Capítulo 37: Una petición de redención

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Tal como lo había indicado Camelia, el funeral de Píramo fue al estilo riaquelma, para ello, fue necesaria la ayuda económica que Lunet le había ofrecido, pues se les tuvo que avisar y mandar traer a varios riaquelmas de la tribu que se encontraba en Costa Blanca, la ya establecida y la que se acababa de ir de San Sebastián.

Entre los visitantes se encontraban varios conocidos de los hermanos, y por supuesto, el koso, quien oficiaría el ritual, el cual se haría al aire libre, a las afueras de la ciudad.

Lunet había insistido en asistir, pero Camelia le rogó que no lo hiciera, no había algo que se lo impidiera realmente, pero ella no podría concentrarse en despedir a su hermano, además, un funeral riaquelma distaba mucho de uno regular, y no quería que la opinión que tenia Lunet de ella, empeorara más.

—Como tú lo prefieras, pero recuerda que estaré aquí, esperándote —le dijo Lunet, dándole un beso en la frente cuando Camelia salió de la mansión De la Rosa.

La mulata iba vestida de purpura, y apenas había avanzado algunas calles, cuando fue alcanzada por Fortunata. La pelirroja estaba vestida de negro, como era su costumbre, y agitaba su abanico provocándole a su cara una suave brisa.

—Déjame acompañarte —pidió sin más.

—No lo creo conveniente, mejor regrésate y descansa. —La voz de Camelia sonó fría y hasta un poco cruel, ahora que Píramo ya no estaba, no había motivo para seguir intentando llevar las cosas bien con Fortunata.

—Te lo suplico, déjame darle el último adiós a Píramo.

—¡Por supuesto que no! ¿Acaso crees que voy a permitir que lo veas e su muerte, cuando tú fuiste la razón de su desdicha toda su vida?

—¡No tienes derecho a hablarme así!

—¡Y tú no tenías derecho a matarlo! —Fortunata detuvo a Camelia por el brazo, pero su mirada no era de ira, sus ojos rojos y ojerosos denotaban una profunda y lastimera súplica.

—Te lo ruego.

Camelia sonrió con amargura.

—¡Ni aunque te hinques! —soltó, volviendo a caminar.

—¡¿Eso quieres?! —le gritó Fortunata, con la vista clavada al suelo—. ¿Quieres qué me hinque delante de ti?

Camelia detuvo su andar y la miró divertida, ¿de verdad la gran Fortunata Icaza de De la Rosa se iba a hincar ante una humilde riaquelma? La idea sonaba amargamente divertida.

—¿Y bien, Fortunata? —dijo Camelia con burla—. ¡Estoy esperando!

La pelirroja no esperaba esa contestación. ¡Jamás imaginó que algún día tendría que hincarse ante Camelia! La mujer sintió que su cara se tornaba del color de su cabello.

—Veo que de nuevo no piensas cumplir tu palabra —sentenció Camelia, escupiendo el suelo.

Sin decir nada, Fortunata miró a los lados, justamente iba pasando Doña Jimena, la dueña de la joyería, y su sobrina, una muchacha flaca y de cara huesuda, ambas se detuvieron al ver la extraña escena: Fortunata gritoneándose a distancia con una riaquelma.

—Buenos días. ¿Ocurre algo, señora? —preguntó la muchacha.

—Todo está bien, por favor, sigan caminando —suplicó Fortunata. Pero la escena les resultó morbosa a aquellas mujeres, que se quedaron de pie observando.

—¡No tengo todo el día! —gritó Camelia—. ¡Mi hermano me espera!

Lágrimas nuevas de indignación e impotencia rodaron por los ojos de Fortunata, sin embargo, pensó que ya había sido demasiado cobarde en su vida, temerosa de la opinión pública, como para seguirse arruinando la existencia.

Flor Imperial: Tercia de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora