Capítulo 22. Fuera antifaces

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Soe se sintió liberado cuando la diligencia se detuvo en la entrada de la mansión De la Rosa y por fin pudo bajar y dejar de ver la imagen llorosa y patética de Fortunata.

Se dirigió directamente a su cuarto, pero antes de entrar, fue detenido por Darío. El joven estaba bien vestido y mostraba una sonrisa radiante.

—Voy a ir a la plaza un rato con unos amigos, ¿quieres venir?

—Tuve una discusión con mi tía, no tengo mucho humor.

Darío no pudo disimular un gesto de fastidio.

—Entonces, ¿no vienes?

—Preferiría descansar un poco, y si quieres quedarte y conversar conmigo, sería muy agradable.

—Mejor paso. Te dejo descansar —respondió Darío, dándose la vuelta y echando a caminar.

Soe se sintió desanimado, pero decidió no darle importancia, tenía ya rato que había notado que Darío solo lo buscaba para entretenerse, y aun cuando no le molestaba una sesión de besos de vez en cuando, ya era hora de aclarar sus ideas.

Fortunata, por su parte se dirigió al cuarto de su hija, donde abrió la puerta sin anunciarse y miró con enfado a Carmen quien se estaba peinando ante el tocador de Sarabell, usando los artículos de su hija. Al sentirse descubierta, Carmen soltó rápidamente el peine y se puso de pie.

—Señora, no la esperaba tan pronto.

—No sé porque lo dices, iba a un mandado rápido. —Fortunata se sentó en la cama y le dedicó una mirada fugaz a su hija, quien estaba sentada mirando por la ventana.

La belleza que ostentaba Sarabell en otras épocas se había evaporado, su pelo ralo y sin brillo reposaba suelto sobre sus hombros, su bata no destacaba su figura como los antiguos vestidos que utilizaba, y aunque así hubiera sido, sus formas habían perdido todo rasgo de sensualidad, ahora estaba flaca, escuálida y de piel reseca.

Cerrando la ojos, Fortunata recordó lo que Soe y Moriana le dijeran, de como Sarabell había mentido para cubrir los errores de Carmen, y miró con desprecio a la criada.

—He tomado una decisión respecto a ti, Carmen —le dijo con tono frio.

—Dígame.

—Quiero hacerme cargo de mi hija, arreglarla, darle yo de comer y platicar con ella; quiero alentarla para que reaccione, ¿entiendes?

—Me parece buena idea, pero ¿qué tiene que ver conmigo?

Fortunata se puso de pie y su gesto se volvió adusto.

—Porque si yo me encargo de mi hija, tú debes regresar ya a tus antiguas obligaciones.

Carmen no disimuló su descontento.

—Quisiera seguir al lado de mi señorita.

—Pues ya no se va a poder, porque ni siquiera vas a estar aquí en la casa.

—¿Perdón?

Voy a pedir tu cambio permanente al huerto.

—¡Pero, señora!

—¡No me grites! —le exigió Fortunata, más fuerte que el tono que había usado Carmen, la chica la miró asustada—. No olvides cuál es tu lugar —le dijo, dándole un ligero empujón con su abanico.

—Yo quiero estar con mi señorita —repitió la sirvienta con los ojos cuajados en llanto.

—Lo sé. Por eso estoy permitiendo que te quedes en el huerto, en lugar de correrte, pero eso es lo más cerca que estarás de mi hija. Y no lo olvides Carmen, si te comportas de una forma grosera, floja o altanera, ya no habrá quien te defienda de tu justo castigo. Ahora vete.

Flor Imperial: Tercia de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora