Nieves

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Era tan blanca que me asustaba hasta mirarla, por si la manchaba con mi impureza. Se llamaba Nieves, y recuerdo que me reí porque el nombre no podía estar más en concordancia. No era ni muy alta, ni muy baja; ni muy gorda, ni muy delgada; ni muy sonriente, ni muy melancólica. Esa era ella: ni muy. Excepto porque era muy blanca. El resto es un vago recuerdo que probablemente mi mente haya alterado: pelo negro azabache, ojos verdes. Cuando hablaba, sus cuerdas vocales parecía que se movían de forma distinta a como las del resto de personas hacían. Su voz era clara y limpia, si bien tirante. Nieves era fría, seca, gris. Era un puñetero témpano de hielo. La viva imagen de todo lo que su madre, tan distinta a ella, le dejó.
Ahora estaba de pie, frente a mí en su gran distribuidor, o hall, que ellos lo llamaban. Me miraba con sus ojos verdes, y en ese momento descubrí matices que nunca más he vuelto a ver en ninguna parte. Abrió la boca, y e menos de diez minutos, me despachó. Me lo dejó bien claro, no le importaba ni yo ni mis intentos por integrarla en mi vida y el del resto de personas. Cuando salí de su inmensa casa, casi como el castillo de Elsa de Frozen, me giré y la miré observarme, como si midiese mis movimientos, y con un pestañeo, entreabrió los labios y se fue dejándome allí plantado.

Mis pensamientosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora