Capítulo 30: San Telmo y el arte (parte uno)

105 12 6
                                    

El icónico barrio de San Telmo nos dio la bienvenida apenas bajamos del colectivo.
Mateo, aferrado a mi cuello, ya que de alguna manera me convenció con sus ojos de cachorro para que lo lleve a upa, veía todo con curiosidad pero cauteloso.

Pude haber bajado en el mismo Museo, pero a pesar de que vivía en Buenos Aires desde hace ya casi una década, nunca había visitado el emblemático barrio de San Telmo. Nada más hacer unas cuadras supe por qué los turistas pasaban sí o sí por ahí cada vez que visitaban la ciudad, era como viajar en el tiempo.

Los altos edificios, de arquitectura típica de la época colonial, con sus ribetes, sus salientes y carteles hechos a mano, te daban cierta sensación de haber viajado en el tiempo.
En cada cuadra uno podía oler el delicioso aroma a costumbres y cultura típica de Argentina. Algo se asaba en alguna parte, picante y ahumado. Las veredas angostas, las calles adoquinadas de aquellas épocas de gloria, las fachadas descoloridas con estilo, los murales socialistas y anti socialistas.

Nos detuvimos a ver un poco a una pareja que bailaba un viejo tango que hablaba de amor no correspondido, saqué fotos a los diferentes personajes de la famosa historieta Mafalda y los demás protagonistas del paseo de la historieta; todo era un espectáculo para los sentidos, lleno de colores y gente de todas partes.

No nos llevó mucho llegar al Museo, a pesar de sus miles de atracciones, el barrio de San Telmo era el más chico de la ciudad, además de que había ido con el tiempo suficiente para disfrutar del viaje. Mateo se dejó dibujar por un artista callejero que hizo una caricatura de él que le encantó porque me obligó a guardarlo en la mochila sin que se arrugue ni se doble, yo compré algunas pavadas que llamaron mi atención y justo antes de que se rompa mi espalda, arribamos.

Ya para ese momento, Mateo estaba sobre estimulado, mucha información que procesar, sabía que mi hijo necesitaba un descanso, por lo que lo dejé dormir un poco mientras esperaba a que sea la hora y el doctor se sumara a nosotros. Me senté en un banco de madera y hierro frente a la entrada del gran edificio que parecía en remodelación —en realidad era una ampliación, me enteré después— y dejé mi mente vagar tranquila. Mateo dormía pacífico, ajeno al ir y venir de gente dispuesta a conocer cada rincón, cada secreto.

Sonreí al recordar el aburrimiento de mi hijo al enseñarle la casa más pequeña del barrio, el mercado más antiguo, la segunda plaza más vieja de Buenos Aires después de Plaza de Mayo, nada parecía ser de su interés. Casi parecía como si estuviera guardando sus energías para la diversión real. No me molestó, en la vida había que aprender a aceptar que todos tenemos gustos diferentes, pensamientos diferentes, maneras de ver el mundo que muchas veces no encajan con la de los otros; y está más que bien, ya que así yo aprendía de colores, pintores y arte, mientras que Mateo aprendía de cultura, historia y costumbres. La eterna simbiosis que rige la vida humana, el ser capaces de compartir y ser compartido.
De aceptar y entregar, de escuchar y ser escuchado. Y es que nadie puede negar, que todos necesitamos ser escuchados.

A las cuatro en punto, Emanuel apreció caminando hacia la entrada con ese andar suyo que parecía imperturbable. Le hice señas hasta que me vio. Agarré mis cosas y después de levantarme con Mateo en brazos, me acerqué al doctor Rivera.
Me descolocó un poco no verlo con su usual uniforme de trabajo y el delantal blanco e impoluto de siempre. En cambio, vestía una remera verde pastel lisa, un pantalón negro de jean y unos zapatos también negros que brillaban más que el sol que se reflejaba en su pelo negro.

Era una tarde calurosa, a pesar de que seguíamos en primavera, diciembre estaba muy cerca y se hacía notar por las altas temperaturas que aparecían de la nada y se iban con la misma rapidez. Levanté a Mateo que pesaba en mis brazos y entonces el doctor se vio sorprendido cuando se dio cuenta que Teo dormía, aunque se apuró a ayudarme al segundo siguiente.
Lo dejé agarrar mi bolso y la mochila de Mateo, ya que las entradas estaban ahí, nos saludamos con un beso sonoro en la mejilla y nos fuimos directo a la entrada.

Más de lo que ves © [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora