Capítulo 2: nada extraordinario

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El día que cumplí quince años, mis padres tiraron la casa por la venta con mi fiesta.
Alquilaron un salón hermoso, mandaron a hacer un vestido que me encantaba, invitaron a medio pueblo,  todo era perfecto.
Estaban más emocionados que yo, mamá lloraba porque su bebé ya no era tan chiquita.
Mi madre siempre fue de esas mujeres fuertes y difíciles. Tenía un lengua ingeniosa que hacía callar hasta al mejor político y podía avergonzar hasta a los camioneros.

Mija, usted jamás se deje pisar la cabeza por nadie —decía con la frente en alto—. Acá lo que importa es la actitud, créase la mejor y lo va a ser.

Mamá  luchaba a diario contra una sociedad que la minimizaba por ser mujer y por no haber podido terminar la secundaria. En el campo, la prioridad siempre fue salvar la cosecha antes que al cerebro. Yo  jamás tuve que elegir entre el trabajo o el estudio, y es algo con lo que estoy más que agradecida. Ellos se aseguraron de que no tenga que pasar por lo mismo a base de trabajo duro y mucha perseverancia. La vida en el campo no es fácil para nadie, pero ellos se la ingeniaron para que yo nunca lo sintiera como una carga. En cambio, crecí con la imagen de una mujer tostada al sol, terca y ruda, pero de gran corazón.
El verla llorar en mi fiesta, fue como ver una estrella fugaz, sabías que era muy posible que eso no volviera a pasar en mucho tiempo.

El momento más emotivo fue cuando bailé el vals con papá. Había tanto amor en su mirada, no creo que haya en el mundo un padre mejor que el mío. Amoroso, inteligente, trabajador, respetuoso y amable. Mis padres fueron mi modelo a seguir desde que tengo memoria, en mi mente, la felicidad estaba conectada a nivel íntimo con sus enseñanzas y ejemplo.

Hay, sin embargo, un hecho interesante en esa hermosa fiesta que me pasó inadvertido en ese tiempo.
Anita siempre fue una mujer de fe. No se separaba de su Biblia y de vez en cuando soltaba uno que otro verso de ese famoso libro. Decía que si estaba viva, era nada más que por gracia divina. Nunca supe qué decir ante tanta seguridad en sus palabras, por lo que guardé la mayoría es de mis dudas para mí misma.

En Argentina hay un fenómeno curioso, o se es algo o no se es nada.
En esto también, cae la religión.
O se es católico apostólico y romano, o no se es nada; o se es evangélico o no se es nada; o creés en la virgen —que nunca entendí por qué se la quiere más a la de Luján que a la de Guadalupe si al fin y al cabo son la misma—, o creés en San Cayetano; y así con miles de cuestiones. Si sos de River no podés ser de Boca, si te gusta el fútbol no te puede gustar el Rugby. La división me parecía demasiado drástica e infantil, pero era más profunda de lo que me podría haber imaginado a esa edad.
Mis viejos decían ser católicos a pesar de que nunca los vi asistir a ninguna misa.
Anita, por otra parte, decía ser cristiana. A veces en las noches, cuando de chiquita iba a la cocina a tomar agua, la podía escuchar hablando con ese tal Dios.

Yo, por otra parte, desde que tengo uso de razón me acechaba el sentimiento de no ser nada concreto. No me molestaba su fe, o la decisión de mis padres, pero me incomodaba mi falta de seguridad. Había en mí una incapacidad por creer en algo concreto. No podía decir que era atea, encontraba demasiadas pruebas de que existía algo más grande que nosotros. No podía creer en un hombre como Buda, porque, ¿cómo depositar mi alma en otra alma peor o mejor que la mía? No le veía el sentido.
Además, la iluminación me parecía un concepto bastante arbitrario; y la meditación  me daba hambre, no me preguntes por qué.
No creía en la palabra de los hombres, pero no podía negar que Jesús existió.
Y así estaba, de un lado al otro, sin aceptar ni negar nada. Un día agradecía a Dios y al otro a la suerte.
Ese constante estado ambiguo me desvelaba algunas noches.

Tal vez por eso mismo las palabras de Anita no se borraron de mi mente.
Cuando ella propuso hacer una oración por mí el día de mi fiesta, al principio no estaba segura.
Pensaba en qué irían a decir mis compañeras de la escuela, además de que me daba un poco de vergüenza. A pesar de mi reticencia, no pude negarme, esa mujer me crio prácticamente desde que nací, era lo menos que podía hacer por ella.
Mis viejos tampoco se opusieron, la querían demasiado como para decirle que no. Además de que preparó ciento cincuenta pastafrolas para la mesa dulce.

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