Tortura

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No sabía exactamente cuánto tiempo llevaba metida en aquella celda que me recordaba a aquella jaula de un zoo abandonado que vi cuando era pequeña. La piel de mis muñecas estaba desgarrada porque el peso de mi cuerpo hacía que se quisiesen escurrir fuera de las ataduras que las sostenían. Me dolían los brazos por estar tanto tiempo colgada de ellos, y hacía ya algunas horas que había supuesto que tenía una pierna rota. Al principio, mi cuerpo de estremecía cada segundo al notar la corriente fría que parecía permanente en aquella cárcel contra mi piel desnuda, pero ya no sentía frío. Solo dolor, entumecimiento. Y una insufrible agonía por tener la certeza de que de un momento a otro, volvería a aparecer por entre los barrotes esa sonrisa que tantas veces había visto en dos días cada vez que mi voz se rompía gritando. Había dado por hecho que resistiría mucho menos de lo que lo estaba haciendo, pero se había equivocado, y suponía que estaría tramando torturas mucho peores para mí y para mi cuerpo. Este hizo un intento de estremecimiento cuando recordé su lengua por mi vientre, tras habérmelo marcado con millones de rayas rojas, que se deslizaban ahora muslos abajo. O cuando conjuré en mi mente las tenacillas con las que se había entretenido con los dedos de mis pies, mis orejas, o mis pezones. Dejé caer la cabeza y los miré. Pensé que volvería a caer desmayada por un dolor que ahora solo se sucedía en mi cabeza. Aparté el rostro con lágrimas en los ojos, imaginando una vida libre después de haber salido de allí. Pero nunca normal después de aquello. Giré la cabeza hacia el techo, y una puntaza de dolor me recorrió toda la espina dorsal. Me dolía tanto el cuerpo que no conseguía adivinar cuál de todas mis terminaciones estaba gritando de dolor. Entonces escuché el chirrido que llevaba torturándome cada vez que la sonrisa volvía a parecer; y temblé, no de frío, sino de miedo.

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