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Un poco más allá me detuve. Un murete de piedra sucede al muro, un murete de piedra
que, al revés del muro, no oculta nada, lo muestra todo; me detuve y miré: estaba frente a
una pequeña caleta que tiene una playa sembrada de piedras que el mar lava sin
interrupción con olas que rompen con dureza. Dentro del mar, a pocos metros de la orilla,
sobresalen unas rocas manchadas con el excremento que las gaviotas, los pelícanos, los
patos liles y los piqueros depositan día tras día, año tras año. Un olor a aceite de bacalao
surge de toda la caleta y lo recibe a uno como un rostro recibe un puñetazo, dándole en la
nariz. A un lado de la playa se alzan unas casuchas de madera y calamina.
Allí me detuve y miré: a poca distancia de la orilla el mar muestra ya un color de
profundidad y la ola se hincha con mucha agua, repletando en cada pasada las grietas de las
rocas en que los alcatraces, con su aspecto de hombrecitos narigudos, esperan quién sabe
qué imposible bocado, junto a las gaviotas y a los piqueros, más inquietos, que zarpan, dan
vueltas a las rocas o se posan sobre las olas, abandonándose a ellas, hasta el momento en
que, demasiado plenas, avanzan sin remedio contra las piedras. Algunas rocas tienen, por
debajo del nivel medio de las aguas, un color desagradable de mucosa ya insensible. Otras
gaviotas vagan por la arena, aunque sólo por breves momentos, en tanto avizoran algún
trozo de cebo, un tentáculo de jibia o un trozo de tripa de pescada; si no lo hallan zarpan,
dando primero dos o tres pasitos en una media carrera, abriendo en seguida las alas y
echando atrás las patas, mientras lanzan sus destemplados graznidos. Los alcatraces, más
tímidos o más ambiciosos, no se mueven de las rocas y en todos ellos hay como un
espasmo cuando un bote lleno de pesca se acerca a la caleta. Junto a mí en la acera, un
hombre remienda una red hecha con un hilo color ladrillo. Allí me detuve y miré: fuera de
los cuatro o cinco pescadores que trabajaban y charlaban alrededor de una chalupa que
acababa de arribar, no se veían más seres humanos que dos hombres que iban por la playa
de acá para allá y de allá para acá, una y otra vez, inclinándose de cuando en cuando a
recoger algo que examinaban y que luego guardaban en sus bolsillos o arrojaban hacia un
lado u otro.
Allí me quedé, afirmado sobre el murete, como si el día tuviese ciento cincuenta horas y
como si yo dispusiera, para vivir, de un plazo de dos o tres mil años.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora