Dudas

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—¿En qué estabas pensando?—preguntó seriamente Eric—. Por el amor a Dios Joan, te has vuelto loca.

—Era lo correcto—respondió ella—. ¿Qué querrías? ¿Qué me quedara sin hacer nada?

En un intento de no seguir con la discusión, la mirada de Joan se enfocó en el lugar en donde se encontraban. Estaba en el primer piso del edificio al final del corredor que lo dividía entre la zapatería y las recámaras de atrás. Había varios cuartos al lado izquierdo, los que en algún momento se utilizaron como pequeños almacenes. A corta distancia de ellos, una puerta negra con un candado, era la única en llamarle la atención a la mujer.

—Arriesgas la vida de todos con esta locura—aseguró Eric.

—No, por eso estoy en este lugar—respondió ella. No lo entiendes, debemos estar seguros antes de hacer algo de lo que podríamos arrepentirnos.

—No estoy tan seguro de esto—dijo Eric con temple serio—. Tengo muchas dudas.

Sin dirigirle otra palabra, Eric se frotó la mano en el rostro y dejando salir una fuerte respiración, se dirigió hacia las escaleras que daban acceso al segundo piso. Con un semblante sombrío, Joan lo observó alejarse. Saco de su bolsillo una llave y se acercó a la negra puerta. Por unos segundos se quedó quieta, pensativa, y pendiente a cualquier extraño sonido. Coloco la llave en el candado y liberó un tenso suspiro al abrirlo. Desenfundo su machete y entró a la recamara cerrándola rápidamente con seguro desde el interior.

—El tiene razón, debiste cortarme la cabeza—afirmó una voz débil.

—Si llega a eso no fallare, como no falle con ese muerto que estuvo a punto de morderte.

—Ya estoy muerto, acéptalo de una maldita vez.

Recostado en un maltratado catre con manchas de sangre, un convaleciente Juan respiraba con dificultad. Vendajes ensangrentados le cubrían las heridas. Su rostro estaba pálido y no podía moverse sin sentir gran dolor. Joan se arrodillo en el suelo a su lado y examinó con cuidado las vendas. Juan trató de acomodarse pero sus manos estaban atadas al nivel de las muñecas. También tenía una soga en su pierna izquierda la cual terminaba en una gruesa estaca clavada en el suelo.

—Deberías buscar cadenas si piensas mantenerme aquí hasta que me transforme—sugirió Juan con debilidad en sus palabras.

—Ya te lo he dicho, si estuvieras contagiado ya tendrías una violenta fiebre. Te sientes así por la pérdida de sangre y los cortes. No olvides que por poco te desangras.

—No lo sabes con certeza, no puedes estar segura de ello.

—Tienes razón, pero lo estaré. Contigo sabremos si esas cosas también portan alguna enfermedad.

—Entonces, ahora soy tu conejillo de indias—respondió Juan entre risas.

—Iré por más vendas y algo para el dolor—dijo ella evitando contestarle.

El Reino de los MalditosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora