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Jess

Cuando te casas, esperas que sea para siempre, una danza eterna en la que nunca piensas en el final. Pero en mi caso, eso no fue lo que ocurrió. Mi matrimonio no duró más de tres años, y la sensación que dejó fue extraña, vacía, como una melodía que se apaga abruptamente. Todo era diferente: había menos de todo. Menos calor en mi cama al despertar, menos ropa en el clóset, menos sonrisas y menos momentos divertidos en casa. Supongo que estaba en ese estado emocional que tanto conocía, en el que no quieres salir, comer, hablar, ni siquiera existir. Ese lugar al que los médicos y la gente suelen llamar depresión.

Afortunada o desafortunadamente, tenía a mi hermano. Pensó que lo mejor sería mudarme con él, para que no estuviera sola, ni él tampoco. Aunque recientemente había vuelto con el amor de su vida, no vivían juntos, y como siempre, me sobreprotegía de maneras que ni imaginaba. Así fue como California se convirtió en mi nuevo hogar... al menos por ahora.

Cameron tocó de nuevo a la puerta.
—Jess, no puedes no festejar Navidad. —su voz, firme y determinada, no dejaba lugar a excusas.
Y aunque había aceptado mudarme con él para que no creyera que me iba a suicidar o para que no estuviera al pendiente de mí día y noche, no significaba que me sintiera mejor. Las fechas especiales siempre eran deprimentes. Al menos para mí. Solo las usaba como recordatorio de lo feliz que solía ser... y ahora ya no lo era.

Volvió a golpear la puerta.
—Anda, Jess, ya conoces a casi todos con los que cenaremos. Y ese vestido rojo te va a quedar increíble. —Suspiró, y pude imaginar sus ojos azules mirando con ese aire de "no me hagas rogar".
—Al menos ábreme, o usaré mi poder de hermano mayor para entrar sin previo aviso.

Abrí la puerta. Lo miré. Su cabello ondulado, mojado, caía desordenado sobre su frente, y se veía como si acabara de salir de la ducha.
—No puedes simplemente irrumpir, tal vez me estaba vistiendo. —Dije, dejándole pasar. Enseguida se lanzó sobre mi cama, arrojando los cojines a un lado.

—Bueno, te cambiaba el pañal, no es nada nuevo —sonrió, esa sonrisa que siempre me hacía sentir una mezcla de cariño y molestia. —Venga, báñate y vamos.

—Te vas a divertir más sin mí. —Lo miré con desdén.
—Por supuesto que no, a veces cuentas unos chistes buenísimos.

Reí débilmente.
—Mis chistes son negros, tenemos que respetar la Navidad.

Cameron siguió mirándome con esos ojos azules y esa expresión de perro abandonado que siempre utilizaba. Era imposible decirle que no cuando ponía esa cara. Era su carta ganadora. Lo había usado con mamá, con las profesoras, y lo más efectivo: con las chicas antes de que Abril llegara a su vida.
—Está bien, pero me las vas a deber después.

Probablemente era yo quien le debía algo, porque en realidad, siempre es mejor pasar la Navidad rodeado de gente, aunque fuera fingiendo que me sentía bien. Tardé alrededor de una hora en arreglarme, tal vez una hora y media. Finalmente, salí de mi habitación.

—Estoy lista.

—Joder, te ves increíble. Siempre he pensado que te llevaste toda la belleza familiar. —Se echó a reír mientras tomaba mi bolso y me daba paso hacia la puerta.

—Eres un imbécil a veces.

—Es mi don, mi maldición. —Respondió mientras cerraba la puerta detrás de mí, y subíamos a su camioneta. Siempre había tenido una extraña afición por las camionetas grandes.

El camino fue corto, unos veinte minutos. La mayoría del asfalto estaba cubierto de nieve, y aunque la idea de llevar vestido no era la mejor, sabía que los amigos de Cam y sus esposas también se pondrían cosas elegantes. Pensé que me sentiría más cómoda en casa, hundiéndome en mi tristeza. Pero ahí estaba, a punto de entrar a otra fiesta donde todo parecía ir bien para todos menos para mí.

Love on fireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora