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-Señor: necesito un certificado que acredite que soy argentino.
¡Ajá! ¿Y quién me acredita que lo es? ¿Tiene su certificado de nacimiento?
-No, señor.
¿Su libreta de enrolamiento?
-No, señor.
-¿Entonces?
-Necesito ese certificado. Debo embarcar. No tengo trabajo.
-Escriba y pida sus papeles. ¿No tiene parientes en Argentina?
-Sí, pero...
-Es la única forma: usted me trae sus papeles y yo le doy el certificado que necesita.
Certificado por certificado. ¿Dónde nació usted?
(Bueno, yo nací en Buenos Aires, pero eso no tenía valor alguno, lo valioso era el
certificado, nunca me sirvió de nada el decirlo y las personas a quienes lo dije no
demostraron en sus rostros de funcionarios entusiasmo ni simpatía alguna, faltaba el
certificado; y los peores eran mis compatriotas: además de serles indiferentes, que fuera
natural de Buenos Aires, no lo creían, pidiéndome, para creerlo, un certificado. ¡Tipos
raros! A mí no me creían, pero le habrían creído al papel, que podía ser falso, en tanto que
mi nacimiento no podía ser sino verdadero. No es difícil fabricar un certificado que asegure
con timbres y estampillas, que se es turco; no es fácil, en cambio, nacer en Turquía. Y mi
modo de hablar no se prestaba a equívocos: lo hiciera como lo hiciese, en voz alta o a
media voz, era un argentino, más aún, un bonaerense, que no puede ser confundido con un
peruano o con un cubano y ni siquiera con un provinciano; a pesar de que mi tono, por ser
descendiente de personas de lengua española, era suave, sin las estridencias del
descendiente de italianos. Pero todo esto no tenía valor, y gracias a ello llegué a
convencerme de que lo mismo habría sido nacer en las selvas del Brasil o en las montañas
del Tibet, y si continuaba asegurando, ingenuamente, mi ciudadanía bonaerense, era porque
me resultaba más sencillo que asegurar que había nacido en Matto Grosso o en El-Lejano-
País-de-los-Hombres-de-Cara-Roja... Claro está que esto ocurría sólo con aquella gente;
con la otra, con la de mi condición, con aquellos que rara vez poseen certificados o los
poseen de varias nacionalidades, sucedía lo contrario: me bastaba decir que era de Buenos
Aires para que lo aceptaran como artículo de fe. Estos creían en las personas; aquéllos, en
los papeles, y recuerdo aún la sorpresa que experimenté un día en que un hombre alto,
flaco, de gran nariz aguileña, ojos grises y nuez que hacía hermoso juego con la nariz -era
como una réplica- y a quien encontré mirando con extraña expresión los pececillos de la
fuente de una plaza pública de la ciudad de Mendoza, me contó, luego de engullir varios
racimos de uva cogidos en una viña a que yo, casi en brazos, lo llevara, que era vasco.
¡Vasco! Si aquel hombre, en vez de decir eso, hubiese sacado de sus bolsillos una cría de
caimán o un polluelo de ñandú, mi sorpresa y regocijo no habrían sido más vivos. ¡Un
vasco! Conocí muchos, allá, en mi lejana Buenos Aires, pero éstos, lecheros todos, de
pantalones bombachos y pañuelo al cuello, desaparecieron junto con mi infancia y no
tenían nada que ver con éste, encontrado por mí en una plaza pública: este vasco era mío.
Después de animarle a que comiera, ahora con más calma, otro par de racimos, le pregunté
todo lo que un hombre que ha salvado a otro de la muerte puede tener derecho a
preguntarle, y, finalmente, mientras fumábamos unos apestosos cigarrillos ofrecidos por
uno de los vagabundos que conocía yo en Mendoza y que llegó hasta allí, como nosotros, a
dar fe de la calidad de las uvas cuyanas, le rogué que hablara algunas palabras en su lengua
natal; pero aquel hombre, que sin duda se había propuesto deslumbrarme, hizo más: cantó,
sí, cantó. No entendí, por supuesto, nada, ni una palabra -dun-dun-ga-sí-bañolé-; no
obstante, aunque no entendí, y aunque la canción y sus palabras podían ser, menos o más
que vascas, checas o laponas no cometí, ni por un segundo, la insolencia de sospechar que
no lo eran. ¿Para qué y por qué me iba a engañar...? Aquel vasco, junto con todos los otros
vascos, desapareció en medio de los días de mi juventud. Era piloto de barco. ¿Qué hacía
en Mendoza, a tantas millas del mar? Me contestó con un gesto que tanto podía significar
naufragio como proceso por contrabando. No le vi más. Sin embargo, si dos días después
alguien hubiera venido a decirme que aquel hombre no era vasco sino catalán, y que lo que
cantaba no eran zorcicos sino sardanas, ese alguien hubiera pasado, con seguridad, un mal
rato).

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora