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No hubo ya quien diese solución ni quien diese nada. «Estoy atado de pies y manos»,
había dicho nuestro padre. Ahora estaba atado de todo y nosotros no estábamos mejor que
él; en libertad, sí, pero ¿de qué nos servía? Si él no hubiese tenido oculto deseo de hacer de
nosotros personas honorables y nos hubiera enseñado, si no a robar -lo que también hubiera
sido una solución, como era la de muchos hombres-, a trabajar en algo por lo menos,
nuestra situación habría sido, en ese momento, no tan desesperada; pero, como muchos,
padres, no quería que sus hijos fuesen carpinteros o cerrajeros, albañiles o zapateros, no;
serían algo más: abogados, médicos, ingenieros o arquitectos. No había vivido una vida
como la suya para que sus hijos terminasen en ganapanes. Pero resultaba peor: ni siquiera
éramos ganapanes.

Por la casa pasó una racha de terror y hubo un instante en que los cuatro hermanos
estuvimos a punto de huir de la casa, aquella casa que ya no nos servía de nada: no había
allí madre, no había padre, sólo muebles e incertidumbre, piezas vacías y silencio. Ezequiel
logró sobreponerse y detenernos.
-Mamá está muerta -dijo- y no podemos hacer nada por ella; pero papá no y quién sabe
si podemos ayudarle.
Acompañado de Joao fue al Departamento de Policía.
-Sí -le informaron-; El Gallego está aquí.
-¿Podríamos hablar con él?
-Ustedes, ¿quienes son?
-Somos hijos de él.
-No -fue la respuesta-; está incomunicado.
Hubo un silencio.
-¿Por qué está preso? -se atrevió a preguntar Ezequiel.
El policía sonrió:
-No será porque andaba repartiendo medallitas -comentó.
Y después, mirando a Ezequiel, preguntó:
-¿No sabe lo que hace su padre?
Ezequiel enrojeció.
-Sí -logró tartamudear.
-Bueno, por eso está preso -explicó el policía.
Y siguió explicando:
-Y ahora lo tomaron con las alhajas encima y adentro de la casa. No hay modo de negar
nada.
Los dos hermanos callaron; lo que el hombre decía ahorraba comentarios. Se atrevieron,
sin embargo, a hacer una última pregunta:
-¿Qué podríamos hacer nosotros?
El policía, extrañado, los miró y les preguntó:
-¿No saben lo que deben hacer?
-No.
El hombre dejó su escritorio y se acercó a ellos; pareció haberse irritado.
-¿Qué clase de hijos de ladrones son ustedes? -preguntó, casi duramente-. ¿Qué han
hecho otras veces? Porque no me van a venir a decir que es la primera vez que El Gallego
cae preso.
Joao y Ezequiel se miraron.
-Sí -aseguró Joao- mi mamá le ponía un abogado.
-Bueno -dijo el policía, con un tono que demostraba satisfacción por haber sacado algo
en limpio-. ¿Y por qué no se lo ponen ahora?
Los hermanos no respondieron.
-¿Qué pasa? -preguntó el policía, solícito-: ¿Acaso la mamá también está presa?
-No -contestó Ezequiel-; mamá murió hace unos días.
El policía enmudeció; después preguntó:
-Y ustedes, ¿están solos?
-¿No tienen plata?
-Nada.
El hombre pareció turbado; tampoco él, en esas condiciones, habría sabido qué hacer.
Pero algo se le ocurrió, aunque no muy original:
-Entonces -dijo con lentitud-, lo mejor que pueden hacer es esperar.
Después murmuró, como a pesar suyo:
-Pero tendrán que esperar mucho tiempo. El Gallego no saldrá ni a tres tirones.
Finalmente, dando golpecitos con su mano en la espalda de los dos hijos de El Gallego,
los despidió.
-Váyanse, muchachos -dijo con amabilidad-, y vean modo de arreglárselas solos y como
puedan.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora