La mañana del día que cambió mi vida

39 2 0
                                    

Podría ser que fuera y que aquella hubiese sido la mañana más gloriosa de mi vida. Y no sólo porque yo tuviese apenas los 22 y a esa edad..., bueno, a esa edad y con tantas novelas que llevaba yo entre pecho y espalda, estaba demasiado claro que aquella iba a ser la mañana del día que cambió mi vida.
Como bien he procedido ya explicar, me encantaba - y me sigue encantando - leer, es más, me apasiona. Y por entonces creí descubrir el sitio dónde quería morir, y en el que quería que me enterrasen, con un tomo de La Sombra del Viento de Carlos Ruiz Zafón en una mano, y en la otra mi preciado ejemplar de El Principito.
Era un sencillo banco de madera, nada elaborado, pero se encontraba bajo las hojas de un bonito y antiguo sauce. Este dejaba caer sus ramas lánguidamente, dejando que se meciesen a su gusto, y hacía que el ambiente en aquel sencillo banco fuese el más adecuado para pasar la vida, e incluso la muerte, pensaba yo.
Ese día llegué convencido de que sería capaz de terminarme el último libro de la saga de El Cementerio de los Libros Olvidados, que había procedido a adquirir tan solo hacía 20 minutos. Y cuando llegué, ¡oh!, cuál fue mi sorpresa al descubrir a una muchacha, que me hizo mucho recordar a la protagonista de mi propia novela, sentada en mi banco.
Como no supe qué decir, me quedé en silencio, esperando que ella levantase la cabeza de su lectura, y rezando porque a ella sí se le ocurriesen las palabras adecuadas para empezar a hablar.
Entonces lo hizo: dejó de prestarle atención al libro, y fue levantando la mirada lentamente, hacia el frente. Arrugó su bonita nariz, como olfateando el aire, y entonces se decidió a mirarme. Pensé que se impresionaría al verme allí semicubierto por las ramas y con un libro de 925 páginas en la mano. Pero en lugar de eso, sonrió, sonrojándose levemente, y dijo:

- Hola.

Tenía una voz muy bonita, y pensé que le iba acorde con su imagen. Pensaba que el color miel de sus ojos combinaba perfectamente con su larga y ondulada melena rubia. Que su bonito vestido con pequeñas flores quedaba genial sobre aquella piel que parecía perfecta. Y que su voz y su perfume hacían una mezcla extraordinaria.

- Hola. - dije.

Seguía mirándome, en silencio. Y entonces hice algo que probablemente hubiese hecho el protagonista de mi novela, pero no yo. Me senté en el espacio libre del banco y, después de sonreírle, me dediqué a observar el bonito ejemplar que tenía entre las manos antes de empezar a leerlo.
Imaginé que la chica diría algo, que intentaría sacar conversación, o que nos conociésemos. Pero simplemente asintió, como entendiéndolo todo, y se limitó a existir, a mi lado.
No podría decir a ciencia cierta cuánto tiempo llevábamos ya coexistiendo los dos en el mismo banco, compartiendo silencios y gestos que comprendían lo dentro que estábamos en nuestros respectivos libros.
Llevaba casi 33 páginas cuando escuché un gruñido, y cuando giré la cabeza, la vi sonrojada.

- Parece que tengo un poco de hambre - y sonrió más roja aún, como queriendo quitarle importancia. Decidí hacerlo yo también.

- Sí, ya es muy tarde. Debemos haber pasado muchas horas aquí. Yo también tengo hambre.

Ella asintió seria y puso un marca páginas por la página por la que iba y cerró el libro.

- Bueno, pues... ha sido genial. - y se levantó y se marchó como un suspiro.

No comprendí el significado de la frase y, de tanto darle vueltas al tema, llegué a pensar que todo me lo había imaginado, y que tantas novelas estaban empezando a pasarme factura.
"Lo raro hubiese sido que no me hubiesen afectado antes", pensé quitándole importancia con un guiño de humor, y olvidándolo al momento.
Yo también cerré mi libro después de asegurarme de memorizar bien la página, y esperé un segundo para levantarme, sabiendo que en el momento en el que saliese de la cúpula que el sauce había formado, mi vida volvería a ser como todas las demás. Y eso me empujó a esperar otro segundo más.
Al día siguiente esperé hasta que fuesen las 5 de la tarde, como en el poema de García Lorca, y emprendí el camino hacia el banco y el sauce.
Cuando llegué me senté en la parte izquierda del banco, como había hecho la mañana anterior, y no en la derecha, como había hecho desde el primer día.
Poco más de 50 o 70 páginas, el roce de las hojas colgantes sonó a mi alrededor y de entre ellas apareció la misteriosa muchacha del día anterior.
Ese día llevaba unos bonitos shorts amarillos y una suave blusa rosa. En los pies, anudadas a sus delicados tobillos, unas sandalias con tiras de cuero. Llevaba el pelo suelto, con una pequeña horquilla en forma de flor recogiéndole el flequillo a un lado.
Inmediatamente me llegó el inconfundible olor de su perfume, que identifiqué como azahar, algo que no había sabido hacer la mañana anterior. Llevaba sobre la cabeza un bonito par de gafas de sol, de aviador, que hacían que luciese de lo más fresca y juvenil.

- Buenas tardes.

- Buenas tardes.

Y se sentó en su lado del banco, haciendo como que no correspondía a mis miradas de soslayo, pero sabiendo plenamente el misterio que ella misma escondía.
Decidí que si ella no decía nada, yo tampoco lo haría, y que me limitaría a olvidarla; porque extrañamente tenía algo que aún no lograba identificar, y que me fascinaba y me ponía los pelos de punta a partes iguales.
200 páginas después, yo ya estaba totalmente inmerso en mi lectura, y había olvidado todo lo que me rodeaba. Pero entonces noté una brisa fresca y me descubrí forzando la vista al leer. Estaba empezando a anochecer. Levanté la cabeza y la miré y me dije que, si le enseñaba eso a una desconocida, seguiría siendo mío. Pero extrañamente quería compartirlo con ella.
Así que la miré, sonriendo. Unos largos segundos después, sus ojos dejaron de repasar las letras y me miraron. Descubrí en ellos la misma pasión por los libros que yo también tenía, y pensé que eso la hacía todavía mejor.

- Mmmm... - empecé tartamudeando, porque, realmente, no sabía a ciencia cierta qué le quería decir. - A estas horas... bueno, a estas horas siempre sucede algo impresionante.

Me miró con expresión divertida, ladeando la cabeza, y me pregunté si ella también estaría pensando lo mismo que yo, que había parecido un completo imbécil.

- Ah, ¿sí? ¿Qué? - y la sonrisa se extendió aún más por su rostro.

Guardé silencio, sopesando mis palabras intentando encontrar las palabras adecuadas para contárselo.

- La puesta de sol más bonita que hayas visto en tu vida. - afirmé seguro, y entonces no supe si me estaba convenciendo a mí mismo o a ella.

- Vaya... la puesta de sol más bonita, ¿eh? - dijo con tono de burla. - Vale, trato hecho.

¿Trato? Si yo solo quería decirle que le podía enseñar la puesta de sol más bonita de la historia, pero que nada era más bonito que ella.

- Vale - acepté, más que nada porque suponía que si no era así, mis esfuerzos no servirían de nada.

Así que me levanté decidido y, apartando con suavidad las lánguidas ramas, las coloqué para que se viese el horizonte. Era consciente de que no quedaban ni tres minutos, y entonces empezaría la explosión de magia.

Volví a mi asiento y aguardé.

- Ya verás - aseguré. - Te encantará.

Me sonrió desde el otro extremo del banco y se colocó más cerca de mí. Yo también me acerqué, hasta que su aroma invadió mis fosas nasales, y nuestros hombros chocaron.

- ¿Seguro de que me gustará? - me preguntó susurrando.

Inclinó la cabeza hacia el espacio que dejaban nuestros cuellos y esperó a que le respondiese. Le correspondí con el mismo gesto y le dije muy bajito:

- Seguro.

Nuestras narices casi chocaban cuando... la luz de nuestro alrededor empezó a cambiar. Levantamos las cabezas al frente y vi cómo el cielo frente a nosotros empezaba a cambiar de color. Yo ya sabía que pasaría por todos los colores ya descubiertos hasta que el sol se pusiese por fin, y que eso era lo más bonito de todo.
Dejé de mirar el cielo y la miré a ella. Supe que prefería ver su expresión cuando viese la explosión de colores.
Cuando el cielo se tornó violeta, se rió; cuando lo hizo rosa, sonrió con añoranza; con el amarillo, suspiró; cuando llegaron los verdes se sorprendió.
Y no fui capaz de ver su expresión con la culminación de la puesta de sol, porque me estaba besando, y no había nada en el mundo que me importase más en ese momento.
Entonces me retracté, no quería que me enterrasen allí, quería que me enterrasen al lado de ella, con su mano entrelazada a la mía; después de habernos descubierto muriendo a besos en aquel lugar que siempre sería nuestro.

Mis pensamientosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora