Capítulo 16: vivir para otros

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El sonido de susurros y un lloriqueo fue lo que me despertó al día siguiente. La primera imagen de Navidad que tuve fue uno de los recuerdos más hermosos e inolvidables que atesoro.

Papá tenía a mi bebé en sus brazos, lo mecía con delicadeza y parecía aterrado como si tuviera miedo de dejarlo caer. Mamá estaba sobre él, asegurándose de que todo esté bien y Anita del otro lado, derrochando amor por cada poro hacia el pequeño bultito.

Mi hijo monopolizaba cada mirada, yo no era la excepción, por lo que me quedé unos largos segundos quieta, nada más que asombrada y enternecida por la estampa que formaban. La sensación de plenitud fue tan arrolladora como inesperada. No imaginé nunca cómo me sentiría al despertar después de dar a luz a mi hijo, bueno tal vez imaginé que estaría más cansada que feliz, pero jamás se me cruzó por la cabeza ese sentimiento, esa seguridad de saber que todo estaría bien.

La vida daba vueltas inesperadas a cada segundo. Era probable que en ese mismo minuto, en alguna parte del mundo, alguien más se viera en el punto de inflexión donde supiera con total seguridad que ya nada sería como fue. Yo rogaba para que esas personas, donde sea que ese hallaran, tuvieran al menos algún alma que los amara lo suficiente como para permanecer en los mejores y más hermosos tiempos, como en los peores y más dolorosos. Yo los tenía, y eso era más de lo que merecía, pero todo lo que necesitaba.

Creo firmemente que así funciona el amor verdadero. La clase de amor que permanece en las etapas más bellas de nuestras vidas, que insiste en los momentos más bajos, y que aunque muchas veces creemos no merecerlo, se queda siempre de nuestro lado; y eso es todo lo que se requiere a veces para seguir.

Mateo se veía inquieto y cuando empezó a llorar de verdad, reí por el gesto de total fastidio que surgió en su carita. Todos voltearon a verme y a llenarme de felicitaciones.
Papá se acercó a mí y dejó a mi bebé en mis brazos, sonreía, y sus ojos achicados en las esquinas por la felicidad, estaban llenos de algo muy parecido al orgullo.

Miré a mi hijo que ya empezaba a calmarse y nunca nada se sintió tan único y perfecto. Como si todo ese tiempo hubiera buscado de manera incesante algo con tanto ahínco, que cuando al fin lo encontré y lo tuve mi manos, ya nada más tuvo relevancia.
Y creo que al fin y al cabo eso era parte de ser madre, sentir que tu mundo se reducía al tamaño de un diminuto ser que dependía completamente de tus acciones y decisiones, como también sentir que todo tu universo se expandía más y más a cada segundo que esa nueva vida existía en tu realidad.

Nunca el amor se sintió tan inmenso, tan desgarrador, tan ilusionado y perfecto. Esa clase de amor que aunque subleva también es liberador, que te hace descender tan rápido como te eleva a lo más alto, que te debilita el corazón y te fortalece al mismo tiempo; esa clase de amor que aunque podría destruir todo lo que fuiste y serás, te llena de un poder desconocido hasta entonces en el que te pensás capaz de todo lo imposible, de todo lo antes descartado, de todo lo inimaginable. Lo que sea con tal de que la vida te otorgue un segundo más para poder sentir ese amor contradictorio y feroz, constante en ese caótico equilibrio, gentil y permanente. 

Ese amor, tan indescriptible, fue lo que llenó cada célula de mi ser al ver a mi hijo directo a sus claros y hermosos ojos, que aunque eran iguales a los de su padre, me trasmitían todo lo que, estaba segura, transmitían los míos también.

—Hola mi bebé. Mateo Páez, sos lo más hermoso que vi en la vida —susurré emocionada y él balbuceó en su idioma como si estuviera de acuerdo.

—Ah, él sabe que salió lindo como el abuelo, eso dice. —Todos reímos por el comentario de papá y yo asiento en acuerdo. Mateo era muy pequeño todavía, pero podía ver cuánto se parecería a Sergio cuando sea más grande si mantenía ese tono rubio en el pelo y esos ojos un poco más claros que el de su padre.

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