, no; ésta tuvo algo de irónica, de una ironía muy suave, no tanto, sin embargo,
que no la advirtiera y sintiera un atroz arrepentimiento y deseos de cerrar la mano y de huir
o de arrojarle a la cara aquel maldito trozo de metal. Pero el hombre pareció darse cuenta de
lo que me pasaba y cambió la expresión de su sonrisa. Tenía bigote negro, alta frente. Era
delgado y más bien alto, un poco achatado de espaldas.
-¿Encontró un pedazo? -preguntó, entre sorprendido y alegre-. ¡Y qué grande!
Lo tomó y lo miró, y luego se dio vuelta hacia el otro hombre, que no se detuvo sino que
continuó su marcha, dejando conmigo a su compañero.
-Oye, Cristián -dijo-; mira el pedazo que encontró el chiquillo.
El llamado Cristián no hizo el menor caso, como si nadie hubiera hablado una sola
palabra; siguió avanzando por la playa, inclinada la cabeza. Mirándolo por detrás, a poca
distancia se veían en sus posaderas, y a punto de soltarse, unos parches obscuros, de un
género que tenía un color diferente al de sus pantalones, que no tenían ya ninguno
identificable. El hombre me devolvió el trozo de metal, pero como no sabía qué hacer con
él, ya que ignoraba para qué servía y qué utilidad podía sacarla, si es que alguna podía
sacarse, le dije:
-Es para usted. ¿No es esto lo que buscan?
Me miró con extrañeza.
-¿No sabe lo que es esto?
-No. ¿Qué es?
Sonrió.
-Si no sabe lo que es, ¿por qué lo recogió?
Me encogí de hombros.
-No sé.
Sonrió de nuevo.
-¿Lo recogió porque...?
Hizo un guiño de inteligencia y sentí que no podría mentirle.
-¿Lo persigue el león?
Me preguntaba si tenía hambre y si me sentía acorralado. Aquello era tan evidente que
me pareció inútil contestarle.
Me dijo, volviendo a poner el trozo de metal en mi palma y cerrándome la mano:
-Es un metal y tiene valor; lo pagan bien.
-Sí, es un metal, pero ¿cuál?
Le tocó a él encogerse de hombros.
-No sé -dijo, y sonrió de nuevo-. Pero ¿qué importa? Hay alguien que lo compra.
Guárdelo y busque más. Después iremos a venderlo.
El otro hombre regresaba, caminando ahora con más lentitud, la cabeza siempre
inclinada y echando miradas hacia donde estábamos. Me pareció que esperaba que el llegar
junto a mí su compañero se desprendiera del intruso y él no tuviese que hablar conmigo.
¡Cristián! Sentía un poco de molestia hacia él y encontraba, ignoro por qué, que aquel
nombre era muy poco apropiado para un individuo como él, rotoso y sucio. Yo no andaba
mucho más intacto ni mucho más limpio, pero mi nombra era más modesto. Se me ocurría
que para llamarse Cristián era necesario andar siempre bien vestido y no tener hambre.
Llegó junto a nosotros y miró de reojo, como suelen mirar los perros que se disponen a
comer la presa que les ha costado tanto conseguir. ¿Todavía estás aquí idiota? Su
compañero se le reunió y reanudaron la marcha, no sin que el hombre de la sonrisa me
dijera, dirigiéndome otra, bondadosa de nuevo:
-Siga buscando; con tres o cuatro pedazos como ése se puede asegurar el día.
Era, pues, un modo de ganarse el pan el buscar y encontrar trozos de metal en aquella
playa. ¿Quién podía interesarse por ello? Vaya uno a saber; hay gente que se interesa por
cosas tan raras, que compra, vende, cambia; negocios tan obscuros, combinaciones
comerciales tan enredadas, industrias tan inquietantes. ¿Y qué importaba esto o aquello si
alguien lo necesitaba y alguien lo compraba? Aquel hombre no había mentido. Además,
¿qué se podía hallar allí, fuera de trozos de metal o de madera? Me incliné y empecé a
buscar de nuevo.
Encontré otros pedazos, unos más pequeños, otros más grandes y los examiné con
cuidado, como si en cualquiera de ellos fuese a encontrar el misterio de su identidad y de su destino; ¿qué eres? ¿para qué sirves? El hombre de la sonrisa me miraba cada vez, que nos
cruzábamos y me hacía un gesto que significaba: ¿qué tal? Le mostraba la mano, llena ya
de trozos, que se me incrustaban en la palma, y él me contestaba con un gesto de
admiración. Al filo del mediodía tenía ya bastantes, y como no me cupieran en la mano los
fui metiendo en un bolsillo. Terminé por cansarme y acercándome a la escalera, me senté
en una de las gradas, desde donde continué mirando a los hombres, que seguían sus viajes a
lo largo de la playa. Los pescadores se retiraron, subiendo unos al cerro, para lo cual
debieron pasar al lado mío, por la escalera, llevando colgados de las manos azulencos y
gordos pescados, y metiéndose otros en las casuchas que se alzaban en la orilla de la caleta.
Era mi primer día de libertad, y tenía hambre, bastante hambre; mi única esperanza eran
los trozos de metal. ¿Valdrían en afecto algo? ¿Tendría alguien interés por ellos? ¿Me
alcanzaría para todo, es decir para comer y dormir? Sentí un terrible ímpetu de alegría, ante
la idea de que ello fuese así y por unos segundos hube de dominarme para no saltar a la
arena y ejecutar allí algún baile sin sentido. No mi pulmón no estaba bueno y aunque en
toda la mañana no hubiese tosido ni expectorado esos gruesos desgarros que mostraban a
veces estrías de sangre, nada me decía que ya estuviese libre de ellos. Si no era cierto, ¿qué
haría? Oh, ¿hasta cuándo estaré condenado a preocuparme tanto de mi necesidad de comer
y de dormir? El mar estaba ahora muy azul, brillantemente azul y muy solitario; ni botes, ni
barcos; sólo pájaros; por la calle apenas si pasaba alguien; el cielo luminoso, con el sol en
lo alto. Era un instante de reposo.
Hacía un poco de calor y empecé a sentir que la piel me picaba aquí y allá. Necesitaría,
pronto un baño, frío, es claro, en el mar. ¿En qué otra porte? Pero, ¿y el pulmón? Todas
eran dificultades. Por el momento, sin embargo, no debía moverme de allí: mi porvenir
inmediato estaba en manos del hombre de la sonrisa y del bigote negro: él sabía todo, quién
compraba, dónde vivía el comprador y cuánto pagaba; sabía también que yo tenía hambre,
y era cierto: tenía hambre; había caminado mucho a lo largo y a lo ancho de la playa,
inclinándome y enderezándome, mirando, hurgando, quitándole el cuerpo a las olas. A esa
hora, además, si estuviese todavía en la cárcel, ya habría comido; allí se almuerza
temprano; es necesario ser ordenado, un preso ordenado: orden y libertad, orden y progreso,
disciplina y trabajo; acuéstese temprano, levántese temprano, ocho horas de trabajo, ocho
horas de entretenimientos, ocho horas de descanso y nada más; no hay más horas, por
suerte. Recordaba, a veces, aquel trozo de pescado frito que comiera poco antes de que me
tomaran preso, no porque fuese un pescado exquisito -no lo era, ¿para qué me iba a engañar
a mí mismo?-, sino porque su recuerdo me traía una sensación de libertad, de una libertad
pobre y hambrienta, intranquila, además, pero mucho mejor, en todo caso, que una prisión
con orden, gendarmes y porotos con botones y trozos de arpillera; sí, recordaba aquel
pescado y me habría comido en ese mismo instante un trozo parecido. Alguna vez tendría
una moneda -de veinte centavos, nada más, no es mucho- y nada ni nadie me detendría.
Los hombres decidieron, por fin, terminar su trabajo, y se detuvieron en un extremo de
la caleta. Los miré: por su parte me miraron y hablaron, sacando después de sus bolsillos,
de algún resto de bolsillo en que aún podían guardar algo, el producto de su búsqueda y lo
examinaran, sopesándolo y avaluándolo: me miraron de nuevo y de nuevo hablaron,
echando después a andar hacia la escalera en que me hallaba sentado y que era el único
lugar por donde se podía salir de la caleta. Los miré acercarse y, a medida que se
aproximaban, fui sintiendo la sensación de que entraban en mi vida y de que yo entraba en
las suyas, ¿cómo?, no lo sabía; de cualquier modo; estaba solo, enfermo y hambriento y no
podía elegir; fuera de ellos no había allí más que el mar, azul y frío. Se dirigían, frases
sueltas y vi que el hombre de la sonrisa, que venía delante caminando con desenvoltura,
sonreía cordialmente, quizá con ternura, y dándose vuelta; al hombre de la barba crecida,
que en contestación no sonreía ni hablaba, y que, al parecer no sonreiría jamás a nadie.
Inclinaba la cabeza y andaba. Se detuvieron frente a la escalera y el hombre delgado dijo:
-¿Cómo le fue?
Saqué mis trozos de metal y los mostré. Se agachó a mirarlos.
-Muy bien -comentó-. Creo que se ha ganado al almuerzo y le sobrará dinero para los
vicios, si es que los tiene. No está mal para ser la primera vez. ¿No es cierto?
Era cierto. El hombre de la mirada dura miró mi mano, y dijo:
-Sí, claro.
Su voz era huraña, disconforme, un graznido, y después de esas dos palabras lanzó un
profundo carraspeo: una verdadera gaviota salteadora.
-Vamos -agregó el hombre de la sonrisa-. Ya va siendo hora de almorzar y hay que
llegar hasta cerca del puerto; andando.
Me levanté también, sin saber para qué, y ya en pie no supe qué hacer ni qué decir. Le
miré.
-Sí -dijo, contestando a mi desesperada pregunta- vamos.
No sé qué hubiera hecho si no me hubiese dirigido aquella invitación.
Subimos las gradas y salimos a la calle. Circulaban tranvías, carretones, caballos
cargados con mercaderías y uno que otro viandante. El mar continuaba solitario; el cielo,
limpio.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora