8

183 2 0
                                    


-Y una noche en que me encontraba en mi pieza, asomado a la ventana, mirando el cielo
nocturno, vi que dos personas marchaban lentamente por la acera; llevaban mochilas a la
espalda. Esto me puso nervioso. La casa está junto a una línea de ferrocarril por donde
pasan los trenes que van a Valparaíso y a Los Andes; mi pieza está en el segundo piso y su
ventana da hacia esa línea. Las dos personas conversaban y reconocí sus voces: eran
antiguos compañeros de colegio. Era verano y la brisa agitaba el follaje de los sombríos
árboles. Cuando pasaron bajo la ventana los llamé:
-¡Eh! ¡Ipinza! ¡González!
Se detuvieron y levantaron la cabeza, aunque sin verme, pues yo estaba oculto por las
ramas; me reconocieron, sin embargo, por la voz y porque sabían que, desde muchos años
vivía allí.
-¡Qué hay! ¿Cómo estás?
-Bien. ¿Para dónde van?
-Para la Argentina.
-¿A qué?
No contestaron: ¿qué explicación iban a dar?
-Nos vamos; nada más.
Allí se quedaron, con el rostro vuelto hacia arriba, iluminados por la luz de un foco que
a mí me dejaba en la penumbra. Durante unos segundos sentí que mis pensamientos
volaban hacia todas partes, como una bandada de aves desperdigadas por un tiro de
escopeta: Argentina, el espacio libre, la cordillera, la pampa, los días sin prisa y sin libros
de texto; estábamos a principios de enero y la brisa de las montañas soplaba en las tardes
hacia el mar. Sentí que una oleada de sangre me subía a la cabeza.
-Espérenme.
Allí se quedaron, conversando, en tanto yo buscaba mis ropas en las obscuridad, hacía
un atado con ellas y las lanzaba hacia la calle, con el gesto del marinero que desde la borda
lanza su saco hacia el muelle, al abandonar el barco. Las recogieron. Bajé la escalera: mi
padre leía en el salón y mi madrastra, con su rostro hermoso y triste, hacía una labor de
bordado; ninguno de los dos hablaba. Mi padre levantó la cabeza:
¿Para dónde vas?
-A dar una vuelta por ahí...
-No te demores; ya son más de las diez.
-Volveré en seguida.
Y salí: demoré año y medio en volver. Al amanecer dormíamos en las afueras de la
ciudad de Los Andes, tirados en el suelo, al abrigo de unos arbustos, y cuatro días más tarde
estaba a trescientos kilómetros de mi casa, bajando hacia Mendoza, en compañía de
aquellos compañeros a quienes hube de llevar, en algunas partes, casi en brazos, pues se
lastimaron los pies de una manera horrorosa; tuve que lavarlos, vestirlos y hacerles de
comer: eran completamente inútiles para la lucha al aire libre. Si no hubiese ido con ellos,
habrían muerto en la cordillera, como si en vez de hombres hechos y derechos se tratara de
niños. Uno de ellos entró a Mendoza con su aspecto que habría ablandado el corazón de
una hiena: afirmado en mi hombro, barbudo, sucio, derrengado y con un pie envuelto en un
trozo de arpillera, mientras el otro, González, apoyado en un palo, nos seguía, próximo a
soltar el llanto con una apariencia que salvo en lo que respecta al pie, no tenía nda que
envidiarle al otro: ambos parecían arrancados a las garras de la muerte en un terremoto o
diluvio universal. Pero esto era frente a la naturaleza, cuando debían valerse de sus piernas,
de sus brazos, de sus músculos, luchando contra un ambiente adverso. En la ciudad me
resultaron distintos, pero tanto, que me dejaron asombrado: era un par de truchimanes
capaces de embaucar al padre eterno -si es que hay algún padre que pueda ser eterno-,
llenos de astucias y de argucias, incansables para divertirse, para comer, para beber, para
reírse; parecían haber estado presos o amarrados durante veinte años y haber recuperado su
libertad sólo el día anterior o cinco minutos antes. En Mendoza me convertí en su
protegido, pues no olvidaron las atenciones que tuve con ellos en los momentos difíciles.
Allí descubrieron cómo se podía vivir de los demás y lo pusieron en práctica con una
decisión pasmosa, es decir, descubrieron que en el mundo existía la libertad de comercio y
que ellos, como cualesquiera otros, podían ejercerla sin más que tener las agallas y los
medios de hacerlo, y medios no les faltaron, así como no les faltan a quienes tienes
idénticas agallas, en grande o en pequeño. Se dedicaron al comercio de joyas, de joyas
baratas, por supuesto, relojes de níquel o de plata, prendedores de similor, anillos con unas
piedras capaces de dejar bizcos, por lo malas, a todos los joyeros de Amsterdam; joyas que
cualquiera podía comprar en un bric-á-brac a precios bajísimos, pero que, ofrecidas por
ellos con el arte con que lo hacían, alcanzaban precios bastante por encima del verdadero;
ese arte debía pagarse, así como hay que pagar los escaparates lujosos y los horteras bien
vestidos. La treta era muy sencilla y yo mismo colaboré con ellos en dos otres ocasiones,
asombrado de lo fácil que resultaba comerciar sólo se necesitaba resolución y dominio de sí
mismo:
-Señor: tengo un buen reloj que vender. Regalado. Es recuerdo de familia.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora