Vampiro

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Acercándose a mí peligrosamente, soltó un gruñido y me dejó esperando ver sus afilados colmillos por entre sus finos labios.

Comencé a moverme, a seguirle, y apreté el paso para no perderle la pista al borde de la capa negra y roja que veía volar cada vez que giraba una esquina. De repente llegamos de nuevo a la sala principal; una sala grande, de hecho, la más grande de toda la residencia. Tenía las paredes rojas y negras, un techo alto y unas cortinas que se dejaban caer pesadamente por todo el largo de las paredes y que permitían que la estancia estuviese sumida en una neblina de sombras y luz, con un halo formado estremecedoramente en el centro de la sala.

Reí irónicamente al ver en la gran pared del fondo, detrás del gran sofá de terciopelo rojo, un curioso cuadro de un vampiro. Un intento de Conde Drácula. Entonces, frente a mí, apareció la capa y su portador que yo había estado persiguiendo.

- Bonito retrato. – me burlé en voz alta, señalando en cuadro.

Arrugó la nariz.

- No creo que hayas venido para hablar de mi familia y de mi verdadera o no ascendencia.

- Ya te lo he dicho, te creo. Tengo motivos para hacerlo, y me faltan para no hacerlo, así que... Sí, te creo. Pero llevas razón, - me centré. – No he venido a buscarte para eso.

Me miró fijamente y luego habló enseñándome los afilados colmillos y helándome toda la sangre que podría chuparme en cualquier momento.

- Tú dirás.

- Víctor...

Me frené. Ni siquiera estaba segura de qué estaba haciendo allí, ¿cómo decirle que quería que se viniese conmigo? Titubeé y centré la mirada en el gran retrato de mi amigo, y reparé entonces en todos los demás, grandes, iguales, de sus antepasados. Enmarcado en oro de forma sobria y elegante, se podía ver el de un vampiro verdaderamente imponente. "Conde Drácula", ponía.

Víctor siguió mi mirada.

- Mi tatarabuelo, ya te lo he dicho.

- Sí, sí, lo sé.

Callé. Tenía que pensar verdaderamente bien mis argumentos y medir mis palabras si quería que aquello saliese bien.

- Víctor..., - volví a empezar. - ¿Por qué estás aquí solo?

Me miró, con la mirada severa, y en una mueca terrorífica, mostró sus colmillos y se rió. Yo me di una palmada mental en la frente, y me dije que debía seguir.

- No, en serio. No me puedo creer que te guste esta vida. No me puedo creer que prefieras esta asfixiante soledad antes que tener compañía; que prefieras encerrarte aquí y salir a cazar por las noches antes que dormir acompañado. – había dejado de reír y me miraba amenazadoramente. Pero yo ya había empezado. –Es imposible que lo prefieras. ¡Esta casa tiene vacíos por todas partes, joder! Vives solo en una casa en la que podría acoger a más de 15 familias. Y dices que no te importa. Es imposible, Víctor. – repetí. – Es imposible que no notes la falta, la ausencia de vida en tu propia vida. Te has alejado tanto de la civilización que es casi imposible llegar hasta aquí. He tenido que coger dos aviones, un tren, pasar tres días metida en un coche que me ha dejado en medio de la nada, y aún así, todavía he tenido que andar casi un día entero para llegar hasta aquí. ¿Y ahora me dices que te gusta todo esto? No te creo. Estás solo por elección propia. Y eso no te puede hacer bien.

Víctor me taladraba con la mirada, parecía dispuesto a saltar sobre mí en cualquier momento.

- No sabes nada. Llevo tres años aquí, sin saber nada de nada ni de nadie. Ni siquiera de ti. Y me ha ido mejor que cuando estaba rodeado de personas. No he vuelto a dañar a nadie. No he tenido que volver a presenciar cómo he acabado con personas cercanas a mí. – notaba la tirantez en su voz, y a mí sus palabras se me estaban clavando como una estaca en el pecho. – Aquí a lo sumo mato a una o dos ovejas más en los días malos. Pero ya me he acostumbrado. ¡Uno nunca se acostumbra a descubrir que ha matado a sus seres queridos! – sollocé, y él paró en busca de una honda bocanada de aire. - ¡Joder, Alba! Aquí no mato a personas humanas. Aquí no le hado daño a nadie... Ni siquiera a mí.

