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Me afirmé en el codo y levanté el cuerpo, estiré el brazo y toqué
la tela. Algo había encima, pero no algo pesado, al contrario; empujé hacia arriba y aquel
algo corrió por la tela, que volvió a recuperar a su altura de siempre. Era más de lo que
podía soportar.
Miré a mis compañeros: dormían o fingían dormir. Eché la frazada hacia atrás; giré el
cuerpo y tomé mis ropas; me las puse, me calcé los zapatos y fui hacia la abertura de la
carpa. Hacía frío y tuvo un estremecimiento. Abrí y miré: había nevado.
No era la primera vez que nevaba en el mundo, pero era la primera vez que veía nieve,
que me veía rodeado de nieve, aunque, en verdad, no era la nieve lo que me impresionaba,
sino la sensación de soledad que me produjo, no soledad de mí mismo entre la nieve, las
rocas, el río y las montañas; aislamiento, reducción de mi personalidad hasta un mínimum
impresionante; me parecía que los lazos que hasta ese momento me unían al paisaje o al
lugar en que me encontraba y me había encontrado antes, en todas partes, lazos de color, de
movimiento, de fricción, de espacio, de tiempo, desaparecían dejándome abandonado en
medio de una blancura sin límites y sin referencias, en la que todo se alejaba o se aislaba a
su vez. La nieve lo rodeaba todo y rodeaba también la carpa y parecía dispuesta a
acorralarnos, a inmovilizarnos, reduciendo nuestros movimientos, vigilando nuestros pasos,
dejando huellas de ellos y de su dirección. La noche, es cierto, lo neutralizaba a uno, lo hacía desaparecer en la obscuridad, pero la nieve resultaba peor: lo destacaba, lo señalaba y
parecía entregarlo a fuerzas más terribles que las de la obscuridad nocturna.
Todo había desaparecido: las pequeñas piedras, con las cuales ya estábamos un poco
familiarizados (sabíamos, por lo menos, que estaban ahí), y aun las rocas y los senderos que
iban por las faldas de las montañas hacia las minas o hacia el río o hacia las líneas del
ferrocarril o hacia Chile. ¿Por dónde irse ahora? No había más que nieve. Eché una mano
hacia atrás y castañeteé los dedos. Dije:
-Muchachos...
Me salió una voz baja, como si tuviera la garganta apretada.
-¡Qué pasa! -rezongaron.
-Vengan a ver.
Algo extraordinario habría en mi voz: los hombres acudieron inmediatamente.
-¿Qué hay?
-Miren.
Hubo un silencio. Después:
-¡Qué más iba a durar! Llegó la nieve y se acabó el trabajo.
Se vistieron, murmurando, malhumorados, echando a la nieve a todas las partes
imaginables y no imaginables.
Cinco días después y cuando ya la primera nevada había casi desaparecido, cayó otra
nevazón; imposible encontrar nada: herramientas, materiales, hoyos, vigas; nieve de
porquería, y tan fría.
-¿Para dónde vas ahora?
-Creo que a Chile.
-¿Y tú?
-Yo, a Mendoza: voy a comprar ropa y vuelvo a invernar a Las Leñas. El capataz quiere
que me quede.
-¿Y tú, español?
-No sé. También me dan ganas de ir a Chile; pero primero debo ir a Mendoza a buscar a
mi mujer.
-Aquí está su sobre con la liquidación. Cuente y firme.
-Gracias. Poco es, pero peor es nada.
-Adiós, muchachos, adiós.
-La nieve tapaba casi toda la boca del túnel grande y el viento la arremolineaba en el
aire, cegando a los últimos caminantes cordilleranos.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora