Capítulo 19: uno siempre quiere más

222 19 18
                                    

Hay un dicho que mamá siempre repetía: no importa cuánto tengamos, siempre se quiere más.

No es que mi madre haya dicho algo transcendental, pero con el tiempo entendí que no se trataba del dicho en sí lo que causaba impacto, sino del contexto en el que mamá solía soltarlo.

Cada vez que la siembra se arruinaba por el clima o las plagas y mi viejo se ponía de un muy mal humor por la cantidad de plata desperdiciada, mamá sacaba a relucir su famoso dicho: no importa cuánto se tenga, uno siempre quiere más.
Tengo en la memoria la mirada de papá, cansada pero astuta, que concordaba en parte con ella y en parte quería mandarla allá donde el gaucho perdió el poncho.

Sostengo que mamá es mucho más inteligente que la mitad de los académicos con los que me había cruzado en la universidad, porque ella entendía la vida, así tal cual es, y la vivía a su manera con lo que tenía tanto como con lo que le faltaba. Puedo decir ahora que esa cualidad que admiraba tanto en ella no era más que el fruto de una vida de experiencias, de aciertos y errores, tanto como de victorias y fracasos. Todo ello, sumado tal vez a la ruda belleza de la vida en el campo, la hizo la mujer que tanto me enorgullece hoy.

Yo no tenía la vida llena de experiencias como ella, no tenía las horas de trabajo de sol a sol en el campo, ni los recuerdos de haber perdido todo por una tormenta o una sequía. Pero tenía la vida que tenía, con mis propias vivencias, entre mis propios logros y fallas, junto a mis caídas y mi particular ascenso a algo mejor. Todo ello estaba ahí, en mí, sin saberlo, y tal vez en mi caso, potenciado por la rudeza indiferente de la vida porteña en la Capital Federal.

Y creo que eso también tuvo su fruto en mí. Lo descubrí ese día en el segundo aniversario de la iglesia. Habían decidido tirar la casa por la ventana, todo estaba decorado de manera preciosa, con una combinación de colores vivos y alegres que iban perfectos con el espíritu de la celebración. El teatro se veía como un festival que se armaba a veces para las fiestas patronales. Muchos puestos de comida, juegos caseros como en las kermes, los nenes andaban de acá para allá recolectando sellos en las manos para el sorteo que se haría al final de la jornada.

Era divertido de ver tanto como de participar. Tenía algunos sellos en mis manos cuando me puse a jugar con algunas de las chicas mientras Teo dormía en el carrito. No era mi idea, pero me insistieron tanto que Anita me ofreció quedarse con él mientras yo me divertía y ella hablaba con Sara, como hacían cada vez que se veían.

No recuerdo si antes de ese día me había divertido de esa forma tan sincera y real. Me reí tanto que mi estómago dolía y las lágrimas saltaban de mis ojos. Perdí en la mayoría de los juegos que se trataban de puntería ya que, bueno, digamos que mi coordinación no era mi fuerte y listo.
Pero fue tan gracioso simplemente jugar, como cuando uno es chico y no te importan las apariencias, ni los comentarios que puedan hacer, como cuando te descalzabas para entrar al pelotero inflable sin pensar en que las medias están caras y si se rompen hay que comprar más.

Un gran grupo de las chicas que compartían junto a mí en las reuniones de mujeres jóvenes se formó alrededor de mí y decidimos acaparar el enorme castillo inflable. Rebotamos y reímos a carcajadas por las monerías que se nos ocurrían hacer, y aunque me gané unos cuantos moretones, sentí que después de todo, sí podía tener un momento de diversión para mí, incluso si era de esa manera infantil e inocente.
No estaba mal que tuviera ese tiempo para mí, no me hacía mala madre reír con mis amigas, pasar un buen rato y olvidarme de las preocupaciones y los problemas cotidianos. Seguía siendo una mamá, pero no dejaba de ser Lorena Páez, la chica que le gustaba hacer competencias de saltos y que era pésima para embocar un aro enorme en un palo de escoba.

Más de lo que ves © [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora