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Solos y como puedan... A los dos meses no quedaba en la casa ni una sola silla. Todo
fue vendido o llevado a las casas de préstamo: la mesa y los catres, la cómoda y el
aparador, se pignoraron los colchones de nuestros padres y también los de Joao y Ezequiel;
al final sólo quedaron dos, en el suelo, en los cuales, con sábanas muy sucias y dos
frazadas, los cuatro hermanos dormíamos en parejas.
Joao y Ezequiel lograron, sin embargo, hablar con mi padre: se mostró pesimista
respecto de sí mismo, optimista respecto de nosotros: por lo menos estábamos en libertad y
podíamos recibir alguna ayuda. ¿De quién? En contra de su costumbre, pensaba ahora en
los amigos, esos amigos de quienes nadie sabía el domicilio ni dónde se encontrarían en
determinado momento, a la hora de acostarse, por ejemplo: si en libertad, si presos, si
huyendo, si desaparecidos, si muertos. Hizo escribir algunas cartas, pues recordaba una que
otra dirección, a Chile, a Rosario, a España, a Montevideo. Mientras las cartas iban el
tiempo no se detenía y el dueño de la casa no tenía por qué esperar que las cartas llegasen a
su destino y que las respuestas volviesen; tampoco esperaban el almacenero ni el lechero, el
carnicero ni el panadero y no podíamos decirles lo que pasaba y rogarles que esperasen. No
llegó, por lo demás, ninguna respuesta. Joao y Ezequiel buscaron trabajo y yo también lo
busqué, de mozos, de mandaderos, de aprendices de algo; ofrecían sueldos de hambre, si
los ofrecían. Trabajé una semana en una sastrería: «no hay sueldo; sólo le daremos el
almuerzo». Aprendí a pegar botones. Llegaba a casa y no encontraba a nadie: mis hermanos
vagaban por su lado. Me sentaba en uno de los colchones y esperaba; se hacía de noche,
encendía una luz y leía; por fin, hambriento y cansado, me dormía hasta la mañana
siguiente. No se podía seguir así. Joao resolvió marchar a Brasil y lo anunció y se fue, no
supimos más de él. Mi padre, por otra parte, fue condenado a una enorme cantidad de años
de prisión, diez, quince, veinte -ya daba lo mismo-, y no existí abogado que fuese capaz, ni
siquiera cobrando sus honorarios, de disminuirle, aunque fuese en la mitad, esa cantidad de
años, tan grande, que a nosotros, que no llegábamos ni a los veinte de edad, nos parecía casi
cósmica.
Un día amanecí solo en la casa: ni Daniel ni Ezequiel llegaron a dormir. Sentí que había
llegado el instante que temíamos: di una vuelta por el patio y entré a los dormitorios; miré
los rincones, las puertas, las ventanas, los techos: en esa casa había vivido, hasta unos
pocos días, atrás, una familia, una familia de ladrón, es cierto, pero una familia al fin; ahora
no había allí nada, no había hogar, no había padres, no había hermanos; sólo quedaban dos
colchones, dos frazadas, dos sábanas sucias y un muchacho afligido. Recogí una frazada, la
hice un paquete que metí bajo el brazo y salí: si Daniel y Ezequiel regresaban, por lo menos
tendrían dónde dormir y con qué taparse. Junté la puerta y todavía con la manilla en la
mano, antes de dar el tirón que la cerraría, pensé en el lugar hacia el cual iba a marchar.
Enorme era Buenos Aires para un niño que está en esa situación. Elegí el barrio de
Caballito. Habíamos vivido allí un tiempo, en otra temporada, y recordaba aún a algunos
niños que fueron nuestros amigos. Hacia allá enderecé mis pasos.
La suerte me fue propicia, aunque sólo a medias: cerca del anochecer, en los momentos
en que desesperaba ya de encontrar a alguien conocido -mis amiguitos no aparecieron
(¡quién sabe a dónde los había llevado la marea que ahora me llevaba a mí!)-, encontré a
alguien, una mujer delgada, baja, vieja ya, si no de edad, por lo menos de aspecto, y
humildemente vestida. Daba la impresión de una gallina que ha enflaquecido y va
perdiendo sus plumas: se llamaba Bartola. No era un hombre feliz para aquel encuentro,
pero peor era no encontrar a nadie. La conocíamos desde años atrás y nos visitaba a
menudo en compañía de su marido, un hombre bajo, robusto, siempre con una barba de por
lo menos siete días, sucio, casi rotoso, de cara hosca y penetrantes ojillos. Era cojo. Había
sido ladrón y dejado el oficio a raíz de la pérdida de una pierna: al atravesar, borracho, un
paso a nivel, no hizo caso de las señales y un tren de pasajeros se le vino encima y le cortó
la pierna un poco más abajo de la rodilla. Era ladrón nocturno: ¿qué iba a hacer con una
pierna menos? Se dedicaba a comprar pequeños robos, que vendía luego a clientes tan
miserables como él -dueños de tenduchos de ropa usada generalmente- y con eso vivía mal
que bien o tan mal como bien. Llevaba una pierna de palo y con ella golpeaba sin
misericordia sobre las baldosas, los adoquines o los pisos de las casas; una argolla de hierro
defendía la parte inferior de la pieza ortopédica contra las inclemencias del uso: temía quizá
que se le astillara. La parte baja de la pierna del pantalón que correspondía a la pata de palo
mostraba siempre desgarraduras e hilachas y parecía como incómoda.
Bartola, cosa rara, hablaba con gran dulzura y había en ella algo más raro aún: esta
mujer, que parecía estar siempre aterida -vivía con las manos juntas, como si tuviera
eternamente helados los dedos-, tenía unos hermosos ojos, no grandes, no ornados de largas
pestañas o de bien dibujadas cejas, sino que de un color extraordinario, un color como de
miel, pero de miel luminosa, irradiante, color que daba a su rostro una expresión de
profunda bondad y cierta curiosa distinción. Mirando sus ojos nadie se habría atrevido a
asegurar que se llamaba Bartola. Me preguntó qué andaba haciendo por el barrio y le conté
todo, de un tirón: necesitaba contarlo a alguien. Me escuchó impresionada, y luego,
mirándome con placidez, me preguntó, como si no le hubiera contado nada:
-Entonces, ¿no tiene dónde dormir?
Hice un gesto de impaciencia y la mujer calló. Luego dijo:
-¿Por qué no viene conmigo? Tal vez Isaías pueda tenerlo algún tiempo en la casa.
Acepté, aunque sin mucho entusiasmo, y fuimos. No se podía exigir gran cosa a esa
hora. Vivían en una casa pobrísima, casi un rancho, situada en una calle un poco perdida,
que corre paralela a las líneas del Ferrocarril Oeste: durante todo el día pasaban por allí
trenes y durante todo el día pasaban por allí trenes y durante todo el día se escuchaba el
grito de las gallinetas que los vecinos, todos muy pobres, criaban con algunas gallinas, este
o aquel pato y tal o cual pavo. Más allá de la casa, levantada cerca de la acera, se extendía
un terreno con algunos árboles frutales, duraznos sobre todo, y se alzaba lo que parecía el resto de un gallinero y que era sino el gallinero mismo. Las cercas que separaban unas
casas de las otras eran todas de rejillas de alambre de pasos grandes, todas destrozadas,
mostrando roturas que los vecinos tapaban como su ingenio se lo permitía, con latas, trozos
de bolsas o pedazos de otras rejillas de alambre, de pasos más pequeños o más grandes,
según lo que encontraban a mano. Las aves aprovechaban aquellas roturas para dar
expansión a sus inagotables instintos de vagancia, con el resultado de que siempre, entre
una casa y otra o entre varias, había alguna bronca por el pollo, el pato, la gallina o la
gallineta que se pasó para acá o desapareció más allá.
En contra de lo que temía, Isaías me recibió muy bien.
-¿No es el hijo de la paisana Rosalía? -preguntó animadamente, casi con voz de falsete,
al verme aparecer en su casa-. ¡Qué crecido está!
-Sí -dijo la señora Bartola, con una voz como de resignada-: él es: Anicetito.
-¿Y qué lo trae por acá? -preguntó con el mismo brío, echando una mirada al envoltorio
que se veía bajo mi brazo-. ¿Algún encargo del papá?
Mi padre solía venderle, alguna que otra vez, y más bien para favorecerlo, algunas de las
chucherías que le sobraban; pero esta vez no había encargo alguno de papá. Bartola le
informó, juntando las manos, y en pocas palabras, de lo que ocurría y de lo que se trataba, y
su marido, ya sin entusiasmo y con voz más natural, luego de darme repetidas miradas, la
mitad de las cuales eran para el envoltorio, aceptó alojarme algunos días en su casa.
-Mientras encuentra dónde acomodarse -advirtió.
Una semana después, convertido en sirviente, hambriento, mal tratado, sucio y rabioso,
comprendí que existía algo peor que perder la madre y tener al padre en Sierra Chica o en
Ushuaia y que ese algo peor era el estar expuesto a que cualquiera, sin necesidad y sin
derecho, lo tratara a uno con la punta del pie. Isaías era algo así como una mula y como una
mula procedía con toda persona o animal que estuviese bajo su dependencia: pateaba con su
pierna de palo argollada de su dependencia: pateaba con su pierna de palo argollada de
hierro, al perro, a las gallinas, a las gallinetas, a los pavos y a Bartola, la de los hermosos
ojos; nada se le escapaba. Al recibir la primera patada ni siquiera lloré, tan grande fue el
estupor y el dolor que sentí; no había recibido hasta entonces sino uno que otro coscorrón y
tal o cual palmada en el trasero, muy suave todo. La patada de Isaías -imposible llamarla
puntapié-, recibida inesperadamente y en pleno sacro, pareció partirme la espalda. El dolor
me dejó sin palabras y sin lágrimas, aunque la espalda. El dolor me dejó sin palabras y sin
lágrimas, aunque después, cuando el bárbaro se hubo ido, lloré bastante, más que de dolor,
de vergüenza y de coraje. No pude comprender, y todavía no comprendo, por qué a un
muchacho que ha comido dos panes en vez de uno sólo, como se espera, se lo pueda dar
una patada. Pero mi coraje no fue pasivo: busqué, mientras lloraba, un trozo de ladrillo, y la
dejé en un sitio que me quedara a mano en cualquier momento encima de uno de los
horcones del gallinero. Días después, dos o tres, recibí la segunda patada, la última: olvidé
cambiar el agua de las gallinas y echar el pasto a las gallinetas, un pasto que debía ir a
buscar a la parte baja del terraplén del ferrocarril. Sentí el mismo dolor y el mismo estupor, pero ya sabía lo que tenía que hacer. El bárbaro, ignorante de mis propósitos, eligió mal el
lugar en que me soltó y pegó la segunda coz: el trozo de ladrillo estaba al alcance de mi
mano. Reteniendo los sollozos lo tomé y casi sin apuntar, lo disparé, dándole en el cráneo:
vaciló, inclinándose, y se llevó la mano a la cabeza, mirándome entretanto, con asombro:
acostumbrado a la mansedumbre del perro, de las aves y de su mujer, le extrañaba que
alguien le contestara: en la misma o parecida forma. Cuando vi que la, sangre empezaba a
correrle por una de las mejillas, me refregué las manos, como quien se las limpia de algo
que las ha ensuciado, y huí hacia el fondo del terreno, que estaba siempre lleno de charcos
de agua y de barro; atravesé la cerca y subí al terraplén; desde allí me volví y miré: Isaías
continuaba en el mismo sitio, mirándose la mano llena de sangre; Bartola, parada cerca de
él, me miraba como despidiéndose. Los miré durante un segundo, como para que no se me
olvidaran más, me despedí mentalmente de la frazada y partí caminando, en dirección al
campo, alejándome de la ciudad. Al atardecer, un tren de carga se detuvo en la estación en
que me encontraba descansando. Un grupo de hombres viajaba en un vagón. Me acerqué.
Los hombres me observaron; los miré. ¿Para dónde irían? Eran, de seguro, trabajadores.
Uno de ellos, alto, de bigote, delgado, con hermosos ojos verdes, me gritó:
-Ché, muchacho: ¿querés ir con nosotros?
-¿Para dónde? -pregunté, poniendo ya un pie sobre la escalerilla del vagón.
Los otros hombres miraban y sonreían.
-A la provincia, a la cosecha del maíz.
Vacilé, entonces.
-Subí: no tengás miedo -dijo afectuosamente el hombre.
No tenía miedo. No era el primer muchacho que salía a correr el mundo. Subí al vagón.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora