Capítulo 31: las matemáticas de la vida

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Antes de darme cuenta, comenzaron los preparativos para la finalización del año lectivo.

Revisar carpetas, corregir tareas, organizar actos de fin de curso con las demás maestras; todo eso me causaba una felicidad difícil de controlar por dos simples motivos: el primero, era que significaba que la Navidad estaba cada vez más próxima.
La segunda razón, y ligada a la anterior, era que el cumpleaños de Mateo estaba a la vuelta de la esquina. El día en el año en que yo miraba las fotos de mi bebé desde que nació hasta la actualidad, donde lloraba de nostalgia y alegría por mi pequeño milagro; y sobre todo ese año, ya que sería el día en que mi hijo cumpliría sus cinco años, para entonces comenzar el preescolar a un paso del preescolar.

Esa, era la parte difícil del asunto.

Mateo cada vez se encontraba más cerca de la primaria, por lo que debía encontrar un jardín que luego fuera capaz de continuar con su educación. Ni siquiera había comenzado el proceso de búsqueda y ya me sentía agotada. El inicio de un fuerte dolor de cabeza que empezaba en la sien y se extendía hasta la nuca era la primer señal de que el estrés no le da tregua a nadie.

A pesar de todo lo complicado, las cosas buenas de mi vida seguían ahí, justo al alcance, como recordatorio de que por más dificultoso que se pusiera el camino, aún había razones para sonreír.

Las terapias de Mateo eran una parte importante en nuestra rutina ya para ese entonces. El doctor Ponce resultó ser mucho más útil de lo que imaginé. En cada duda, cada problema, cada berrinche sin sentido de Mateo o conducta negativa, lo tenía a él al alcance de una llamada. Ya había perdido la cuenta de las veces que lo había llamado al borde del colapso mental, y el hombre con una amabilidad y profesionalismo de envidiar, me daba el consejo exacto para controlar los aspectos más difíciles de mi hijo. Si a eso le sumábamos las sesiones con el doctor Rivera, yo podía decir con toda seguridad que ambos se habían convertido en pilares más que imprescindibles en mi vida.

Los días pasaron sin control, de esa forma curiosa que tiene el tiempo de pasar cuando uno no es capaz de apreciar los segundos con nitidez.
Así que antes de poder procesarlo, la ciudad se volvió una especie de sauna lleno de vapor que goteaba condensado por los edificios de la Capital, producto de un clima demasiado húmedo. El lado bueno, es que los colores de la festividad favorita de mi familia decoraban las vidrieras y casas del barrio como una especie de cuadro brillante y llamativo.

Ese año, decidí no hacer una gran fiesta. Lo más importante para mí era que Teo disfrutara de su día, por lo que juntos armamos un detallado y muy específico cuadro de opciones dentro de mi alcance y presupuesto, para poder decidir qué hacer en su día. Llegamos al acuerdo de que él elegiría, pero yo podría llevar a una invitada con nosotros. No fue su condición favorita, pero supongo que la idea de planear él mismo su cumpleaños fue suficiente para ceder en eso. Por supuesto, Anita era parte implícita del plan, por lo que mi invitada especial fueron Viviana y su hija Morena, de la misma edad que Teo. Sería toda una travesía, estaba segura, sobre todo porque Morena era una pequeña preciosa, pero muy inquieta y parlanchina —al igual que su madre—, rasgos no del todo agradables para mi quisquilloso hijo.
A veces temía que Mateo no fuera capaz de relacionarse con ningún niño de su edad. Sentía que a pesar de ser tan distinto a mí, comenzaba a seguir ciertos pasos míos que no quería ver repetidos en él.

Al igual que yo, no éramos muy dados a confiar en otros o a ser muy expresivos sobre nosotros mismos. Me daba cuenta que ambos necesitábamos de la sensación de control para sentirnos mejor, e incluso podía decir que al igual que yo, nos llevábamos mejor con los adultos que con nuestros contemporáneos. Una profunda desazón invadía mi pecho, carcomiendo poco a poco mis esperanzas, cuando la posibilidad de haber sido la portadora del gen que había creado la realidad de Mateo cruzaba mi mente.
No tenía sentido especular, yo lo sabía, pero a veces uno no puede dejar de cuestionarse, incluso más si esas preguntas eran imposibles de responder.
Sobre todo cuando se teme más a la verdad que a la duda.

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