Le miré entre lágrimas, intentado buscar una palabras que lo reconfortasen. Pero no supe decir nada.

- Mira Alba, ya te lo he dicho, no deberías haber venido. No me voy a ir de aquí.

- Pero...

- ¡¡No ha peros!! – rugió mientras las cortinas y su capa volaban y la habitación se iluminaba durante un segundo con un rayo.

Di un bote, y me sequé las lágrimas con fingida dignidad.

- Llevas razón. No debería haber venido.

Se pasó una mano por la cara con gesto cansado y asintió casi imperceptiblemente. Fui a girarme, a irme de allí, y me encaminaba a la salida cuando entonces, rápidamente, giré hacia la izquierda y corrí por el largo pasillo.

- ¡Eh! ¿Qué haces? – gritó alarmado.

Empezó a seguirme, y yo recé porque la distancia que había puesto desde un primer momento me sirviese de ventaja. Me constaba que corría mucho más rápido que yo. Subí a toda prima unas escaleras, casi a gatas, y corrí a encerrarme en la primera habitación que encontré con llave. Cerré la puerta de un portazo, y escuché el golpe del cuerpo de Víctor contra ella en el momento en el que yo terminaba de girar la llave. La saqué y me la llevé al pecho, alejándome de la puerta.

- ¡Maldita sea, Alba! ¡Abre la puerta! – gritaba golpeándola.

Yo hice caso omiso y me giré hacia la ventana abierta una un trueno y su rayo pasaron frente a esta.

La persecución me había hecho recordar las veces que Víctor y yo nos habíamos perseguido de broma en nuestra casa de Madrid, para luego acabar en el suelo de una habitación cualquiera, abrazados entre risas y besos. Me tuve que sentar en la cama. La ventana seguía abierta de par en par y las gotas de lluvia de la tormenta mojaban las cortinas y el suelo. En un alarde de valentía del viento, algunas me salpicaron y una surcó mi mejilla.

Entonces paré, porque los golpes y los gritos habían cesado. Me encogí en la cama y apreté aún más la llave contra mi pecho.

Esperé en silencia, con el sonido de la tormenta de fondo. Y nada. Me puse en pie y me acerqué temerosa a la puerta, mojándome con el agua que entraba por la ventana. Pegué el oído a la puerta.

- ¿Víctor? – pregunté casi en un susurro.

Entonces algo sonó en la ventana y me giré para ver a Víctor en plena transformación de murciélago a vampiro, con el pelo mojado y la ropa calada. La capa había el charco de agua bajo la ventana más y más grande aún. Me miraba con ojos violentos. Tartamudeé, muerta de miedo, y guardé la llave debajo de mi camiseta.

- ¿Te parece gracioso? ¿Te diviertes así? – me preguntó con una voz lejana a la suya. Sin acercarse, pero hacia mí. - ¿A qué clase de estúpido juego estás jugando, Alba?

Negué con la cabeza, incapaz de hacer otra cosa.

- Ya te lo dije. No podía obviarlo mucho tiempo más. Pasó. Sucedió y nos superó. No esperes que volvamos a como estuvimos entonces. – se acercó hacia mí mientras hablaba. Tanto que su nariz y la mía casi se tocaban, que podía oler su liento a sangre, y que parecía que sus ojos me presionaban el pecho. Sacó sus colmillos, que hasta relucieron, y mi cuerpo se sacudió con terror. – no soy la persona que era. Soy salvaje. Y eso me gusta, a pesar de lo que piensas. Mato, y ya no es agotador. Matar me da la vida. – dijo con un suspiro terrorífico.

Entonces yo grité, porque lo último que vi fueron los colmillos más aterradores que había visto en la vida abalanzándose hacia mí. Al fondo, un rayo cruzó la ventana e iluminó la habitación.

Mis pensamientosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora