6

136 3 0
                                    


Fui llevado preso, no sin que el policía tuviese que darme dos tirones para obligarme a
caminar. Me sentía rabioso, pero mi conciencia estaba intranquila y accedí a marchar. No
hablamos durante el trayecto, y cuando él lo hizo fue para renegar desabridamente contra
los revoltosos, que tanto trabajo daban. No supe qué contestarle; por lo demás, no esperaría
respuesta. Por sus palabras me di cuenta de que no me había visto arrojar la piedra;
procedió a detenerme sólo porque me vio correr. Era un motivo fútil, pero todos los
motivos podían ser buenos aquella noche. Se trataba de un hombre bajo y esmirriado;
durante el camino pensé en desasirme y huir -me llevaba tomado de una bocamanga;
afirmados los dedos en los botones-; recordé, sin embargo, que era día de motín y noche de
manos libres y me contuve. ¿Si le diera un puñetazo en el pecho y lo tumbara? Es
enclenque y caerá como un saco mientras desaparezco; pero ¿y si no le doy bien y resiste?
De seguro, va armado de un revólver; si no me ha visto tirar la piedra no tendrá cargo en mi
contra y seré puesto en libertad; aquí está el cauce, un salto y si te he visto no me acuerdo,
pero no lo conozco y no sé dónde caeré, si en un charco de agua, encima de un perro
muerto o en un hoyo, donde me quebraré un brazo o me saltaré los dientes. Desistí. A lo
lejos se oían el griterío de los hombres y el correr de los caballos. Por segunda vez en mi
vida iba a entrar detenido a una comisaría, ahora sin madre y sin que a mi lado y detrás
estuviese ella, mi padre, mi casa, mis hermanos.
La comisaría, situada en la falda de un cerro y pintada por fuera de blanco y verde, era
una comisaría igual a todas, mal alumbrada, con olor a orines y a caballos, rejas de hierro y
pavimento desigual. En la sala de guardia se me tomó el nombre, se preguntó al policía por
qué me traía -desorden, aseguró- y fui pasado al calabozo. No tuve oportunidad ni tiempo
para decir nada, para defenderme o para pedir que se me dijera en qué forma había
cometido desorden; era un detenido y eso era suficiente. «Irá con parte al juzgado», dijo el
oficial, rubio y rosado sucio, de piel grasienta, con un bigote descompuesto y sin gracia, un
poco húmedo. El policía del sable desapareció y fui entregado a otro, que me dijo: «por
aquí», como si me fuera a introducir en una sala de recepciones. El patio que se extendía
detrás de la reja era amplio y estaba rodeado de altas murallas; en sus márgenes se
adivinaban algunos calabozos con puertas de madera, que impedían ver quiénes estaban
dentro.
Fui metido en uno con puerta de reja, iluminado por una débil ampolleta pegada al
techo. Había esperado que la comisaría estuviese llena de todos los hombres traídos del
pasaje, pero quizá estaban en aquellos calabozos cerrados, de donde salían gritos vacilantes y una que otra voz firme que gritaba algo contra alguien o contra algo. Aquel en el que fui
introducido por el policía, que me dijo de nuevo «por aquí», estaba ocupado por una sola
persona, que yacía en el suelo, casi en el centro, los pantalones caídos y enredados en los
pies, y el trasero y las piernas al aire, roncaba como si estuviera en su cama. Era, sin duda,
uno de los borrachos traídos del pasaje, y digo que era uno de los borrachos porque sólo un
hombre en estado de embriaguez, y de profunda embriaguez, habría hecho lo que aquél:
encerrado allí sintió, por lo visto, deseos de defecar, pero borracho como estaba no logró
advertir que en un rincón del calabozo, que era bastante amplio, había una taza apropiada, y
no viéndola y urgido por su deseo optó por desahogarse en suelo y así lo hizo,
abundantemente, quedándose luego dormido sobre sus laureles, encima de los cuales,
finalmente, se sentó; sentado, buscó mayor comodidad y se tendió de lado para dormir. Su
trasero y sus muslos se veían cubiertos de excremento.
El hedor era terrible. El excusado, como de comisaría, no olía a nada soportable y el
excremento del borracho hedía como diez mil excusados juntos y algo más. El hedor, cosa
curiosa, recordaba el que las cantinas del pasaje producían y arrojaban sin cesar hacia la
calle: ese olor vinagre, como de cebollas en escabeche y vino fuerte, un olor picante que
hería las mucosas. El borracho lo había traído consigo; pero si aquél hedía, éste desgarraba.
Me sentía rodeado de una gran soledad y el hombre tendido en el suelo contribuía a
aumentarla: no me parecía un hombre sino un animal, menos que un animal, una bestia;
menos que una bestia, no sé qué. Pensé, sin embargo, que, salvo el hedor, aquello era lo
mejor que podía ocurrirme; porque ¿qué habría hecho si lo hubiese encontrado borracho y
despierto? ¿Qué me habría dicho y qué habría podido contestarle? Pensé también que de
haberle visto unas horas antes, en el motín, me hubiese parecido, viéndole correr o ejecutar
alguna acción ágil o apasionada, un ser lleno de simpatía y de fuerza, quizá si valiente.
Ahora, embargada su alma por el alcohol, era sólo una bestia hedionda y allí yacía, también
en soledad, una soledad sumergida en mierda. Las cantinas continuarían abiertas, con sus
grandes planos, sus camareras, sus centenares de botellones de morado vino o de rosada
chicha y aquí estaba el fruto de ellas, tendido en el suelo, durmiendo y con el trasero a la
vista.
Ignoro por qué, aquel hombre me intimidó; al entrar pasé junto a él en puntos de pie,
mirándolo de reojo. El policía por su parte, se quedó un momento junto a la reja, después de
cerrar, mirando también. Antes de irse, pasó sus ojos del borracho a mí, dándome una breve
mirada, una mirada que, no decía nada, como si nada hubiese visto o visto algo que estaba
fuera de la sensibilidad humana. Tal vez sus ojos estaban ya curtidos para siempre. Me
senté en la tarima, buscando un lugar desde el cual pudiera evitar la vista de aquel hombre,
cuyo aspecto me llenaba de una terrible vergüenza, no porque hubiese impudicia en ello,
sino porque había inconsciencia; el hecho de que no supiera ni pudiera saber el estado en
que se encontraba, era lo que me producía aquella sensación; me parecía que, por mi parte,
tenía alguna culpa en ello, no sé en qué, y seguramente no la tenía, pero no podía estar
tranquilo: se me figuraba que también estaba como él, con las piernas y el trasero al aire,
que su trasero y sus muslos eran los míos y los de todos los hombres. Pero ¿qué podía
hacer? Intentar despertarlo, limpiarlo, vestirlo, estando en el estado de embriaguez en que
estaba, era una locura: se daría vuelta en contra del que intentase hacerlo, pelaría con él, le
atribuiría quién sabe qué intenciones y por fin daría unos horrorosos aullidos; vendrían los policías y uno debería explicar por qué y cómo aquel hombre se encontraba con los
pantalones abajo y el culo al fresco; es posible que no lo creyeran: ¿cómo puede un hombre
llegar a ese estado? No. Por otra parte, ¿cómo se las iría a arreglar, por sí mismo, cuando se
le pasara la borrachera y advirtiera el estado en que se encontraba? No quise ni pensar en
ello.
Durante unas dos horas estuve allí, intimidado y arrinconado por ese hombre y sus
nalgas, blancas y gordas, llenas de inmundicia. Al cabo de ese tiempo reapareció el policía,
el mismo del «por aquí», y abrió la puerta y me miró. Noté que hacía lo posible, ahora, por
no ver al borracho. «Venga para acá», me dijo, con una extraña voz, entre compasiva y
tierna. Me levanté, pasé en puntillas junto al borracho y salí del calabozo. El policía,
mientras cerraba, no pudo impedir que sus ojos miraran a aquel ser, atrayente y repelente al
mismo tiempo. Por fin, sacando la llave del candado que aseguraba las cadenas con que
cerraba el calabozo, dijo, encogiéndose de hombros y dándome una mirada de
comprensión:
-Por la madre, ¿no?, que un hombre pueda llegar a ese estado...
Era a principios de otoño y el cielo estaba negro y estrellado; hacía un poco de frío.
-Quédese aquí -me dijo el policía, dirigiéndose hacia los calabozos con puertas de
madera.
Allí quedé, mirando al cielo y respirando profundamente, queriendo expulsar de las
mucosas el recuerdo del hedor. El policía, tras de buscar entre sus llaves la que necesitaba,
abrió uno de los calabozos; un chorro de luz escapó hacia el patio, miré hacia adentro; tal
vez una docena de hombres se hacinaba allí; se veía a varios tendidos, como durmiendo, los
demás, sentados en las orillas de la tarima, parecían enormes patos liles.
-A ver, a ver, los revoltosos, para afuera. Sí, todos. ¿Por qué lo trajeron a usted?
También. Claro, ninguno ha hecho nada, pobrecitos; yo tampoco, y aquí estoy. No. Los
borrachos se quedan; que se les pase la mona. ¿A dónde van? A la Sección de Seguridad y
después al juzgado. La noche es larga, niños, y es mejor pasarla en cama. Puchas, si yo
pudiera... Ya, ya, vamos.
Los hombres salieron de uno en uno, encandilados, refregándose los ojos, bostezando,
desperezándose y echando tal cual escalofrío; algunos tosían y escupían con violencia. Eran
los mismos hombres del motín, obreros, jornaleros, vendedores ambulantes o gente de la
bahía, que se había dejado arrastrar por la tormenta, participando en ella y luego, en esta o
en aquella circunstancia, caído en manos de la policía. Ninguno parecía asustado o
apesadumbrado por su situación. Fuese lo que fuera lo que habían hecho, no era nada grave
y parecían saberlo; por lo demás, no sería la primera vez que estaban presos. Es difícil que
un hombre del pueblo no lo haya estado alguna vez o varias veces; son tantas las causas:
desorden, embriaguez, equivocaciones, huelgas, riñas o pequeñas y a veces inocentes
complicidades en hechos de poca importancia.
-Pónganse ahí, todos juntos -indicó el policía, dirigiéndose después hacia otro calabozo.
Los hombres se acercaron y nos miramos con aire tranquilo, como de camaradería;
estábamos detenidos por la misma causa. En pocos momentos la reunión alcanzó a unos
treinta hombres que el policía procedió a seleccionar: los borrachos se quedaban; los
detenidos por delitos comunes, también; sólo los del motín debían estar allí.
-Usted, no: los revoltosos, no más; no hay que juntar a los pillos con los honrados ni a
los borrachos con los sosegados.
Tenía un criterio parecido al del hombre cuadrado: cada uno en su lugar. Algunos
hombres volvieron al calabozo.
-Listos -anunció el policía a través de la reja que cerraba el patio-. Ya están todos.
Tres o cuatro policías, también bostezando, tiritando, desperezándose y echando uno que
otro escalofrío, entraron al patio y nos hicieron formar de a dos en fondo.
-Vamos -mandó el oficial, que vigilaba la maniobra desde la puerta de la sala de guardia.
-Adelante.
Se abrió la puerta de reja y avanzamos. En la calle esperaban dos coches policiales y en
ellos, escoltados por los vigilantes, entramos, repartiéndonos en los asientos. Se cerró la
puerta, se corrió una barra y se escuchó el cerrar de un candado.
-¡Caminando!
No se veía nada, a pesar de que el coche tenía unas como persianas fijas, que dejaban
entrar un poco de luz y aire. Los hombres empezaron a charlar.
-Puchas: me helé; tengo frío y hambre.
-¡Para qué más! Con eso tiene suficiente.
-¿Quién tiene un cigarrillo?
-Aquí hay: saque.
-¿Dónde? No veo nada.
-Aquí.
Se encendieron algunos fósforos y durante un instante pude ver los rostros de mis
compañeros; pero la luz duró poco y volvieron las tinieblas mientras el coche rodaba por
las calles.
-¿Por dónde vamos?
-Creo que es la Avenida Independencia.
-Bueno: ¿y qué va a pasar?
-No sería raro que nos condenaran por borrachos: cinco días.
-Y yo que tenía un buen trabajito. En fin, qué le vamos a hacer.
-Se encendía aquí y allá el fuego de los cigarrillos.
-En menos de un mes he caído dos veces preso. Puede ser que no me toque ahora el
mismo juez.
-¿Qué le pasó?
-¿Qué no le pasa al pobre? Estaba con unos amigos, tomando unos tragos y cantando en
casa de un compadre, cuando se abrió la puerta y entraron varios policías. No estábamos ni
borrachos. ¿Qué pasa? Todos detenidos. ¡Bah! ¿Y por qué? Por ebriedad y escándalo. Esta
sí que es buena... Si hubiéramos estado borrachos o siquiera a medio filo, se habría armado
la tremenda, pero, no, estábamos tranquilos. Total: cinco días de detención o cinco pesos de
multa. Pagamos y salimos.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora