Capítulo 35: parte de nosotros

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—¡No!

Un terrible e inesperado grito me hizo saltar, el peine con el que me desenredaba el pelo después de una rápida ducha antes de que Anita se fuera cayó de mi mano y repiqueteó contra el lavamanos.

—¡No, no, no!

Los gritos se hicieron más intensos, acompañados de ruido de cosas cayendo al piso, lo que hizo que reaccionara y corriera hacia la sala de estar, donde Mateo pintaba tranquilo sobre la mesa ratona de madera y vidrio hace un rato. Cuando llegué me encuentro a mi hijo con la vista fija en el gran cuaderno de hojas de dibujo y una expresión entre incrédula y asustada. Anita no estaba por ningún lado, lo que no me sorprendió ya que de seguro se le hacía tarde para el trabajo y al ver que yo ya estaba por salir del baño se fue apurada.

Me acerqué para asegurarme de que Mateo no se hubiera lastimado con algo pero entonces sus gritos me sobresaltaron de nuevo y todo se salió de control.

—¡No! ¡No, no, no! —gritaba desesperado.

—Hijo, calmate, no pasa nada amor, podés hacer otro —le aseguré para tranquilizarlo. El dibujo en el que llevaba toda la tarde trabajando estaba lleno de pintura y agua, lo que supongo que habrá venido del vaso de plástico con el que enjuagaba los pinceles.

Traté de levantar las hojas y limpiar el desastre, me lamenté por la alfombra, pero dejé eso para después, ya que cuando hice el amago de agarrar el cuaderno Mateo comenzó a gritar de nuevo. Su respiración era desenfrenada, como si hubiera corrido a Vicente por toda la casa.

—¡No! ¡Basta, basta! —Levanté el vaso y traté de limpiar el agua de la mesa que había arruinado el cuaderno, pero entonces Mateo solo enloqueció.

Empezó a golpear su cabeza con los puños, pidiéndome que parara como si lo estuviera lastimando de alguna forma horrible. Me asusté, me acerqué para evitar que se golpeara otra vez.

—¡Mateo, no! —grité horrorizada— ¡Basta, no te hagas eso! ¡Te vas a lastimar!

Pero fue como si mi contacto lo hiriera. Vaya si eso no hizo no fue como un piña directo a mi corazón.
Cuando quise parar sus golpes tropezó lejos para después empezar a tirar todo lo que encontraba. Un jarrón con flores falsas cayó de un estante lleno de libros, quebrándose en cientos de pedazos alrededor de mi hijo.

Lo admito, en ese momento, entré en pánico.

Corrí hacia Mateo, ni siquiera me acordaba de haber estado descalza hasta que un pedazo de cerámica se clavó en la planta de mi pie. Grité, el dolor como un relámpago a través de mi pierna, pero nada fue más doloroso que ver a mi bebé temblar de miedo ante la vista de la sangre. Justo cuando pensé que la situación no podía empeorar, empeoró, porque Mateo salió del congelamiento momentáneo en el que entró cuando me vio lastimarme el pie y empezó a gritar y llorar desconsolado.

Retrocedió, pero la alta biblioteca detrás de él le impidió continuar, lo que agradecí ya que el piso seguía lleno de pedazos del jarrón. Lo vi cerrar los ojos, acuclillarse y golpear de nuevo los puños contra su cabeza, mientras se balanceaba de atrás adelante. Parecía querer sacarse la imagen de su madre sangrante o el dibujo arruinando de la mente. No sabía cuál de los dos.

Corrí rengueante a la cocina para buscar la escoba y algún trapo, volví rápido hacia Mateo, despejé sin mucho cuidado el espacio para finalmente atar el trapo en mi pie y evitar que siguiera sangrando como una canilla rota. Mateo repetía lo mismo una y otra vez mientras gemía y jadeaba, casi como un animal herido. Sentí el nudo en mi garganta apretarse cada vez más.

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