Capítulo 6: nadie para escuchar

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Si mal no recuerdo, antes de que el primer cuatrimestre de mi último año termine, volví a pasar por el antiguo teatro en remodelación.
Me sorprendí de los increíbles avances que habían logrado. Se veía moderno, clásico y hermoso. Casi te daba ganas de entrar para ver si su interior era tan bello como el exterior. Deseché esas ideas de mi cabeza, de seguro Sergio me tacharía de loca si supiera.

Mientras recorría las calles de la Ciudad, jugaba a adivinar en qué  partes estuvo de moda la modernización y en cuáles lo estuvo el patriotismo. Con sus calles en subida, sus edificios dispares, mezclados sin ningún orden aparente, no era tan difícil adivinar. La Capital nunca dejaba de maravillarme, me daba esa sensación de estar rodeada de historias increíbles, esa extraña armonía entre lo antiguo y contemporáneo me fascinó desde pequeña.
Por eso no se me hizo nunca extraño que ese teatro tuviera una gran pantalla LED en el frente, a pesar de que los edificios del resto de la manzana eran más conservadores, por así decirlo, y con todo no se veía como si no perteneciera a ese lugar.

Cuando llegué a casa tiempo después, un profundo silencio me dio la bienvenida, como de costumbre. Había alargado la llegada yendo a tomar un café con Sandra, pero en algún momento su vida se volvió más interesante que la mía y tuvo que despedirse antes de lo previsto a hacer quién sabe qué.

Un poco apesumbrada, decidí hacer algo de limpieza y lavar un poco de ropa. Gracias a Dios los padres de Sergio nos habían regalado un lavarropas automático hacía poco, porque no me veía lavando esa montaña de ropa sucia a mano.
Puse la radio para llenar un poco el ambiente y la música me levantó un poco el ánimo con su ritmo pegadizo. El tiempo dejó de tener valor por un rato, y antes de darme cuenta, la noche había llegado mientras yo todavía continuaba con la radio como única compañía.
Ya no había nada que limpiar, pero al menos mantuvo mi mente ocupada por unas cuantas horas.
El hambre me atacó, así que preparé algo rápido y simple para la cena. De postre, la pila de libros que todavía me quedaba por leer.
Pero claro, como nada de lo que yo planeaba se llevaba a cabo, no debería haberme sorprendido cuando la puerta del departamento se abrió de golpe para dejar entrar a un muy entusiasmado Sergio.
Lo vi correr hacia mí como si tuviera en mis manos la llave de todos los juzgados del país. Me asusté un poco. Cuando me alcanzó tomó mis manos y me puso de pie para envolverme en un abrazo feroz. Sus brazos se sintieron cálidos, su aroma distintivo fue fácil de reconocer para mis sentidos. Me quedé estática, tanto por el abrazo repentino como por la noción del tiempo que había pasado desde el último gesto parecido de su parte.

—Lorena Páez, me vas a amar —afirmó con sus hermosos ojos azul profundo directos en los míos. Se apartó lo suficiente para mirarme a la cara, sus manos en mis hombros.

—¿Q-qué pasó? —tartamudeé afectada. Su genuina sonrisa desequilibraba a mi pobre corazón.

—Hoy acabo de recibir la mejor noticia del mundo. Dudo que alguien haya recibido mejor noticia hoy —aseguró confiado. Estuve tentada a cerrar los ojos, su cara parecía irradiar luz propia. Así de cerca, yo podía jurar que todos nuestros problemas tenían solución.

—No... No entiendo, Ser. ¿De qué estás hablando?

—Estás delante de un futuro abogado hecho y derecho —dijo con el pecho más inflado que gallo en pelea clandestina. Me sorprendía que tanto oxígeno cupiera en sus pulmones.

—Pensé que siempre estuve frente a uno —respondí con una pequeña sonrisa. La suya se hizo más grande por mi cumplido.
No me daba cuenta de lo automático que era para mí alabarlo, ni de lo fácil que era para él aceptar los halagos. Tampoco recuerdo ningún piropo de su parte. Cosas que uno ignora para ser feliz. O menos infeliz.

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