10

152 8 0
                                    


¿Qué podía contar a mi amigo? Mi vida era como secreto, una vida para mí solo. Un día
murió mi madre. Mi padre nos despertó al amanecer:
-Mamá está mal -dijo.
Agregó, dirigiéndose a los mayores:
-Vengan ustedes.
Joao y Ezequiel se vistieron y salieron. Los otros dos, luchando con el sueño y con el
sobresalto, nos quedamos sentados en la cama. Transcurrió un largo rato. Se oyeron pasos
de caballos y el retintín de la campanilla de una ambulancia, después, pasos y voces dentro
de la casa. Luego todo quedó en silencio. Por fin, Ezequiel apareció en el cuarto.
-Nos vamos -anunció-. Papá dice que no se muevan de aquí. Volveremos pronto.
-¿Qué pasa, Ezequiel?
-Mamá está enferma.
-¿Qué tiene?
Se encogió de hombros e hizo ademán de retirarse.
-¡Ezequiel! -llamé-. ¿Para dónde la llevan?
-A la Asistencia Pública.
-Se fue. Sonó la puerta de calle, se oyó de nuevo la campanilla de la ambulancia, y
Daniel y yo, mirándonos a la luz de lavela, nos quedamos solos y callados, expectantes:
-¿Qué tendrá?
Mi madre gozaba de bueno salud; nunca se quejaba y jamás la vimos, como a otras
señoras, ponerse en las sienes paños con vinagre, torrejas de papas o trozos de papel de
cigarrillo. Aquella repentina enfermedad, más que asustarnos, nos sorprendió.
-¿Levantémonos? -propuse a Daniel.
Estaba obscuro aún y hacía frío. Daniel se negó:
-¿Para qué? ¿Qué haríamos en pie?
Le encontré razón y allí nos quedamos, despiertos e inquietos, imaginando mil cosas y
hablando a ratos. Entrada la mañana, ya en vías de tomar nuestro desayuno, sentimos que
abrían la puerta de la casa. Salimos el patio. Vimos que Papá avanzaba hacia nosotros; tenía
los ojos enrojecidos y sus labios estaban pálidos y temblorosos. Inclinamos la cabeza,
asustados. Puso sus manos sobre nuestros hombros y la dejó ahí durante un momento.
Después dijo, articulando con dificultad las palabras:
-Mamá ha muerto.
Se alejó y entró a su dormitorio, cerrando la puerta tras sí. Daniel y yo rompimos a
llorar. Joao y Ezequiel, que entraron después de nuestro padre, se acercaron a nosotros;
lloraban, las manos en las bocas, inclinado el cuerpo, como si algo les doliera en las
entrañas.
Ahí nos quedamos durante una eternidad, inmóviles sin mirarnos o mirándonos como a
hurtadillas; no sabíamos qué era necesario hacer y no nos atrevíamos a hacer nada; todo nos
parecía superfluo o inadecuado. El desayuno se enfrió en la mesa y el agua hirvió hasta
agotarse se apagó el fuego y nadie prestó atención a los gritos de los vendedores, que todas
las mañanas, a hora fija, gritaban en la puerta su mercadería. No se escuchaban ruidos en el
dormitorio de nuestro padre y nadie es acercó a llamar a la casa. Éramos nuevos en el barrio
y estábamos, además, recién llegados a Buenos Aires: ni vecinos, ni conocidos, ni amigos;
soledad y silencio.
En unas horas, en menos de un día, la casa era otra y otros éramos nosotros; otro
también, con seguridad, nuestro padre. Todo cambiaba y todo cambia terriblemente. Lo
sentíamos en nuestra inmovilidad. Deberían pasar días, meses quizá, antes de que
pudiéramos -si es que podíamos- recuperar el movimiento.
Ya muy avanzada la tarde sentimos pasos en el cuarto de nuestro padre. Un momento
después abrió la puerta. Estaba envejecido, demacrado el rostro, inclinado el cuerpo. Nos
buscó con la mirada: allí estábamos, sentados o de pie, afirmado alguno contra un muro,
mirando aquél hacia el cielo y éste hacia el suelo, retorciendo el pañuelo o limpiándose las
uñas interminablemente. Nos habló.
-Vengan -dijo.
Nos pareció que hacía años que no se oía una palabra en aquella casa. Nos acercamos y
nos llevó al comedor. Se sentó, poniendo sobre la mesa sus largos brazos. Le temblaban las
manos, aquellas manos blancas, grandes, de vello rojizo, seguras, hábiles, que quizá nunca
temblaban. Las juntó, tal vez para evitar el temblor, y dijo, mirándonos de uno en uno:
-No es mucho lo que tengo que decirles. Lo que nos sucede es terrible. Todo, sin
embargo, se reduce a que mamá ha muerto.
Su voz tuvo como una trizadura; se contuvo y continuó, mientras nosotros rompíamos a
llorar en silencio.
-Ha muerto mamá. Para cualquier hombre esto es una desgracia; para mí es más que eso.
Ustedes saben por qué. Ya no podré hacer lo que hacía: estoy atado de pies y manos, y es
necesario mirar hacia otra parte, no sé todavía hacia dónde. Por desgracia, no tengo dinero
y estoy en Buenos Aires, en donde soy conocido y en donde me sería muy difícil vivir
tranquilo. No sé qué voy a hacer, pero algo haré. Mientras tanto, tenemos que arreglarnos
como podamos. Espero que harán lo posible por ayudarme.
Calló y separó las manos; ya no temblaban.
Ahora -dijo, levantándose- es necesario pensar en este momento.
-Papá -dijo Joao, vacilante-, ¿no tenía parientes en Chile la mamá?
-Tal vez -contestó mi padre, deteniéndose-, pero parientes lejanos que ni siquiera la
conocieron y que quizá ni sepan que existió. Sus padres murieron hace años y sus hermanos
también, salvo uno, que está en un convento. No tenemos a quién recurrir por ese lado; por
el mío, tampoco; no tengo un solo gato que me maúlle, fuera de ustedes.
Calló y miró la mesa:
-Recojan eso, -dijo, refiriéndose al servicio del desayuno- y vean modo de comprar algo
para comer.
Iba a salir, pero se detuvo.
-Mamá será enterrada mañana -advirtió-. Iremos al hospital a buscarla y de allí la
llevaremos a Chacarita. Iré yo con Joao y Ezequiel. No es necesario que vayamos todos y
es mejor que no vayamos todos.
La casa empezó a marchar, pero a tropezones; tuvimos que hacerlo todo y todo salía
tarde o mal. Y lo peor no era eso: lo peor era la seguridad, el convencimiento de que
aquello no podría continuar en esa forma; debería haber una salida, una solución, que no
sabíamos cuál era ni cuál podía ser. Nuestro padre debía decidir, aunque, según nos
dábamos cuenta, no le sería fácil hacerlo. Podía disponer que abandonáramos nuestros
estudios y trabajáramos, pero no era toda la solución; alguien debía estar en la casa y no se
sabía quién pudiera ser. Necesitábamos una mujer, una sola; no había ninguna. Podía
tomarse una sirvienta, era lo más sencillo, pero eso debía disponerlo nuestro padre. Estaba
por verse, además si se encontraría una sirvienta para una familia cuyo jefe es un ladrón
conocido.
Joao tomó el mando de la cocina; sabía cocinar tanto como hablar guaraní; Ezequiel le
ayudaba y Daniel y yo nos hicimos cargo del aseo y de las compras, ocupación más fácil y
más rápida. Mi padre era de una inhabilidad absoluta en cuanto a todo aquello: lo único que
sabía, en labores domésticas, era pegar botones y los pegaba de tal modo que parecían
cosidos con alambres: no se volvían a soltar, pero hasta allí llegaba. En cuanto a cocina, no
distinguía una olla de una sartén y le asombraba que las papas tuviesen una cáscara que
debía mondarse.
Se paseaba por la casa durante horas, pensativo, deteniéndose ante los muros, que
miraba y remiraba, o ante las puertas y ventanas. Hablaba, en general, muy poco, y en
aquellos días habló menos que nunca. Su mente buscaba una salida al callejón y se
percataba de que sus hijos estaban pendientes de él; era ahora nuestro padre y nuestra
madre, todo junto, sin tener, por desgracia, las condiciones necesarias para uno y otro
papel; por lo demás, nadie las tendría. Le mirábamos y callábamos también.
Una noche advertimos que se disponía a salir; era la hora de siempre.
-Vuelvo pronto -dijo, como excusándose por la salida-. Acuéstense y no dejen ninguna
luz encendida.
Salió, cerrando tras sí, silenciosamente, la puerta, tal como si siempre lo hacía. Nos
acostamos tarde. Al amanecer, en los momentos en que los cuatro hermanos dormíamos,
alguien dio fuertes golpes en la puerta. Despertamos sobresaltados, y Joao, encendiendo la
vela, se sentó en la cama.
¿Quién será? -tartamudeó.
No me atreví a decirlo, pero conocía esos golpes: nadie más que la policía llamaba así.
Joao fue a la pieza de papá: no había llegado. Con Ezequiel fueron hacia la puerta de calle.
-¿Quién es? -se oyó preguntar a Joao.
La respuesta fue la que yo esperaba:
-Abran; es la policía.
Era inútil negarse y Joao abrió. Tres hombres entraron y cerraron la puerta.
-Papá no está -quiso explicar Ezequiel.
-Ya lo sabemos -respondieron con desenfado.
Daniel y yo empezamos a vestirnos y en eso estábamos, en calzoncillos, cuando uno de
los hombres entró en el cuarto. Nos miró.
-Muchachos -dijo, como si hubiera dicho lagartijas-. ¿Hay más gente en la casa, además
de ustedes? -preguntó.
-No, señor -murmuré.
-Bueno -dijo-. A ver, vos, echá una mirada por acá -ordenó a alguien y se retiró.
Otro hombre entró.
-Vístanse y salgan -exclamó al vernos.
Salimos al patio, nos reunimos con Joao y Ezequiel y allí permanecimos en tanto los tres
hombres registraban la casa centímetro por centímetro, dando vuelta los colchones,
abriendo los cajones, destapando las cacerolas, tanteando los muros; por fin, nos registraron
a nosotros.
-No hay nada -dijo el hombre que entró primero, gordo, blanco, de bigotes castaños y
ojos claros-. Vamos, muchachos.
Los cuatro hermanos, de pie en el patio, inmóviles y callados, parecíamos fantasmas.
Los hombres pasaron frente a nosotros, sin mirarnos, como si no existiéramos, y se
dirigieron hacia la puerta. Abrían y se disponían a marcharse, cuando Joao corrió hacia
ellos.
-Señor -dijo.
El hombre gordo se detuvo y dio media vuelta.
-¿Qué pasa? -exclamó.
Joao preguntó:
-¿Y mi papá?
El hombre lo miró, sorprendido, y miré también a sus compañeros.
-El Gallego está preso -aseguró, como si asegurara algo que todo el mundo sabía.
Giró de nuevo y se dispuso a salir; sus compañeros salieron delante. Antes de cerrar,
mirándonos, agregó:
-Y ahora tiene para mucho tiempo.
Cenó, dando un gran portazo. No tenía miedo de que le oyeran.

Hijo de LadrónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora