1

190 3 0
                                    

Tercera parte


A pesar de todo, mi infancia no fue desagradable; no lo fue y estuvo llena de
acontecimientos apasionantes, aunque a veces un poco fuertes. La casa estaba siempre
limpia, ya que mi madre era una prodigiosa trabajadora, y no conocí el hambre y la
suciedad sino cuando me encontré, sin las manos de mis padres, entregado a la mías
propias, y a pesar de ser hijo de ladrón, el ser más aborrecido de la sociedad, más
aborrecido que el asesino, a quien sólo se teme, viví con mis hermanos una existencia
aparentemente igual a la de los hijos de las familias honorables que conocí en los colegios o
en las vecindades de las casas que habitamos en esta o en aquella ciudad.
Los niños con quienes intimé en la infancia y hasta el principio de la adolescencia no
supieron nunca que su compañero de banco, su condiscípulo o su vecino, que a veces les
aventajaba en los estudios y que otras les iba a la zaga, pero a quien, de todos modos,
estimaban o por lo menos con quien compartían sus juegos, cambiaban sus trompos o sus
bolitas, sus lápices y sus plumas, sus figuras de mujeres recortadas de las cajas de fósforos
o extraídas de las cajetillas de cigarrillos de sus padres o propias, era hijo de ladrón. Ignoro qué cara habrían puesto, de haberlo sabido; de extrañeza, seguramente, pues nada en mis
ropas ni en mi conducta ni en mis rasgos indicaba que fuese hijo de una persona
socialmente no respetable. No me sentía, con respecto a ellos, en inferioridad de
condiciones: sus padres, obreros, empleados, médicos, comerciantes, industriales, mozos o
lo que fuesen, tenían sobre el mío sólo una ventaja: la de que no se les tomaría preso sino
cuando cometieran un delito, posibilidad de que no estaban exentos y seguridad de que no
gozaba mi padre más que en los lugares en que no era conocido, pues en los otros,
cualquier policía, por infeliz que fuese, podía detenerlo, si se le antojaba, nada más que
porque sabía quién era. En cuanto a lo demás eran iguales, es decir, padres, con la
diferencia de que el mío no llegaría a conocer, como el obrero o como el empleado, como
el médico o como el ingeniero, lal cesantía o las enfermedades profesionales, ni como el
industrial o como el comerciante, las quiebras o la escasez de las materias primas (aunque
quién sabe si la prisión debiera considerarse, para los ladrones, un riesgo o enfermedad
profesional). No estaba orgulloso de ello, pero tampoco me sentía apesadumbrado: era mi
padre y lo adoraba y quizá si, inconscientemente, lo adoraba más porque era ladrón, no
porque su oficio me entusiasmara -al revés, porque a veces me dolía-, no que lo fuese, sino
las consecuencias que el hecho solía producir.
En cuanto a mí y a mis condiscípulos o vecinos no había, aparentemente, diferencias
apreciables: para ellos y para mí regían las mismas leyes, y el hecho de que fuesen hijos de
gente honrada no les daba, ni en el presente ni el futuro, ventaja alguna, así como yo
tampoco la tenía por el hecho de ser hijo de ladrón; conocí y traté hijos de obreros, de
empleados y de profesionales que se quedaron, de la noche a la mañana, sin padre o sin
madre y que debieron abandonar la escuela y tomar un oficio o un trabajo cualquiera para
ganarse el día de hoy, dejando al azar el de mañana y el de pasado mañana. Es posible que
no tuvieran la oculta inquietud -nosotros tampoco la teníamos en demasía- de ser hijo de
ladrón y de que se supiera, pero tendrían con seguridad otras, ya que todos los padres no
pueden ser irreprochables; la de ser hijos de inmigrantes, por ejemplo, o de borrachos o de
rufianes. Tal vez, a pesar de todo, tendrían alguna superioridad sobre mí, pero, en verdad,
nunca me di cuenta de ello y, por el contrario, a veces sentí que la superioridad estaba de mi
parte. ¿Por qué? Era, quizás, una defensa inconsciente, pero, sea como fuere, como niños
éramos iguales y jamás me sentí por debajo de ellos. De otro modo quizá si mi infancia no
habría sido tan soportable.
Tampoco estuve rodeado de gente sucia o grosera, borracha o de malas costumbres, y
eso a pesar de que sentí respirar cerca de mí, pues estuvieron alguna vez en mi casa, uno y
quizá dos asesinos. No tenían nada que ver con mi padre ni con sus actividades
económicas. Traían mensajes desde alguna ciudad lejana o desde el rincón de algún
calabozo; individuos que a veces vivían a la sombra de tales o cuales ladrones o de tales o
cuales caudillos políticos o dueños de casas de juego o prostíbulos; asesinos, casi siempre,
por equivocación o por estupidez, condición que los hacía más peligrosos. Cuando uno de
ellos apareció en nuestra casa, percibimos en él algo extraño: estuvo cerca de dos horas,
sentado en una silla, esperando a nuestro padre, y durante todo ese tiempo, aunque pasamos
una vez y otra vez frente a él; no se le ocurrió hacernos una broma o dirigirnos la palabra,
cosa que cualquier hombre normal habría hecho sin esfuerzo al ver que tres o cuatro niños
desfilaban ante él, mirándolo con insistencia. Cuando se aburrió de la espera y decidió marcharse, le miramos irse con cierto secreto alivio: sus gruesas y rojas manos, que
mantuvo inmóviles sobre sus entreabiertas piernas, no nos gustaron.
-Sabía que me estaba esperando -dijo mi padre- y por eso me atrasé.
No quería verlo: había asesinado a un compañero. El muerto, llamado Ricardo, dejó una
viuda y una hija pequeña. Aquel día estuvieron en la estación Retiro, a la llegada del tren
internacional, y se retiraron con las manos vacías. Un pasajero, no obstante, se acercó al
agente de turno y le comunicó la pérdida de su cartera, en la que llevaba varios cientos de
pesos. No pudo precisar dónde fue robado, aunque sí aseguró que dos o tres estaciones
antes de llegar tenía aún la cartera en el bolsillo. Sospechaba de un hombre, alto, delgado,
vestido de negro, que se acercó mucho a él en el pasillo. No dio detalles más precisos.
Ningún otro carterista había sido visto por ahí, y Ricardo era alto y delgado y vestía de
negro. Ricardo negó: la única cartera conseguida en aquel día de trabajo contenía sólo
dieciocho pesos, nueve de los cuales estaban ya en el bolsillo de su compañero de trabajo,
ya que los ladrones, al revés de otros socios, comparten por igual sus ganancias. No había
más.
El Tano Veintiuno se hizo cruces: ¿cómo pudo Ricardo hacerse de una cartera sin que él
se diera cuenta? «No puede ser», protestó, cuando le sugirieron que Ricardo podía haberla
obtenido solo, quedándose con todo. «¿No se separó de vos?» «Sí, porque el inspector
caminó hacia donde estábamos; pero fue un segundo; subió al coche por una puerta y bajó
por la otra, sin pararse». «En ese momento ha sido» «Pero, ¿cómo?, ¿solo?» «Ricardo tiene
buenas manos y puede robar sin necesidad de que lo ayuden». Se convenció de que así era,
y Ricardo Salas, El Manzanero, recibió en los riñones una puñalada que lo dejó
agonizando, durante horas, en una solitaria calle del barrio de Palermo. La codicia y el
temor de ser burlado llevaron a aquel hombre a matar al que lo sacara de su condición de
peón en los mataderos de Liniers para hacerlo ladrón.
Se habían conocido mientras El Tano cumplía una condena por lesiones, compartiendo
ambos una celda. Al ser puesto en libertad, Ricardo mandó a su mujer a visitarle y le envió
ropas, cigarrillos, café, yerba, azúcar. El Manzanero creía hacer un bien al ascender al
ladrón al matador de cerdos que terminaría asesinándolo a traición. Pretendió enseñarle a
hurtar carteras, pero el patán, además de torpe, era cobarde y se negó a acercarse a nadie y
sacarle el dinero limpiamente, como lo hacían otros, menos vigorosos que él. Su papel se
limitaba a preparar a la víctima, deteniéndola, haciéndola girar, apretarla, y lo hacía bien; la
víctima podía revolverse, gritar, insultarle y hasta pegarle; El Tano no tenía sensibilidad
para los insultos y los golpes no le impresionaban. No se atrevía, sin embargo, a meter las
manos en un bolsillo ajeno. Ricardo lo animó, asegurándole que sólo necesitaba decidirse:
el que roba una cartera, roba ciento: él lo ayudaría, desempeñando su papel. No, che.
Admiraba a su compañero, ágil y audaz, que no parecía temer a nada ni a nadie, pero no se
decidió.
Para matarlo, en cambio, no necesitó que nadie lo animara. Vivía después casi de
limosna, ya que ningún otro ladrón quiso hacerse cargo de él; sólo lo utilizaban como
sirviente o mensajero, dándole de vez en cuando una propina. «Terminará en policía»,
decían algunos, aunque la verdad es que parecía no haber lugar alguno para él en el mundo.
Después de asesinar a Ricardo supo la verdad: Ireneo Soza, El Paraguayo, había robado
aquella cartera; venía en el mismo tren y era delgado, alto, vestía de negro y no era
conocido de la policía de Buenos Aires. El Tano no se inmutó: El Manzanero estaba bien
muerto y nada podía resucitarlo.
Ese fue uno de ellos. El otro, asesino también, y también de un compañero, era menos
repugnante: mató en defensa propia y tenía, como recuerdo de su delito y como constancia
de que el muerto no era un inválido, un tajo que te desfiguraba la boca, obligándolo a usar
un bigote de opereta. Mi padre evitaba las malas compañías, que ni aun entre ladrones
parecen recomendables, y no le gustaba que sus compañeros, aquellos con quienes formaba
en ocasiones una transitoria razón social, visitaran su casa, costumbre que sus compañeros
tampoco practicaban, tal vez por prudencia, rara vez hubo grandes relaciones entro nosotros
y ellos.
Algunas veces, sin embargo, recibíamos visitas. Mi hermano Joao entró un día a la casa
haciendo gestos, lanzando gritos y diciendo palabras entrecortadas.
-¿Qué pasa? -preguntó mi madre.
-Mamita, en la calle... -y no pudo decir más.
-¿Dónde?
-Ahí, en la esquina del almacén.
-Sí. ¡Qué pasa!
-Un hombre muy raro.
Mi madre odiaba a los hombres raros: un carbonero, un verdulero, un pintor, hasta un
policía de uniforme, un bombero, son seres normales y dignos de respeto; se sabe quiénes
son, qué hacen y qué quieren de nosotros. El asunto cambia cuando aparecen seres raros: no
se sabe quiénes son, qué hacen ni qué quieren de nosotros y de ellos se puede esperar lo
peor.
-¿Qué tiene de raro?
Joao, en vez de responder, hizo cosas sorprendentes y extravagantes: abrió los brazos,
como si quisiera abarcar algo inabarcable, infló las mejillas, arrojó un tremendo torbellino
de aire y, además, dio un saltito. Sus hermanos, incluso yo, lanzamos una carcajada. Nos
dimos cuenta de que su emoción era intraducible en palabras o que, por lo menos, habría
necesitado demasiadas para explicarla.
-Habla.
Joao no pudo hablar. Los demás corrimos hacia la puerta y él nos siguió como una
tromba.
¡No abran! -gritó como si temiera que al abrir la puerta ocurriera algo espantoso.
La voz de mi madre resonó, deteniendo la asonada:
-Vengan para acá.
Retrocedimos, contrariados.
-¿Sabes quién es ese hombre?
Joao respondió, con los ojos brillantes:
-No lo sé, mamá; es un hombre raro.
-¡Pero qué tiene de raro!
-La..., el..., cómo te diré. No sé, mamá; anda a verlo, por favor.
Parecía próximos a romper en llanto. Nos quedamos inmóviles.
-Esperen un momento.
Avanzó por el zaguán y pareció dispuesta a abrir la puerta y mirar por allí al hombre que
tanto impresionaba a su hijo; pero sin duda recordó que se trataba de un hombre raro y se
arrepintió: abrió la puerta de un dormitorio, se acercó a la ventana, entreabrió el postigo y
miró. Miró largo rato. Cuando terminó de hacerlo se volvió hacia nosotros, y los cuatro
hermanos, que mirábamos su rostro para ver la impresión que tendría, vimos que sus ojos
estaban llenos de lágrimas que se vertían sobre las mejillas y corrían hacia la boca. Rompí a
llorar.
-¡Cállate! -me dijo, sollozando, con lo cual mi llanto se hizo más agudo-. No llores ni
tengas miedo. Mira.
Miramos, uno tras otro o dos a la vez, hacia la esquina del almacén: allí, próximo a
deshacerse bajo un sol que daba cerca de cuarenta grados a la sombra, vimos a un ser que
parecía hecho de una materia pardusca o que hubiera sido sumergido, desde la cabeza hasta
los pies, en un líquido de ese color. Miraba hacia nuestra casa.
-¿Quién es, mamá?
-Es Pedro. El Mulato -suspiró mi madre, secándose las últimas lágrimas.
-¿Y quién es Pedro El Mulato, mamá?
La pregunta estuvo a punto de arrancarlo nuevas lágrimas:
¡Oh es tan difícil de explicarles! De seguro busca a Aniceto. Joao, anda hasta la
esquina, acércate a él, y pregúntale qué busca y si lo puedes ayudar. Si te contesta que
busca a Aniceto dile que le conoces y que le llevarás a su casa. Anda.
Joao, al principio, no quiso aceptar el encargo.
-Pero, ¿quién es, mamá? -porfió.
-Es un amigo de tu padre. Aniceto se alegrará mucho de verlo.
-¿Amigo? -inquirió Joao, un poco incrédulo.
Ezequiel se ofreció a ir, pero mi madre insistió: que vaya Joao.
Joao se hizo repetir lo que debía decir y luego abrió la puerta y se fue derecho hacia el
hombre, que parecía, por su actitud, decidido a permanecer allí, aun a riesgo de derretirse,
todo el tiempo que fuese necesario y unos minutos más. Al ver que se abría la puerta de
aquella casa y que aparecía por ella el mismo niño a quien un momento antes viera entrar,
se inmovilizó más y le clavó la mirada. Joao no lo abordó en seguida; se detuvo a unos
pasos de él y pareció contemplarlo a su gusto; se volvió después hacia la casa, como si se le
hubiera olvidado algo y luego, haciendo un semicírculo, que obligó al hombre, a girar sobre
sí mismo, se acercó y le habló. El desconocido se inclinó, como si no hubiera oído o
entendido, y el niño, después de otra mirada hacia la casa, repitió lo dicho. El hombre
asintió con la cabeza y dijo algo y entonces le tocó al niño no oír o no entender y al hombre
repetir. Lograron ponerse de acuerdo y avanzaron hacia la casa, el niño delante y el hombre
detrás, andando éste de tal modo qué más que andar parecía deslizarse en el caliente aire
del mes de diciembre de Buenos Aires. Joao se volvió dos o tres veces para mirarle, como
si temiera que el hombre fuese a tomar otro camino y perderse -quizá temía también que se
desvaneciera- y en sus, pasos se veía la tentación de echar a correr hacia la casa, gritando
de alegría, o de miedo.
Cuando el hombre, más que atravesar el umbral de la puerta, pareció entrar flotando, los
tres hermanos menores sentimos que el descrédito caía sobre la cabeza de Joao; ¿qué tenía
de raro aquel hombre? Era a primera vista, el más normal y regular que en esos momentos
pisaba las calles del barrio y de la ciudad. ¿Qué había visto en él Joao? No lo adivinamos.
Era, sin duda, un mulato: cabellos ondeados, redonda y de alegre expresión la cara, ojos
obscuros, de esclerótica un poco amarillenta, labios gruesos, dientes blancos. Su edad era
indefinible: podía tener treinta como cincuenta años. Delgado, esbelto, estrecho de
hombros, alto. El color de su piel no tenía, tampoco, nada de extraordinario: era un común
color de mulato. ¿En qué momento de ausencia mental, durante qué ensueño había sido
sorprendido aquel hombre por la mirada de nuestro hermano o qué ocurrió en la mente y en
los ojos de Joao al miarlo? Nunca lo supimos. Su vestimenta, sí era extraordinaria, si es que
aún podía llamarse vestimenta: el sombrero, que retiró cortésmente de la cabeza al entrar,
era algo que habría estado, aún en el África Central, fuera de todo inventario. Debía haber
soportado meses de copiosa lluvia y cien días o cien años de un inmisericorde sol que lo
convirtieron en un trozo de paño sin forma alguna. No se le adivinaba revés ni derecho,
pues era idéntico por los dos lados, y sólo un trozo de cordoncillo, de dos o tres centímetros de largo, que se abatía desflocado sobre el ala en completa derrota, indicaba que su
poseedor consideraba ese lado como el lado exterior, ya que por él lo traía puesto. Su
demás ropa, chaqueta, pantalones, zapatos y camisa debían tener la misma edad y la misma
historia. A pesar de todo ello, aquel hombre era una desilusión para nosotros, hasta ese
momento por lo menos: ni en su estatura ni en su figura tenía nada de extraordinario, y aun
sus movimientos, que parecía realizar sin esfuerzo y sin oposición alguna de la ley de
gravedad, y aún su aire mismo, humilde, casi miserable de puro humilde, aunque eran, en
verdad, llamativos, no eran raros, como las palabras y la emoción de Joao nos había hecho
esperar, y sin duda aquella desilusión habría sido una eterna vergüenza para nuestro
hermano si el recién llegado, al adelantarse hacia mi madre, que lo miraba
bondadosamente, no hubiera dicho con voz susurrante y tierna, en tanto tendía una mano
larga y morena:
-Estoy muito contente de ver a señora Rosalía.
Caímos instantáneamente en una especie de éxtasis: aquel hombre, cuya voz parecía
reptar para entrar a los oídos, hablaba una lengua que los cuatro hermanos esperábamos,
desde hacía tiempo, oír hablar.
-¿Y estes meninos? Sao filhos do meu señor Aniceto?
Siempre habíamos deseado oír hablar portugués, pero no un portugués como el de mi
padre, que no era sino gallego, muy bueno por eso, ni como el de mi madre, intermitente e
inseguro, ni mucho menos como el de Joao, que pretendía hablarlo y que no era más que un
lenguaje de sainete, sino uno brasileño, como el de El Mulato, intercalado de palabras
españolas que aparecían, al lado de las portuguesas, como exóticas.
Cuando en casa se hablaba de nacionalidades provocaba gran excitación el que se dijera
que Joao era brasileño. ¿Cómo podía serlo? ¿Cómo eran los brasileños? Jamás habíamos
visto uno y nadie, de entre nuestros compañeros de colegio o del vecindario, había tenido
esa suerte. Un brasileño era algo fabuloso. Mi madre nos hablaba de los negros, de sus
costumbres, de sus bailes, de sus comidas, de su olor especial. No nos hablaba nada de los
blancos y apenas si creíamos que existieran brasileños de ese color. El negro, a través de lo
que contaba mi madre, dominaba la vida brasileña, y nosotros creíamos que en Brasil todos
eran negros y bailarines, y Joao ni era negro ni bailaba, no hablaba brasileño ni tenía olor
especial alguno. ¿Qué clase de brasileño era? La llamábamos, sin embargo, El Brasilero, y
demostró serlo cuando a raíz de la muerte de mi madre, y de la detención y condena de mi
padre giré hacia el norte, así como yo, que había oído contar a mi madre los más dulces
cuentos sobre Chile, viré hacia el noroeste, hacia las altas montañas traía las cuales se
extendían los valles en que ella había nacido y de donde Aniceto Hevia la sacará para
llevarla a correr, su áspero y peligroso camino. Y he aquí que aparecía ante nosotros, sin
que hubiésemos hecho esfuerzo alguno, un brasileño que no sólo había nacido en Brasil,
como Joao, sino que allí había vivido hasta entonces.
-Este es Joao, el que nació allá, en aquel tiempo...

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora