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Era un paisaje y un trabajo para hombres.
Llegamos al atardecer. El tren se detuvo, y la locomotora, con los bronquios repletos de
hollín, jadeó hasta desgañitarse. El maquinista y el fogonero que parecían, menos que hijos
de sus madres, hijos de aquella locomotora, de tal modo y a tal punto estaban negros de
carbón y relucientes de aceite, gritaron y gesticularon:
-¡Vamos, muchachos, apurarse, apurarse!
Tenían medio cuerpo fuera de la máquina, medio cuerpo en que no se distinguía de
blanco sino la esclerótica, que se veía cerca, muy cerca, más cercana que las caras, como si
perteneciera a otras personas y no a aquellas mismas. No podían quedarse allí mucho
tiempo: el tren iba muy cargado y la pendiente, pronunciada, tiraba de él con tremenda
fuerza. Podía cortarse un vagón y vagón cortado era, con seguridad, vagón perdido; nada ni
nadie lo alcanzaría o atajaría, excepto el río y su cajón, que lo atajaban todo.
-¡Vamos, vamos, apurarse!
De pronto, como irritada por el involuntario jadear, la máquina dejó oír una especie de
zapateo. Veinticinco o treinta hombres nos lanzamos a tierra desde los vagones en que
habíamos viajado desde Mendoza:
-¡Por aquí! Tomen primero los comestibles; nos conviene más. ¿Hay algo que pese más
que un saco de papas? Otro saco, ¿no es cierto? Ahí va. Un cajón: fideos. Otro cajón:
azúcar. Cuidado con ése: está roto y se cae el arroz. Esto debe ser café. Ahora las
herramientas. No se quede con la boca abierta, señor: póngame el hombro, es livianito.
¿Dónde pongo esto? Métaselo donde le quepa. Ja, ja, ja. ¿De dónde sacó esa risita de
ministro? Vamos, muchachos, apurarse. ¡Miércoles, me reventé un dedo! No se aflija: aquí
las heridas se curan solas; la mugre las tapa y las seca. Los baldes, las palas, las picotas, la
dinamita, los fulminantes, las mechas. ¿Qué más? ¿Y esos bultos? Ah, son las carpas.
Cuidado: allá van. Listos. ¡Váyase!
La locomotora jadeó más fuerte, lanzó un zapateo que hizo retemblar el suelo y partió,
chirriando sobre la cremallera. Los veinticinco o treinta hombres, de pie a ambos lados de
la línea, nos quedamos mirando unos a otros.
-No se queden ahí parados como penitentes. Todavía no hemos concluido; estamos
empezando. Hay que llevar esto para allá, allá, sí, donde está esa piedra grande. Vamos,
niñitos, vamos, aquí obscurece muy temprano. Los cerros son demasiado altos. Ese es el
Tolosa. Qué le parece. Tiene no sé cuántos metros. Cerca de la cumbre se ve una bandera;
alguien la puso ahí; alguien que subió y no bajó. ¿Por qué se mira tanto el dedo? ¿Tiene
miedo de que se la achique con el machucón? Creo que me lo reventé. Poco tiempo en
Chile; mucho tiempo en el calabozo. Llévese esto al hombro; así no le dolerá el dedo; lo
deja caer no más; son papas. A ver, a ver, no; está bien. ¡Qué hubo, muchachos! No me grite. Perdone. Creí que era sordo. Usted, el de la
barba: tome de ahí, deje la pipa, señor. ¿Italiano, eh? Porca miseria. Aquí la barba le podrá
servir de abrigo: hace más frío que en el polo. Bueno, las carpas. Ahí van, agarren.
Cinco hombres tomamos el primer bulto, lo levantamos y con él en vilo nos miramos:
-¿Dónde lo ponemos?
-Hay muchas piedras.
-No importa; armémoslas primero y después sacaremos las piedras. Tome de aquí; eso
es; tire para allá. Usted: tire para acá.
Bien, el palo. Levanten. Un momento; ya está. No suelten. El otro palo. Listos. Las estacas.
No hay. ¿No hay? Entonces nos jodimos. No; aquí están. ¿Todavía le duele el dedo?
No tuvo tiempo de contestar. Fue primero como un latigazo dado con un trozo de lienzo
pesado, un latigazo que envolvió a todo y a todos. Las carpas, y a medio levantar,
retrocedieron y parecieron chuparse a sí mismas. Los hombres, sorprendidos, miramos a un
mismo tiempo hacia una misma parte; no había nada que ver: era el viento. Resonó un grito
más fuerte, más imperativo:
-¡Vamos, muchachos, fuerza!
Empezó la lucha. La segunda pasada del viento dejó a algunos hombres con las manos
ardiendo: el soplo, al echar al suelo las carpas, les arrebató on furia las cuerdas que tenían
tomadas desprevenidamente; otros hombres, sepultados debajo de las carpas, gateaban
buscando una salida. Hubo una explosión de risas. Aquello no era más que un juego, un
juego entre el hombre y el viento. Pero la alegría duró sólo hasta el momento en que,
levantadas de nuevo las carpas, el tercer soplo las echó de nuevo al suelo:
-¡Viento de carajo! Agarren y no suelten. Eso es. ¡Qué se habrá imaginado este maricón!
Usted, clave las estacas; ahí está el macho. Rápido, niños; traigan piedras; no, más grandes,
y amarren fuerte, que les crujan los huesos. ¡Eso es, muchachos! Cuidado, ahí viene.
La ráfaga derribó tres de las carpas, pero los hombres, que habían logrado estabilizar las
otras tres, se fueron rabiosos sobre ellas:
-¡Atrinquen!
Las órdenes restallaban:
-¡Firme ahí! ¡Ahora, todos a un tiempo!
Luchábamos jadeando, moviéndonos como si boxeáramos con un adversario demasiado
movedizo. El viento, entretanto, soplaba con más bríos, pero, por suerte, de modo intermitente, lo que permitió que entre un soplo y otro afirmáramos las carpas. Obscurecía
cuando terminamos.
Nos acostamos en seguida; no había allí lugar alguno a donde ir a tomar un café a
conversar y ni siquiera valía la pena salir de la carpa o de la construcción de madera y
planchas de calamina hecha para servir de comedor. Se abría la puerta y se salía y era como
tropezar con un tremendo muro, un grueso, alto y negro muro de obscuridad y de silencio.
Únicamente se escuchaba el rumor del río y eso sólo cuando no soplaba viento; de otro
modo no se oía sino el viento, que es como no oír nada. Los hombres volvían a entrar,
tiritando y riendo:
-¡Por mi abuela, no se ve nada!
Sólo al cabo de un momento de espera y nada más que por exigencias ineludibles se
animaban a dar unos pasos, pocos y vacilantes; había piedras y rocas, altos y bajos, y no
había nada más y se tropezaba y chocaba con todas las piedras y todas las rocas y se metían
los pies en todos los bajos y en todos los altos. Satisfecha la exigencia volvían corriendo: el
viento les alborotaba la ropa, les sacaba el sombrero, les echaba el pelo sobre los ojos, les
enrollaba la manta o el poncho alrededor del cuello, los palpaba, los tironeaba, y en la
obscuridad, sintiendo cómo se les metía para adentro por la bragueta, mojándoles los
pantalones si tenían la ocurrencia de darle la car, se sentían desamparados y como vejados;
huían.
Había, como en todas partes, noches de luna pero no por eso dejaba de haber viento y
piedras y rocas y altos y bajos. Además, qué sacas con que haya luz. ¿Ver las piedras y las
rocas? Muy poético. La casa más cercana queda a dos kilómetros y en ella duerme gente
desconocida, rodeada, como nosotros, de silencio, de sombre, de viento, de rocas; se
acuestan temprano y no saldrían afuera, ya anochecido, si no fuese porque se oye algo
como el lejano restallar de un trueno o el más próximo de un gran látigo: una muralla de
piedra, un farellón de rocas estalla y cae. La otra casa queda a cuatro kilómetros y en ella
no hay más que carabineros. ¿Carabineros? Muchas gracias. Mejor es que nos vayamos a
acostar.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora