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Y después de éste o antes de éste, otros, aunque no muchos, algunos que parecían recién
resucitados y otros que parecían próximos a morir, uno de ellos, por lo menos, que llegó
también de improviso, como por lo general suelen llegar los ladrones y los agente viajeros,
y que fue recibido como si se tratara del ser m´s importante del mundo, y cuidado como si
de su salud y de su existencia dependieran la salud, el bienestar y la felicidad de mucha
gente o de la ciudad entera. Delgado, amarillo, de grandes orejas transparentes, casi
cayéndose, no habló nada o casi nada con nosotros, es decir, con los niños de la casa, como
si no tuviera nada que decir o como si no pudiera hablarnos, tal vez como si no tuviera
tiempo de hacerlo antes de morir. A su llegada fuimos informados por mi madre de que no
debíamos acercarnos al enfermo ni dirigirle la palabra; venía enfermo y su enfermedad era
grave, y, agregó, para atemorizarnos, peligrosa. ¿Qué tiene? Quién sabe, tanto puede ser el
cólera como la fiebre amarilla. Los hermanos mayores, Joao y Ezequiel, fueron desalojados
de su cuarto y trasladados a otro, más pequeño e incómodo, y no sólo no chistaron, sino que
aquello les sirvió de entretenimiento: cualquier cambio nos parecía una aventura. El
hombre fue instalado con todo nuevo catre, colchón, sábanas, frazadas; en unos minutos
mis padres lo arreglaron y lo hicieron todo, y Alfredo, así se llamaba aquel hombre, pudo
acostarse y se acostó como si no fuera a levantarse más -por lo menos, eso se nos ocurrió-,
pues su estado era, en verdad, impresionante: parecía que no había en el cuarto, en la casa,
en la ciudad, en la república, aire suficiente para sus pulmones, que trabajaban a toda
presión, obligándola a abrir la boca, ya que la nariz no le era bastante. Los ojos, muy
abiertos, miraban fijamente; sus bigotes, largos, negros y finos, daban a su boca
entreabierta una obscura expresión, y sus manos, pálidas y delgadas, que colocó con
desmayo sobre las sábanas, parecían incapaces ya de cualquier movimiento útil. Vino un
médico, lo examinó, habló con mis padres, recetó, cobró y se fue.
-Pero, ¿qué tiene, mamá?
Mamá hizo un gesto vago, como dando a entender que daba lo mismo que tuviese esto o
lo otro, de todos modos, moriría.
-¿Quién es, mamá?
-Un amigo de tu papá.
Un amigo de tu papá... Esa frase lo decía todo y no decía nada; es decir, nos informaba
acerca de una de las condiciones del hombre, pero no nos decía nada sobre el hombre
mismo, con ella, sin embargo, se explicaba todo para nosotros, sin explicar nada. En varios
de las casas de nuestros condiscípulos y vecinos pudimos ver y conocer, además de la gente
que vivía con ellos, a amigos de la casa, parientes o no, de quienes podíamos obtener las
más diversas noticias: cómo se llamaban, dónde vivían, pues siempre vivían en alguno
parte, de preferencia en la ciudad, muy rara vez en el campo, nunca en las provincias; en
qué trabajaban o de qué vivían, él eran casados, si eran solteros, viudos, etcétera. De los
amigos de mi padre, en cambio -¿para qué hablar de los de mi madre?; no tenía ninguno-,
no sabíamos sino que eran amigos y, a veces, cómo se llamaban; nada más. ¿Dónde vivían?
Ni ellos ni nadie parecía saberlo: en algún país, en algún pueblo, en alguna provincia pero
nada más, y si vivían en la misma ciudad, en Buenos Aires, en Mendoza, en Rosario, en
Córdoba, nunca, o muy rara vez, supimos su dirección. Mi padre parecía ser el único padre
que no podía o no quería o no sabía dar mayores noticias de sus amigos, y el único también
que tenía autorización para tener tan extraordinarias amistades. ¿Cómo y cuándo los había
conocido? ¿En dónde? ¿Qué tenía que ver con ellos? ¿Alguna vez habían viajado juntos,
trabajado juntos, estado presos juntos? Quizá.
De algunos de ellos llegábamos a veces a saber algo, gracias, en ocasiones, a ellos
mismos y en otras por medio de nuestro padre, pero la regla era saber poco o nada. De
Alfredo no supimos al principio, sino que se llamaba así y que estaba enfermo: enfermo y
Alfredo, Alfredo y enfermo, palabras que durante un tiempo fueron sinónimos en la casa:
«Estás Alfredo». Alfredo, por su parte, no decía nada, ni siquiera que estaba enfermo,
aunque era innecesario que lo dijera. Para colmo, mi padre salió de viaje, desapareció -tal
como desaparecían sus amigos- y la única esperanza que al principio tuvimos de saber algo
de Alfredo, se fue con él.
Pero si teníamos prohibición de dirigirle la palabra, no la teníamos de mirarlo, y lo
miramos, es decir, fue lo único que Daniel, el tercero de nosotros, y yo, miramos en mucho
tiempo. No debíamos salir de la casa, ni siquiera a la puerta, mientras los dos hermanos
mayores estaban en el colegio y mucho menos en los momentos en que mi madre se
ausentaba de la casa, y como a la casa ya la conocíamos más que a nuestros padres y a
nuestros bolsillos, pues la habíamos recorrido y examinado en sus tres y hasta creo que en
sus cuatro dimensiones, Alfredo, el enfermo, debió soportar durante muchos días nuestras
terribles miradas, terribles, porque, incapaces de disimular, lo mirábamos con los ojos que
nuestra edad podíamos tener para un hombre que parecía que iba a morir de un momento a
otro, es decir, ojos sin engaño alguno. Si no murió de nuestras miradas fue, de seguro,
porque su resistencia era enorme, y así fue cómo le vimos, en los primeros días,
empequeñecer, disminuir, achicarse; cada día lo encontrábamos más reducido y llegamos a
sospechar que, de pronto, un día se achicaría tanto que concluiría por desaparecer; se le hundieron los ojos, la frente se le hizo puro hueso, se le alargaron los pómulos, parecieron
recogérsele los labios, los dientes quedaron al descubierto y la obscura boca se abrió más
aún, exigida por la disnea. ¿Qué enfermedad sufría? Misterio, como su procedencia, su
residencia y su destino. Se fue hundiendo en el almohadón y en el colchón, reduciéndose
bajo las sábanas; se le empequeñecieron hasta las manos, se le enflaquecieron
asombrosamente las muñecas y días hubo en que al asomarnos a la puerta de su pieza,
llevábamos la seguridad de que en su cama no hallaríamos ya más que el hueco que ayer
hacía su cabeza en el almohadón.
Pero no fue así: el hombre persistía y, lo que es peor advertía que lo vigilábamos, que lo
controlábamos, no tal vez a él sino a su enfermedad y a su proceso de empequeñecimiento;
en ocasiones nos dábamos cuenta de que a través de sus semicerrados párpados nos miraba
con una mirada que parecía atravesarnos, no era una mirada de rencor ni una mirada de
fastidio; era otra cosa: ¿quizá se daba cuenta, por nuestras miradas, del estado de sí mismo?
Tal vez, o tal vez pensaba que en tanto viera a esos dos mocosos, callados, serios, de pie
uno a cada lado de la puerta, no estaría tan demasiado grave. Durante varios días no habló
nada. ni siquiera, para decirnos: hola, o váyanse, niños intrusos, me ponen nervioso; nada:
parecía dispuesto a morir sin cambiar con nosotros una sola palabra.
-¿Cómo, sigue el enfermo? -preguntábamos, antes que nada, a la mamá cuando en las
mañanas nos paraba en la cama para vestirnos y lavarnos.
-Mal, hijo mío; no lo molesten.
No lo molestábamos; es decir, no le hablábamos ni entrábamos a su cuarto; lo
mirábamos, nada más, y cuando su rostro mostraba algún curioso rasgo, una gran palidez,
por ejemplo, o una extrema demacración, llevábamos a uno de nuestros hermanos mayores
a que le echara también un vistazo, como a algo extraordinario que hubiésemos
descubierto.
-Míralo -parecíamos decirle-. ¿No te parece que hoy está más muerto que ayer?
Mis hermanos, impresionados, se iban no lo habían visto, como nosotros, momento a
momento. Un día mi madre preguntó al enfermo si no quería que cerrara la puerta:
-Estos niños pueden molestarlo; son tan mirones.
Alfredo movió impetuosamente las manos, haciendo con ellas gestos, negativos.
-No, señora, por favor -dijo, y si hubiera, podido habría, sin duda, agregado-: Si me
cierra usted la puerta me ahogo -de tal modo le parecía poco todo el aire.
Con gran admiración nuestra, mi madre lo cuidaba con un desmedido esmero. ¿Por qué?
Sabíamos que no lo había conocido sino en el momento en que llegó a nuestra casa. ¿Era un
ser tan importante como para merecer tanta atención? Lo ignorábamos. ¿Dónde había
contraído esa enfermedad? Misterio. Con las manos en nuestros bolsillos o metidos hasta la
palma los dedos en la boca, Daniel y yo lo miramos mucho tiempo, un tiempo que nos pareció muy largo, como si fueran dos o tres años, pero que quizá no fueron sino dos o tres
meses, y vimos cómo aquel hombre fue, de nuevo, creciendo, rehaciéndose, tomando
cuerpo, color, forma, apariencias. Mi madre, a horas fijas le daba o le hacía sus remedios:
blancos y espesos jarabes o emulsiones, a veces; otras, unas como doradas mieles que
vertían unos frascos de color obscuro y bocas anchas; líquidos delgados después o píldoras
rosadas, grageas, obleas, todo el escaso horizonte terapéutico de la época, y comía apenas,
unos calditos, leche, mazamorra; pero con ello y como por milagro, fue reaccionando.
Un día hubo una alarma y el enfermo habló: alguien, desconocido e inesperado, llamó a
la puerta de la casa y preguntó si allí vivía Aniceto Hevia y si estaba en casa. Mi hermano
mayor, desconcertado, pues esa persona no quiso dar su nombre y tenía un talante que no
gustó al muchacho, contestó, fríamente, que allí vivía, pero que no estaba, lo cual era cierto;
pero el hombre, con voz brusca, preguntó cuándo volvería, en dónde se le podía encontrar,
cuándo se había ido desde qué tiempo vivía allí, preguntas que hicieron entrar en sospechas
a Joao, y que Alfredo, cuyo cuarto estaba cerca, oyó claramente. Cuando Joao, después de
despedir al preguntón y cerrar la puerta, pasó frente a la pieza del enfermo, Alfredo lo
llamó con la mano. Se acercó el niño, nos acercamos todos:
-¿Quién era? -preguntó visiblemente agitado.
-No lo conozco -fue la respuesta.
-¿Qué aire tenía?
La respuesta era difícil. Alfredo se refería, seguramente, a la expresión del desconocido
y a la impresión que producía.
-¿No sospechaste nada? -preguntó el enfermo, haciendo un esfuerzo.
Joao se encogió de hombros. Las preguntas le resultaban vagas.
-¿Y tu mamá?
-Salió hace un rato. Estamos solos.
-¿No han sabido nada de Aniceto?
-Nada.
Era la primera conversación que Alfredo sostenía con alguien de la casa. Hubo un
silencio.
-¿Cómo te llamas?
-Joao.
-Brasileño -dijo Alfredo y miró hacia el techo, mientras procuraba correrse hacía la
cabecera, como para enderezarse.
Alfredo, movió la cabeza hacia el niño.
-Mira, Joao -dijo-, ¿puedes mirar hacia la calle sin que te vean desde afuera?
-Sí por entre el postigo.
-Bueno, mira a ver si el hombre está por ahí y qué hace.
Joao volvió con la noticia de que el hombre estaba parado en la esquina y miraba hacia
la casa.
Alfredo pareció recibir un golpe en el estómago; su cara palideció, le volvió la disnea y,
tomándose con las manos de los barrotes de la cabecera del catre, se irguió; vimos sus ojos
agrandados como por el espanto, y todos, sin darnos cuenta de lo que sentía aquel hombre,
nos asustamos también. Joao, de pie cerca de la cama, lo miraba como preguntándole qué le
pasaba.
-Joao, haz algo -murmuró el enfermo, con una voz que sobrecogía; parecía rogar que se
le salvara de algún peligro. Durante uno segundos creímos que se iba a erguir, a levantarse
y a huir hacia alguna parte, de tal manera parecía aterrado.
-¿Qué puedo hacer, señor? -preguntó Joao.
-¡Qué puedes hacer! ¿No sabes? -gritó casi el enfermo.
-No -respondió sencillamente el niño.
El enfermo se irguió más en la cama y miró intensamente a Joao, como diciéndole con la
mirada todo lo que pensaba y sentía y todo lo que quería que el niño sintiera y pensara.
¿Entendió nuestro hermano? Tal vez sí, pero a medias pues fue de nuevo hacia la ventana y
volvió con la misma noticia: el hombre seguía allí, mirando hacia la casa. Una convulsión
sacudió al enfermo que empezó a tiritar violentamente.
-Dame la ropa- tartamudeó.
Pero Joao no pudo darle nada, tanto le sorprendió aquella frase. Alfredo parecía querer
levantarse. ¡Ah, si pudiéramos haber comprendido, si nos hubiéramos dado cuenta de lo
que aquel hombre sentía! No sabíamos quién era ni de dónde venía y su temor nos
sorprendía y nos asustaba. Tiempo después, cuando hablábamos, de Alfredo, pusimos un
poco en claro lo ocurrido: aquel hombre, enfermo, quizá perseguido o quizá recién salido o
fugado de alguna cárcel, temía que el desconocido fuese algún policía que venía a husmear
su presencia en aquella casa, que él tal vez entre muy pocas, había elegido para venir a
librar su lucha contra la enfermedad.
Ezequiel irrumpió en el cuarto del enfermo:
-¡Mamá está hablando con el hombre!
Aquello, aunque no significaba nada, resultó un gran alivio; la presencia de nuestra
madre era una ayuda. Alfredo se tranquilizó un poco. Joao y Ezequiel, que podían, sin
necesidad de subirse a una silla, mirar por el postigo entreabierto, siguieron las alternativas
de la conversación de mi madre con el desconocido: el hombre se conducía con mucha
circunspección y parecía hablar como en secreto: mi madre negaba con la cabeza; después
afirmó; el hombre sonrió entonces y caminó unos pasos junto a ella, que avanzó hacia la
casa y se preparó a cruzar la calzada. El hombre se detuvo en la orilla de la acera y allí se
despidieron, sonriendo. Todo había pasado.
Cuando mi madre entró al cuarto del enfermo, Alfredo, enterado ya por Joao y Ezequiel
del buen cariz que habían tomado las cosas, respiraba de nuevo normalmente.
-¿Quién era? -preguntó.
-Gumercindo, el cordobés; quería haber dónde está Aniceto y cuándo llegará.
Pero Alfredo parecía no oírle, como si ya pasado el peligro, le diera lo mismo que fuese
el cordobés Gumercindo o el almirante Togo.
Cuando Alfredo pudo erguirse en la cama y comer por sí solo, llegó mi padre, y días
después, con gran sorpresa de todos, una señora llamó a la puerta de la casa y preguntó a
Ezequiel, que salió al llamado, si allí vivía Aniceto Hevia y si allí estaba alojado alguien
llamado Alfredo. Ezequiel abrió bien la puerta para que entrara la señora, y ésta avanzó por
un traje de género fino, color obscuro, bastante amplio y compuesto de una falda y de una
blusa que le llegaba un poco más abajo de la cintura; llevaba un tul, también obscuro, en la
cabeza y de una de sus manos colgaba un maletín de cuero. La pollera, larga, le cubría el
cuerpo hasta los pies. Parecía no conocer personalmente a mi madre, pues le hizo un saludo
breve, aunque un poco ceremonioso. ¿Quién era? ¿Su hermana? ¿Su amiga? Nadie lo sabía
en ese momento y la mujer no dijo ni hizo nada que hiciera siquiera sospechar que era su
mujer, su hermana, su amiga o una tía; nada de saludos efusivos, de llantos o de
exclamaciones, adecuadas a una larga separación y a una difícil enfermedad.
La mujer se sentó en la única silla que había en el cuarto, puso el maletín sobre los
muslos y conversó breve y fríamente con el enfermo, quien, sin mirarla, contestaba sus
palabras con un tono que pretendía ser de indiferencia. Por algunas palabras que cogimos al
vuelo, nos enteramos de que la mujer acababa de llegar de un largo viaje -de dónde: de
Brasil, de Haití, de Paraguay, de Turquía-. No supimos sino después que el viaje había sido
con el único objeto de ver, a Alfredo, aunque el hecho de que viniera a verlo y de que fuese
la única persona que lo visitara, así lo hacía suponer. ¡Extraña visita, por lo demás, para un
hombre que había agonizado durante tantos y tan largos días! Habría merecido algo más
efusivo. Se fue, tal como llegó, fría y cortésmente; en la noche, cuando mi padre lo supo,
hizo un gesto agrio y dijo algo que no demostraba ninguna simpatía hacia ella.
¿Es su mujer?
-Sí, su mujer -asintió moviendo la cabeza.
-¿Casado con ella?
-Desgraciadamente. Se ha convertido en su verdugo. Cuando se casaron, no sabía que
era ladrón (lo mismo que te pasó a ti), pero le agradaba que siempre tuviera dinero y le
hiciese regalos a ella y a su familia, sobre todo a su madre, que se cree persona eminente
porque su marido fue coronel de artillería y murió comido por el alcohol y por las deudas.
Cuando lo supo, armó un escándalo terrible, y lo peor es que se lo contaron y probaron los
propios compañeros de Alfredo, que querían que se separase de él; salieron chasqueados: se
desmayó, gritó, lloró, pero en ningún momento se le ocurrió dejarlo libre; al contrario, se
puso más exigente y lo mira como si ella, su madre y su familia fuesen los patrones y
Alfredo el sirviente. Cuando cae preso, y rara vez cae, porque se cuida más que un billete
de mil pesos (de miedo a su mujer y a la familia de ella), no debe dar la dirección de su casa
ni decir que es casado ni mucho menos con quién, debe arreglárselos sola para comer, para
vestirse y para todo, ella no es capaz ni siquiera de ponerle un abogado y pasa la vida
echándole en cara su condición, el engaño de que fue víctima y la vergüenza que ha caído
sobre ella y su familia por haberse casado con un ladrón. ¡Mujer de...! Si se hubiese casado
conmigo, ya te habría retorcido el pescuezo.
-¿Y él?
-Él es un buen muchacho, pero también un pobre hombre, que se deja dominar por esa
arpía; cree en todo lo que ella, le dice, y lo que es peor, estima que es un honor para él
haberse casado con la hija de un flojo que no hizo nada más notable en su vida que quitarle
una bandera a no sé qué enemigo, que de seguro estaba dormido, y cobrar después, durante
años, una pensión del Gobierno; y esto no es todo: esa mujer ha enseñado a sus hijas,
porque tiene dos, a mirar a su padre como ella lo mira: como un infeliz que no tiene nada
más honroso que hacer que robar para alimentar a toda una familia de estúpidos.
-¿Y cómo vino a verlo?
-¿Por qué crees que habrá venido? De seguro porque se le acabó el dinero.
De un día para otro, tal como viniera, Alfredo desapareció. La vimos en pie, un día,
moviéndose, preparando algo: se veía fino, blanco, flexible, enérgico, vestido con un traje
obscuro, botines de charol muy crujientes, cuello altísimo y corbata de seda negra, ancha,
que le cubría toda la abertura del chaleco. Al otro día, al asomarnos a su cuarto para
mirarlo, Daniel y yo vimos la cama vacía y deshabitada la pieza: Alfredo no estaba. Un
nuevo ser fantasmal había aparecido y desaparecido.
Ignoro si en lejanas ciudades, en aquellas ciudades o lugares que mi padre visitaba
durante sus viajes, existían seres que, como nosotros, como mis padres, mejor dicho,
estuviesen dispuestos a recibirle y le recibieran cuando él, alguna vez, estuvo enfermo o le
atendieran cuando caía bajo las manos de algún policía. Tal vez sí; ojalá que sí.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora