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Bajamos despacio el cerro. El desnivel obliga a la gente a caminar de prisa aunque no es
sólo del desnivel el que lo empuja; es también el trabajo o la cesantía, la comida, la mujer o
alguno de los niños enfermos, la ropa a punto de perderse en la casa de préstamos, el dinero
que se va a pedir y estroto y lo de más allá; se tiene esto y falta aquello y siempre es más lo
que falta que lo que se tiene. El hombre hace lo que puede: trabaja y gana, algo, no tanto,
sin embargo, que le permita cubrir todos los gastos, debe entonces trabajar la mujer y el
niño mayor si tiene edad suficiente y a veces aunque no la tenga; lavar, coser, vender
diarios, lustrar zapatos, soplar botellas en una fábrica de vidrios o cargar y descargar tablas
en una barraca: siempre hay alguien que tiene trabajo para un niño; se le paga menos y eso
es siempre una economía industrial o comercial; algunos mendigan, otros roban y así se va viviendo o muriendo. Pero nosotros nos reímos del desnivel; no tenemos mujer ni hijos, no
tenemos ropa empeñada -la poca que tenemos la llevamos puesta- y nadie nos prestaría ni
cinco centavos; es una ventaja, una ventaja que nos permite caminar paso a paso,
detenernos cuando lo queremos, mirar reír, conversar y sentarnos aquí o allá. Marchamos
en fila si la acera es ancha, de uno en fondo si es angosta y de a dos adelante y uno atrás o
uno adelante y dos atrás si no es más que mediana. Las calles de los cerros no obedecen a
ninguna ley ni cálculo urbanístico; han sido trazadas, hechas, mejor dicho, procurando
gastar el menor esfuerzo en subirlas, pues se trata de subirlas, no de andarlas, como las
calles del plano; por lo demás, muchas están de sobra, ya que por ellas rara vez transita un
vehículo; el desnivel lo impide, la pendiente se opone y sólo algún cargador con su caballo
o un vendedor con su burro pasa por ellas. Las casas achican a las aceras y las calzadas las
ayudan a achicarlas. Cristián marcha siempre por la orilla de la acera próxima a las casas -
algunas no son más que ranchos y otras parecen jaulas; para llegar a ellas es necesario
trepar tres o cuatro metros de empinada escalera- y las mira, de pasada, con minuciosidad,
como si en cada una encontrara o fuese a encontrar algo extraordinario; a veces se detiene
frente a una de ellas y entonces El Filósofo debe llamarle la atención:
-Camine, Cristián; no se detenga. Aquí no hay nada para usted.
La calle es nuestra y parece que la ciudad también lo fuera el mar. En ocasiones, sin
tener nada, le parece a uno tenerlo todo: el espacio, el aire, el cielo, el agua, la luz y es que
se tiene tiempo: el tiempo que se tiene es el que da la sensación de tenerlo todo: el que no
tiene tiempo no tiene nada y de nada puede gozar el apurado, el que va de prisa, el urgido;
no tiene más que su apuro, su prisa y su urgencia. No te apures, hombre, camina despacio y
siente, y si no quieres caminar, tiéndete en el suelo y siéntate y mira y siente. No es
necesario pensar salvo que pienses en algo que no te obligue a levantarte y a marchar de
prisa: me olvidé de esto, tengo que hacer aquello, hasta luego, me espera el gerente, el
vendedor vendrá pronto, el patrón me necesita, allá va un tranvía.
El mar está abajo, frente a nosotros, al margen de la ciudad y de su vida sin descanso, ni
tiempo; parece reposar, no tener prisa ni urgencia y en verdad no la tiene y en él se ve, sin
embargo todo el cielo y por él corre todo el viento, el terral, que sorprende a la ciudad por
la espalda, subiendo los cerros desde el sur; el norte, que la embiste por su costado abierto o
el ueste que no tiene remilgos y ataca de frente, echando grandes olas sobre los malecones.
Tal vez sea difícil explicarlo y quizá si más difícil comprenderlo, pero así era y así es:
dame tiempo para mirar y quédate contando tu mercadería; dame tiempo para sentir y
continúa con tu discurso; dame tiempo para escuchar y sigue leyendo las noticias del diario;
dame tiempo para gozar del cielo, del mar y del viento y prosigue vendiendo tus quesos o
tus preservativos; dame tiempo para vivir y muérete contando tu mercadería, convenciendo
a los estúpidos de la bondad de tu programa de gobierno, leyendo tu diario o traficando con
tus productos, siempre más baratos de lo que los pagas y de lo que los vendes. Si además de
tiempo me das espacio, o por lo menos, no me lo quitas, tanto mejor: así podré mirar más
lejos, caminar más allá de lo que pensaba, sentir la presencia de aquellos árboles y de
aquellas rocas. En cuanto al mar, al cielo al viento, no podrás quitármelos ni recortarlos;
podrán cobrarme por verlos, ponerme trabas para gozar de ellos, pero siempre
encontraremos una manera de burlarte. El hombre aguijonea al hombre, cosa que no hace el buey con el buey: nada de prisa, no te demores, el cliente espera, lleva esto, trae lo otro,
hazme lo de más allá, despacha aquello, y aguijoneando a los demás se aguijonea a sí
mismo.
Vamos hacia el mar y el mar no se moverá de allí; nos espera; hace miles de años que
está ahí mismo o un poquito más acá, dando en las mismas o parecidas rocas, llevando y
trayendo la misma delgada o gruesa, amarilla u obscura arena; vivimos de él como los
pájaros, los pescadores y los marineros: para nosotros unos gramos de metal, nada más que
unos gramos, es suficiente; para los pájaros un puñado de peces y para los pescadores y
marineros un bote, un atado de algas, un canasto de mariscos, puertos lejanos.
Y ahí está el pato yeco, tiritando sobre la boya, abiertas las negras alas y como afirmado
en la cola: el blanqueador de los lanchones y de las chatas, de las boas y de los faluchos de
la bahía; parece que está por desmayarse de frío e inanición y, sin embargo, se ha comido
ya varios kilos de pescado -sardinas, pejerreyes, jureles, anchovetas, corvinas, robalos,
cabrillas- y siempre tiene hambre y siempre vuela de prisa, muy de prisa, como podría volar
un hombre sin tiempo; y más allá el alcatraz, sobre las rocas muy serio con su largo pico
terciado sobre el pecho y su bolsa sardinera, parece un fraile mendicante, triste y
apesadumbrado, pero tiene la bolsa llena y está contento; pesca de día y de noche, a toda
hora, al vuelo o zambulléndose y no hay en el océano bastantes peces para su buche; y el
piquero, vagabundo, sin ubicación fija, que no está en las boyas ni en las rocas, volando
siempre vigilando desde el aire, pescando de pasada o dejándose caer, plegadas las alas,
sobre la pescada, el robalo o la corvina; se mata a veces al dar contra alguna roca
sumergida, pero un pejerrey bien vale un cabezazo o aún la muerte; y las gaviotas, blancas
o grises, de todos tamaños, volando a ras del mar, siguiendo al pez en su marcha y
tomándolo al desgaire, sin esfuerzo, casi con elegancia; pero no es elegante: come de todo,
hasta cadáveres, y su buche es como un tarro basurero; y por fin la gaviota salteadora, reina
de la costa y de la bahía; terror de los patos liles y de los yecos, de las gaviotas y de los
alcatraces, de los piqueros y de las cáhuiles, parásito que vive de lo que los demás
consiguen con su trabajo personal. Míralo: persigue el piquero que ha cogido un trozo de
jibia y lo picotea hasta que deja caer su pieza; la engulle y se prepara para un nuevo atraco.
Me parece de pronto que no caminamos por la acera de una calle cualquiera de
Valparaíso, sino que por el centro de una corriente de agua. Quizá es el tiempo, el tiempo,
que avanza a través de nosotros, ¿o nosotros pasamos a través del tiempo? Y se hunde en lo
que un día constituirá nuestra vida pasada, una vida que no hemos podido elegir ni construir
según estos deseos o según estos planos; no los tenemos. ¿Qué deseos, qué planos? Nadie
nos ha dado especiales deseos ni fijado determinados planos. Todos viven de lo que el
tiempo trae. Día vendrá en que miraremos para atrás y veremos que todo lo vivido es una
masa sin orden ni armonía, sin profundidad y sin belleza; apenas si aquí o allá habrá una
sonrisa, una luz, algunas palabras, el nombre de alguien, quizá una cancioncilla. ¿Qué
podemos hacer? No podemos cambiar nada de aquel tiempo ni de aquella vida; serán, para
siempre, un tiempo y una vida irremediables y lo son y lo serán para todos. ¿Qué verá el
carpintero, en su vejez, cuando mire hacia su pasado, hacia aquel pasado hecho de un
tiempo irremediable? ¿Qué verá el almacenero qué el contratista, qué el cajero, qué el
gerente, qué la prostituta, qué el carabinero, qué todos y qué cada uno? Puertas y ventanas,
muros; cajones de vela, sacos de papas; trabajadores que llegan maldiciendo en las mañanas y que se van echando puteadas en la tarde, montones de billetes y de monedas ajenos;
empleados con los pantalones lustrosos y las narices llenas de barrillos; hombres
desconocidos, con los pantalones en la mano, llenos de deseos y de gonococos; calabozos y
hombres borrachos, heridos, o acusados de asesinato, de estupro o de robo, y el millonario
con sus millones y a pesar de ellos y el industrial con su industria y a pesar de ella y el
comerciante con su comercio y a pesar de él, todos con un pasado hecho de asuntos y de
hechos miserables, sin grandeza, sin alegría, sin espacio. ¿Qué hacer? No podremos hacer
nada, no podrán hacer nada. ¿Qué se puede hacer contra un tiempo sin remedio? Llegarán,
un día, sin embargo, en que este momento, este momento en que navegamos por el río del
tiempo, nos parecerá uno de los mejores de nuestra vida, un momento limpio, tranquilo, sin
deseos, sin puertas, ventanas ni muros, sin cajones de velas, ni sacos de papas (a veces me
he preguntado: ¿qué haría yo si algún día, por desgracia mía, llegara a ser almacenero y
apareciera por mi almacén una viejuca lagrimeante a pedirme que, por favor, le vendiera
una velita?), un momento sin monedas y sin billetes propios ni ajenos, sin trabajadores
maldicientes, sin empleados, sin gonococos, sin borrachos y sin puteadas.
Sentía que, en ocasiones, algo como burbujas salían del fondo de aquella corriente. Tal
vez al pisar sobre el fondo se desprendían y ascendían, rozando la piel de mis piernas y de
mis costados y llegando hasta mi conciencia: era el recuerdo o mi vida pasada, el recuerdo
de mis hermanos, de mi madre, de mi padre sobre todo, de mi infancia; algunas eran como
de agradable sabor y se desvanecían pronto; otras eran amargas y duraban más, como si
fuesen remordimientos, como si fuesen el recuerdo de algo que había dejado de hacer;
todas desaparecían al fin y ya seguía avanzando. ¿Qué podía hacer? Mis dos hermanos, el
segundo y el cuarto, habían quedado en Buenos Aires, y atenderían a mi padre como
pudieran, como el hijo de un ladrón puede atender a su padre. Yo volvería alguna ez, no
sabía cuándo, si es que alguna vez volvía.
Me daba cuenta, al avanzar, de que algunas personas, a veces hombres, a veces mujeres
y otras niños, marchaban con la misma desenvoltura, con la misma desenvoltura, con la
misma ingravidez nuestra, como si nada los tomara o nada les impidiera ir para acá o para
allá; aparecían como rodeados de una atmósfera que les perteneciera, impenetrable para los
demás, impenetrable para ellos, y en ella se movían con la agilidad con que yo me movía
dentro de la clara y tranquila corriente; sin duda tenían tiempo o por un instante se habían
desprendido de su angustia personal; pero veía también a otros que marchaban como
tomados de todas partes, inclusive de sus semejantes, pegados a ellos, pegados a las casas, a
los postes, a las moscas, a la basura, a los carretones, y se les advertía densos, sombríos,
sometidos, hundidos y como perdidos dentro de una atmósfera común viscosa, como de
cola, como de alquitrán, rezumante, en la cual parecía que todos respiraban, a un mismo
tiempo, un mismo aire. ¿Cuándo te librarás o te librarán, cuándo podrás levantar la cabeza,
desprenderte de esa atmósfera, mirar el cielo, mirar el mar, mirar la luz? (Déjame tranquilo.
Qué te importa si voy así o si estoy asá. ¿Acaso te pido algo?).
La caleta, por lo demás, seguía siempre igual, con sus pescadores, sus gaviotas, sus
botes, sus gruesas piedras, los alcatraces que de pronto emitían sonidos como de matracas y
el hombre que tejía o arreglaba en silencio las redes color ladrillo; nos miraba de reojo, a la
pasada, y seguía trabajando; parecía que junto con la red se tejía a sí mismo, sus
sentimientos, sus pensamientos, sus recuerdos: nunca lograría ya desprenderse de la red.
Cristián y El Filósofo eran conocidos de los pescadores, Cristián más que Echevarría, ya
que Cristián era, en ese ambiente, una personalidad, una triste personalidad, es cierto, pero
una al fin. En general, las personalidades son tristes. Uno de los pescadores, recién
desembarcos de su bote, se acercó aquella mañana a nosotros y saludó: era un hombre bajo
y rechoncho, sólido, como hecho de una pieza y sin articulaciones, moreno, obscuro, de
pelo tieso y corto, orejas chicas y escaso bigote. Habló con brusquedad:
¡Qué hubo, diablos! Buenos días.
Nos detuvimos. Su cara, sus brazos y sus piernas se veían duros, apretados, gruesos de
piel.
-Buenos días, Lobo -contestó Echevarría-. Qué tal vamos.
-Ahí, dándole al remo. Y a ustedes, cómo les va.
-No del todo mal: pasando.
El Lobo juntó sobre el pecho sus brazos regordetos, los refregó un poco entre ellos y los
dejó ahí. Rió con sorna después:
-Bah: pasando... Muriendo, dirás, ¡Cómo pueden aguantar esta vida!
El Filósofo respondió:
-Como tú aguantas la tuya.
Sus pantalones estaban recogidos hasta más arriba de las rodillas. Con el dedo gordo de
su pie trazó una raya sobre la arena, me miró y preguntó:
-¿Y este chiquillo?
Me señaló con el mentón y su mirada y su pregunta fueron inquisidoras, tenía los ojos
un poco enrojecidos. Echeverría contestó:
-Acaba de salir de la cárcel.
El Lobo levantó del pecho uno de sus brazos e hizo girar los dedos de la mano:
-¿Amigo de lo ajeno?
Y lanzó una carcajada.
El Filósofo explicó:
-No, estuvo pagando un pato. Lo acusaron de asalto a una joyería, tú sabes, cuando ese
asunto de los tranvías.
Ah, sí.
Me miré de nuevo. La mirada de sus ojillos producía turbación.
-¿Es cierto?
Contesté:
-Es cierto.
Pareció satisfecho a medias.
-Le pregunto por si acaso... Estoy aburrido de recibir visitas de los agentes. Cristián y
Echeverría son conocidos y no hay cuestión con ellos, pero en cuanto saben que aparece
por aquí una cara nueva -y no sé cómo lo saben- vienen a interrogarme o me mandan
llamar: quién es, -qué hace, por qué está ahí, de dónde viene, para dónde va.
Se detuvo y volvió a mirarme.
-Es joven el chiquillo -dijo, mirando a Echeverría-. ¿Qué edad?
Contesté:
-Diecisiete.
-Aparentas más. ¿Te han enseñado algunas mañas? En la cárcel, digo.
No supe qué quería decir con aquello y guardé silencio.
Insistió:
-¿Sabes trabajar?
Respondí:
-Soy pintor y he trabajado en Valparaíso.
Aceptó la respuesta, pero me hizo más preguntas:
-¿Te gusta más no trabajar?
-No; pero estoy enfermo.
-¿Enfermo? ¿Qué tienes?
-Tuve una pulmonía mientras estuve preso; un pulmón malo.
Sí, se ve que no andas muy bien; tienes mala cara.
Meneó la cabeza y sacó de alguna parte una cajetilla de cigarrillos.
-Están un poco húmedos, como cigarrillos de pescador -dijo-, pero se pueden fumar.
¿Quieren?
Echeverría agradeció, pero no aceptó; fumaba poco. Cristián y yo aceptamos un
cigarrillo.
-¡El Fatalito! -exclamó El Lobo, sonriendo, y mirando a Cristián, en tanto que echaba un
chorro de humo por sus cortas narices-. ¿Cuántos años hace que te conozco?
Cristián respondió desabridamente:
-No sé, pero cuando yo era chiquillo tú ya eras como ahora.
El Lobo rió con suavidad.
-Sí, es cierto -aseguró, mirando a Cristián con un ojo y guiñando el otro-; pero es que tú
envejeciste muy pronto. El calabozo acaba mucho. La mar, en cambio, lo curte a uno.
Volvió a mirar. Parecía no estar conforme.
-¿Así es que estás enfermo? ¿No será que andas arrancando de la policía?
Aseguré que no; estaba en libertad incondicional y nadie me buscaría; pero aun: nadie
me necesitaba.
-Los agentes son muy cargantes -continuó El Lobo, arrojando, al suelo la colilla y
aplastándola con el pie desnudo-; creen que me gusta amparar a los ladrones y a los piratas.
¡Al diablo los agentes, los ladrones y los piratas! Aquí mataron al Tripulina, delante de mis
ojos, a balazos: venía con un bote lleno de casimires ingleses y quería defenderse con un
cortaplumas. De aquí se llevaron preso al Chano: diez años por piratería; todavía le quedan
seis, y éste y aquél, hasta compañeros míos, que se dejaron tentar por los faluchos llenos de
mercaderías. No tengo nada que ver con ellos. A veces los encuentro, en la noche, remando
para callado y no los veo. Pero la caleta no es buen lugar para esconderse de los buitres.
Volvió a mirarme.
-Lo mejor es trabajar -dijo-, aunque se gane poco. ¿No te gustaría ser pescador?
Sonreí, sin sabor qué contestar: me habría gustado decirle que sí y aceptar, pero con
seguridad, no habría podido hacer ese trabajo.
-Necesitamos un chiquillo para uno de los botes.
De pronto se oyó la voz de Cristián:
-Oye, Lobo -dijo, secamente- estás más cargante que los agentes. El chiquillo te ha
dicho que no es rata, que estuvo preso porque le echaron el fardo de otro, que está enfermo
y que no puede trabajar. ¿Qué más quieres? ¿Por qué le sigues preguntando esto y lo otro?
¿Estás enfermo o te has comido alguna jaiba podrida?
El Lobo miró con sorpresa a Cristián, y después rió:
-No te enojes. Fatalito -dijo-, no saques el cuchillo todavía. No me gusta joder a la
gente, pero tú sabes que algunas veces tengo que hacerlo. Nunca he dicho nada que haya
perjudicado a nadie y hasta preso he estado por eso. Cada uno sabe lo que hace por qué lo
hace y cómo, lo hace; pero soy alcalde de la caleta y a veces tenga que ser pecado. ¿Otro
pucho?
Volvió a ofrecer sus húmedos cigarrillos.
-Gracias.
-Algunos creen que ser pirata o ser ladrón es serlo todo y tenerlo todo. Mentira. Es lo
mismo que el yo creyera que ser pescador es serlo todo. ¡Puchas! Otros creen que nadie ve
a los piratas y a los ladrones y que se puede serlo tranquilamente. Cómo no. Se ve más a un
ladrón que a un honrado. Yo veo a un pirata en la noche más obscura y en el mar, a dos
millas de distancia y puedo decir quién es y en qué bote va. Me sé de memoria todos los
botes del puerto de Valparaíso. El hombre rema como camina, con una remada propia,
como el paso que es también propio. Y a los botes les pasa lo mismo: tienen movimientos
que no son más que de ellos: cargados a babor, escorados a estribor, orzan o quieren virar
por redondo; tienen mañas y yo se las conozco.
-Oye, Lobo: estamos listos -gritaron en cae momento desde uno de los botes.
-Ya voy -gritó, girando un poco la cabeza, y después, hacia nosotros- hasta luego.
Se fue, rechoncho, duro, moreno, moviéndose con poca desenvoltura, envarado, como
hombre de bote: sus brazos se movían apenas al caminar y menos o más que brazos
parecían aletas natatorias. Después de unos pasos se detuvo, se volvió y gritó:
-Oigan: los espero a almorzar; tengo un atún como se pide.
No contestamos y le miramos alejarse.
-Camina como un pájaro niño -comentó Echeverría- ¡El Lobo! Cuando está como ahora,
es un alma de Dios: cuando está borracho, una tromba: recupera toda agilidad que el bote le
ha quitado; ningún policía se atreve a acercarse a él en los días que bebe, y bebe semanas
enteras. Trabaja borracho: se cae al mar, resopla como una foca y sube la bote; le cambian ropa y le dan un trago de aguardiente; sigue trabajando y ni siquiera estornuda. Ha nacido
hombre por casualidad: debió haber nacido lobo.
El mar, sin interrupción, seguía echando metal a la playa. Bastaba a veces una hora para
llenarse los bolsillos, especialmente cuando la marea había sido muy alta, y no sólo metal
encontrábamos: aparecían también cuchillos, tenedores, cucharillas, herramienta, tal cual
chuchería y a veces monedas o pequeñas alhajas. El basural cercano contribuía a nuestra
prosperidad.
Aquel día, al marcharnos, oímos que alguien daba voces a nuestras espaldas; nos
volvimos: era El Lobo. Se acercó, irritado, llenándonos de injurias:
-¿No les dije, babosos, que los esperaba a almorzar?
-Perdona -dijo Echevarría-; creímos que era una broma.
-Nada de bromas: es un atún como un cordero; la patrona lo ha hecho al horno y está
para chuparse los bigotes. Vamos allá.
Volvimos. El Lobo vivía en la misma caleta, en una casucha que se levantaba sobre las
rocas, al amparo de San Pedro, patrón de los pescadores. Fuimos allá y nos sentamos
alrededor de una mesilla colocada al reparo de una mediagua de planchas de zinc ya
carcomidas por la marea. Los dormitorios -había dos- estaban dentro del cuerpo del rancho:
el comedor y la cocina, fuera; el piso era de tierra y desde donde estábamos sentados
podían verse las camas y unas sillas, un bacín muy grande y alguna mesilla de noche. Tres
niños empezaron a girar alrededor de nosotros, negros y duros todos, de firme mirada y
resueltos movimientos.
-La familia -dijo El Lobo, señalándolos-. El mayor ya ha salido conmigo y sabe armar
un espinal. Venga, don Rúa, saludo a los amigos. Se llama Rudecindo -explicó-, pero le
llamamos Rúa: es más corto.
Don Rúa, de unos doce años, era bajo y rechoncho, como su padre; tenía la cabeza
como un erizo y los ojos renegridos y chicos; la boca, de dientes muy grandes y separados,
recordaba la de un escualo. Estaba descalzo, cubiertas las piernas por un pantalón muy
delgado, y abrigado el resto del cuerpo por un suéter muy descolorido, que le llegaba hasta
cerca de las rodillas. Tenía un aire de importancia, como el de un aprendiz que ya empieza
a dominar su oficio. Los otros dos niños no fueron presentados y, por su parte, no hicieron
caso alguno de los amigos de su padre. El mayor habla fabricado, con dos palitos y unos
carretes de hilo cortados por la mitad, una carretita que paseaba de acá para allá, seguido
del más pequeño, que abría tamaños ojos ente la maravilla construida por su hermano.
Parecían, también, unos lobatos.
La patrona, una mujer gruesa y joven, de grandes trenzas y voluminosas ¡Dadoras y
pechos, de rostro duro, trajo una fuente de hierro, enlozado, dentro de lo cual, rodeado de
torrejas de cebolla y zanahoria, flotaba en dorado aceite la mitad de un atún. Unos granos de pimiento y tal cual diente de ajo, muy tostado, acompañaban el atuendo. En la mesa
había sal ají, pan y una garrafa llena de vino tinto.
-Sírvanse, amigos -mugió El lobo-, y coman sin compasión a nadie. Esto se ve poco
cuando uno se dedica a recoger basura en la playa.
Rió con gruesa risa y nos sirvió vino. La mujer, como si no quisiera presenciar lo que
iba a ocurrir, se retiró a la cocina, mientras nosotros, imitando a El Lobo, nos inclinábamos
sobre la fuente y sobre los platos. Pero aquello no fue un almuerzo: fue una carrera contra
el tiempo y contra el atún, loa ajíes, el pan y el vino. Comimos callados, como si
temiéramos que, al hablar, aquella mitad de atún se marchara con su collar de torrejas de
cebolla y zanahoria, sus granos de pimiento y sus tostados dientes de ajo. El Lobo, por lo
demás, dio el ejemplo: no habló una sola palabra, devoró únicamente, lanzando cada dos o
tres bocados unos regüeldos que hacían oscilar el vino de la garrafa, cuyo nivel descendía
angustiosamente. Miraba de reojo con sus ojillos colorados y comía resoplando, engullendo
atún, pan, trozos de ají y vasos de vino y chupando cada espina que le tocaba.
Sentía arderme la cara y las orejas, como si la sangre hubiese aumentado de pronto su
temperatura. Cristián callaba como de ordinario, y en cuanto a Echeverría, corrientemente
tan conversador, parecía haberse tragado la lengua. Sentado frente a mí, me miraba con
guiñados de inteligencia, como queriendo decirme: Aniceto no hay un minuto que perder;
nos queda mucho tiempo para conversar; el atún, en cambio durará poco y, ¿cuándo
podremos nosotros, miserables recogedores de basura de la caleta de El Membrillo,
hacernos de oro: es de atún. Por lo demás, si nos portamos tímidos, El Lobo se lo comerá
todo.
Cuando terminamos, cuando se hubo acabado el pan, el ají, el vino y casi hasta la sal,
cuando de aquel hermoso trozo de pescado no quedó más que una ridícula e incomible sarta
de espinas, Echeverría, junto con dejar su tenedor sobre la mesa, dijo, echándose para atrás:
-Se la ganamos al atún.
El Lobo rió de buena gana, se levantó, se golpeó el vientre, echó, de cogollo, un último
eructo, y dijo:
-Ya comieron. Ahora, vayánse. Me voy a dormir. Hasta luego.
Y se marchó hacia uno de los dormitorios. No levantamos, dijimos unas enredadas
palabras de agradecimiento a la patrona, que no dijo esta boca es mía, y que se limitó
amover la cabeza como si asintiera a algo que se le proponía, y nos fuimos. Apenas
podíamos andar y llegamos nada más que hasta la entrada de la caleta, en donde nos
sentamos sobre el murete de piedra, silenciosos y abotagados. Desde lejos, y por nuestra
inmovilidad y expresión de plenitud, se nos habría podido confundir con una hilera de
alcatraces que acabaran de engullirse un cardumen de jureles. Después de mucho rato,
Echeverría, reposadamente, habló:
-No hay nada como la amistad y tampoco hay nada como el atún, aunque dure mucho
menos, pero ¿quién ha dicho que lo que dura más es lo que más vale? Si nos encontráramos
todos los días con un amigo así y un trozo de atún asá, ¡qué agradable sería la vida!
Sonrió bondadosamente y continuó:
-¡Qué atún! Es un pescado noble, generoso, todo se le va en carne y no escatima nada.
No es como la pescada, que es pura espinal o como la cabrilla, pescados para pobres
diablos. Sólo el congrio colorado se le puede comparar un poco vale tanto como la corvina,
que también es generosa.
Divagó durante un rato y le oímos sin comentarios. Calló, por fin, abrumado por el
esfuerzo de la digestión, y dormitó.
Desde ese día empecé a acercarme a los botes, no porque tuviera la esperanza de otro
almuerzo -los almuerzos buenos y los amigos buenos son escasos, decía Echeverría-, sino
porque el hecho de haber sido invitado una vez por El Lobo, alcalde de la caleta, me dio
ánimos para ello. El Lobo, por lo demás, no volvió a hacerme preguntas ni a ofrecerme
nada, ni trabajo en los botes ni atunes al horno; me miraba y me saludaba, dedicándome una
que otra sonrisa. Estaba tranquilo: sabía ya que el chiquillo, como él decía, no le procuraría
molestias.
Los botes llegaban generalmente a la misma hora y se esperaban unos a otros, no
varándose sino cuando ya estaban todos juntos; se ayudaban los hombres entre sí llevando
sus embarcaciones hasta la arena; la playa era violenta y los bogadores debían calcular con
mucha justeza el momento en que podían avanzar; un hombre iba en la proa y el otro
sentado en los remos poperos; la ola, grande siempre y sin piedad ni espera, lanzaba el bote
con fuerza y era necesario que el proero saltara o la arena sin importarle que se mejora poco
o mucho, tomara la embarcación y tirara de ella con fuerza y rapidez; de otro modo, la
resaca se la llevaba de nuevo hacia adentro. A veces, cuando la marca era alta, les
ayudábamos, descalzándonos, recogiéndonos los pantalones y poniendo bajo la quilla rollos
de algas o trozos de tablas que permitían que los botes es deslizaran con suavidad. En el
fondo de la embarcación saltaban los peces, jureles, cabrillas, pescadas, congrios, corvinas,
estirando, aquí y allá, una jibia sus tentáculos. Los pescadores los cogían de uno en uno,
dando en la cabeza de éstos, que saltaban demasiado, un palo que los inmovilizaba,
amarrándolos luego de a parejas, con cáñamo y colgándolo de un remo que colocaban, con
la pala hacia adentro del bote, en la proa de la embarcación. Aparecían unos cuchillos
cortos y tiludos, de escasa punta, que entraban con violencia por el orificio anal y corrían
después hacia las branquias, por la herida salía un montón de vísceras que se vaciaban
sobre las manos de los pescadores, ensuciándolas de sangre y grasa. Algunos peces, vivos
aún, al sentir el desgarramiento se retorcían y abrían desmesuradamente las branquias,
como si fueran a prorrumpir en gritos, mostrando unas agallas rojas y dentadas.
Los pescadores eran, en general, hombres sombríos, silenciosos, de extraña estampa,
vestidos con restos de ropas: suéteres en cantidades innumerables y chalecos, muchos
chalecos, todos grandes, ajenos a sus cuerpos, y bufandas destrozadas. Pasaban toda la
noche en el mar, durmiendo a ratos breves, sin hablar en medio de la obscuridad o hablando lo indispensable. En el bote, a proa, y a popa, se amontonaban trozos de peludos cueros,
pedazos de tela, viejas mantas o frazadas, sacos, tiras de chaquetas destrozadas y más
chalecos y más suéteres, que parecían pertenecer a todos, indistintamente. Aquí hay un
caldero redondo, en forma de tubo: sirve para calentar la comida o el agua, mira: tiene
adentro una tetera; ahí hay un plato de metal, un jarro, dos jarros de hierro enlozado, muy
saltados los dos, un tenedor, dos cucharillas, una caja de lata con un poco de café y un poco
de azúcar, todo revuelto: ahorra tiempo; echas el café junto con el azúcar, una botella vacía;
tendría agua; bah: a este hora, tiene que estar vacía, pero al partir, ayer en la tarde,
seguramente había dentro algo reconfortante: vino o aguardiente. A veces la pesca es
buena; otras, regular, y otras, mata. El mar no es siempre generoso y a veces cobra su parte.
Siempre hay alguien que cobra una cuota.
A la hora de arribar aparecía en la playa alguna gente; parecía brotar de la arena.
Mirando uno las embarcaciones que se balanceaban peligrosamente sobre la cima de las
olas, como alcatraces, se olvidaba de mirar hacia atrás o hacia los lados y entonces los
hombres surgían de pronto como del aire: venían tal vez desde el carro, que estaba a unos
cincuenta metros de distancia; bajaban corriendo al ver los botes, cerca de la playa. En
general, eran hombres ya de edad, que ayudaban también a varar las embarcaciones, a abrir
los peces: y a llevar hacia las casuchas los espineles, las redes, los boliches, los garabatos
para las jibia, los remos. De seguro eran pescadores retirados o inválidos, reumáticos;
venían también niños, hijas de los pescadores o ajenos a ellos, que conversaban entre sí y
hacían comentarios sobre la pesca y los nombres de los peces: una morena, un robalo, un
azulejo; y junto con los niños y con los viejos, que recibían por su ayuda lo que se les daba,
una pescada con un ojo reventado o unos pejerreyes destrozados por los pisotones de los
pescadores, llegaban los compradores, hombres con grandes canastos, otros con burros,
arrieros, que colgaban de sus animales, atravesándolos sobre ellos, largos congrios
colorados o negros o corvinas que llevaban a vender a los carros y a los caseríos cercanos;
mujeres del pueblo, además, generalmente de bastante edad, que compraban sólo pescados
baratos, cabrillas o jureles, sierras o pescadas, regateando en el precio y discutiendo el
tamaño:
-¿Y a esto le llama pescada? No es más grande que una sardina. Hay que ponerse
anteojos para verla. Deme una más grandecita; no sea miserable, mire que Dios lo va a
castigar.
Pero los pescadores, con sueño y hambrientos, hombres de pocas palabras; además,
nunca decían más de dos frases sobre un asunto; la tercera se la guardaban y era inútil
insistir. Era preciso terminar luego.
-No regatee, señora; no somos paisanos.
El mercado duraba poco, una media hora o un poco más, ya que los botes no eran
muchos, y cuando se marchaban los arrieros, las viejas y los niños, los compradores al por
mayor y los curiosos. la caleta retomaba de nuevo su soledad y su silencio, no oyéndose ya
más que los gritos de las gaviotas al disputarse los restos de pescados y el golpe de la ola,
sordo, sobre la playa. Un hombre, El Filósofo, vagaba por aquí, más allá, Cristián, y más
acá yo; el hombre de la red seguía tejiendo sus palabras no dichas, sus pensamientos no expresados, sus sentimientos no conocidos y tejía la red, el mar, el cielo, todo junto, y otro
hombre, un desconocido -siempre aparecía por allí un desconocido-, miraba desde la calle
hacia la playa, las manos en los agujereados bolsillos, el pelo largo, la barba crecida, los
zapatos rotos. Parecía preguntarse, asustado ¿qué haré?, como si él fuese el primero que se
lo preguntaba.
Vivir, hermano. Qué otra cosa vas a hacer.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora