Capítulo 7: ciertos cambios

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El domingo siguiente a la pelea me desperté con dolor de cabeza, agotada a pesar de apenas haber abierto los ojos. El día anterior no había hecho nada, por lo que no era común, pero en vista de los últimos acontecimientos, no era tan extraño tampoco. Con la facultad, las prácticas y mi difícil situación amorosa, no era tan raro sentirse así de cansada.
Sin embargo, había empezado a notar una fatiga constante.
Despertarme costaba el doble, pensaba más en dormir que en estudiar y hasta una vez me quedé dormida en clase. Gracias a Dios el profesor nunca se dio cuenta. Sandra dijo que ronqué, pero no le hice caso.

Después de la amenaza de Sergio, decidí no darle muchas vueltas al asunto y dejar que se le pase el mal humor. El problema fue que mi plan de hablar con él cuando esté más calmado se vio difícil de completar ya que apenas lo veía. Llegaba al departamento tan tarde que no lo escuchaba, la única señal de que había pasado por ahí eran los platos sucios que dejaba en la cocina. Supongo que su indignación no le permitía agarrar la esponja y el detergente.
Sabía que algo pasaba, algo serio, pero me negaba a pensar mucho en eso. Admito que fue cobarde de mi parte esperar a que las cosas se solucionaran por arte de magia.
En ese momento, evitar pensar demasiado parecía la mejor opción. La realidad era que elegí no ver lo que ocurría y así evitar tener que darme cuenta de la verdad.
Debido a eso, tuve que enfrentarme a la nueva situación, sola. Tampoco fue tan difícil, me dije que no necesitaba a Sergio para respirar, que podía continuar a mi manera. No era de esas mujeres que dependen de sus maridos para todo. La independencia fue siempre una prioridad para mí.
En un país donde los hombres gobiernan a su antojo, las mujeres nos hacemos cada día más fuertes, más luchadoras, las circunstancias nos forjan y el deseo de superarnos nos llama a niveles más altos. Yo era una de esas mujeres. O al menos de eso me convencía.

Por aquel mismo motivo ese domingo decidí recorrer un poco la ciudad. El departamento quedaba en el barrio de Belgrano, plena Capital. Tenía la avenida Santa Fe a pocas cuadras, era como vivir en un flujo constante de cultura, arte callejero y pungas.
Le escribí a Sandra por si quería salir conmigo, pero estaba ocupada al parecer. Tampoco me extrañó, ella vivía 'ocupada', supongo que el tener la vida más que arreglada le dejaba más tiempo para el ocio. Yo en cambio, apenas había tenido tiempo para salir a conocer Buenos Aires en los años que llevaba como habitante de aquella ciudad. Por supuesto, no todos podemos ser hijos de padres con empresas multinacionales que ni siquiera necesitan estudiar para vivir mejor que la presidente. Aunque hay que ser justos, Sandra al menos no fingía que no usaba el poder de su apellido para conseguir lo que deseaba.

Preparé un bolsito con provisiones, un almuerzo simple y varias bebidas, para después salir lista para vivir una nueva aventura. Con ayuda de Internet busqué información sobre algún lugar que no haya visitado aún. Gracias a la búsqueda, terminé en una de las zonas más hermosas de Buenos Aires: los lagos y el rosedal de Palermo. Era en verdad algo digno de ver. Con su hermosas rosas de todos los tipos, el tranquilo lago y sus delicados jardines, el parque de Palermo era una de las atracciones turísticas más bellas de la capital.

Caminé por un tiempo por las largas y pintorescas calles hasta que mis pies ya no soportaron un paso más y me acomodé cerca de un frondoso árbol para disfrutar de mi almuerzo. Era un día espectacular. Hacía el suficiente calor para hacerte transpirar, pero no para sentir que podrías morir achicharrado.
Respiré el húmedo aire con olor a rosas y por un instante, me sentí en completa paz.
Esa clase de armonía que uno experimenta al poner sus sentidos en lo que lo rodea, al despejar la mente de la carga constante y permitirse relajar el alma por un rato.
Pero como dice el dicho, fácil viene y fácil se va. De un momento a otro unas increíbles náuseas me atacaron sin piedad y casi termino regalándole mi almuerzo a la madre tierra.
Me di cuenta que las botellas estaban casi intactas y me dediqué a rehidratar mi cuerpo. Después de dos botellas me sentí un poco mejor. Seguro el calor, más la falta de agua, fue lo que causó las náuseas, me dije a mí misma.
Después de un rato de relajación, me aburrí y seguí mi camino a través del parque. Tuve la idea de pasear sobre el lago en esas barquitas con pedales, pero aún tenía un orgullo que defender, por lo que seguí de largo hacia caminos menos románticos.
Llegué a la otra punta y reconocí la concurrida Plaza Italia.
Esa pequeña plazoleta en medio de esas intersecciones de avenidas siempre me resultó curiosa. Un punto en Capital donde convergían diferentes avenidas, calles y personas de todas partes de la ciudad y más allá.
Vi a las personas correr de un lado a otro, a la espera de una chance para cruzar con la esperanza de sobrevivir al intento, y me pregunté no por primera vez por qué los argentinos somos tan estúpidos e impacientes. Quiero decir, ¿cuánto vas a envejecer por esperar veinte segundos a que cambie el semáforo?

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