Capítulo 11: mi ángel guardián

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Cuando desperté esa mañana, me sentí extraña. El cuello me dolía, mi cuerpo pesaba, pero no era eso lo que me causaba esa sensación de algo diferente.

Me levanté temprano, como venía haciendo desde que mi carrera inició. Luego de hacer lo que tenía que hacer, preparé un desayuno, según yo, nutritivo y prendí la televisión aunque no le presté ninguna atención. En eso vi el mensaje de Anita donde me avisaba que llegaría tarde en la noche al departamento. No podía ni siquiera comenzar a expresar lo agradecida que me sentía por su llegada. Aunque mi vida seguía siendo un desastre, su presencia significaba un poco de seguridad en medio del caos en el que me veía sumergida a mí misma.

Después del desayuno decidí que iría a la facultad. No soportaba la idea de que Anita me viera como alguien débil, incapaz de solucionar sus propios problemas. Lo primero que hice al llegar a la facultad fue respirar profundo, darme ánimos mentales y entrar a mi primer clase.
Varias cosas me sorprendieron, una fue que unas cuantas personas me preguntaron si estaba bien, si me había pasado algo malo o si necesitaba ayuda con los apuntes. Tantas preguntas y miradas sobre mi persona me abrumaron, pero al mismo tiempo, me sentí sobrecogida al entender que todo ese tiempo me había aislado del mundo por vivir mi ‘vida perfecta’ y no había logrado ver todo lo que existía al rededor. Me había cegado con el resplandor artificial que Sergio irradiaba, a tal punto que fui incapaz de ver a toda esa gente preocupada por mí.
Conocía a varios desde el inicio de la carrera, justo como a Sergio. Pero a diferencia de él, ellos seguían ahí. 

No me consideraba una persona inaccesible, pero reconocí que hasta los más extrovertidos pueden separarse del exterior si así lo permiten. Sergio había sido mi mundo por demasiado tiempo, mi único interés y meta, por lo que cuadré mis hombros y decidí que ya no más, no lo permitiría nunca más.
Respondí cada pregunta lo mejor que pude, acepté los apuntes de mis compañeros más responsables y gracias a todo lo santo y bueno la clase comenzó y me obligué a centrarme en cada palabra que la profesora enseñaba.

Una de las cosas más extrañas de ese día fue lo que sucedió al terminar esa clase. Era una materia obligatoria sobre psicología infantil y pedagogía que sinceramente yo disfrutaba mucho. Al terminar, la profesora me llamó para poder hablar conmigo en privado. Me vi de nuevo en la secundaria. No importa la edad que tengas, ser llamado por un profesor es siempre sinónimo de estar en problemas. Sin embargo, me sorprendí al entender que la mujer estaba interesada por mi estado y mis faltas en esos días. No soy una persona arrogante, pero he de admitir que me esforzaba muchísimo por tener las mejores notas.
Cuando me miró a los ojos, vi genuina preocupación, y por un segundo, me planteé la posibilidad de contarle lo que había pasado, explicarle la forma en la que me sentía perdida. Pero nada de eso pasó, prometí concentrarme mucho más para los próximos parciales y salí de allí con ese raro sentimiento con el que desperté instalado en el pecho.

Después de las clases el agotamiento se hizo más evidente en mi cuerpo, solo unos días hicieron falta para perder el ritmo y ahora me era mucho más complicado volver, pero no imposible, me decía para no rendirme. De pronto, recordé que estaba esperando la llamada de alguien muy importante. El entendimiento de saber qué era aquello tan extraño que sentía desde que abrí los ojos me embargo entonces. Era esa sensación de saber que alguien te esperaba, que alguien estaría ahí al llegar, que alguien se alegraría de verme, me preguntaría cómo fue mi día y me diría cómo fue el suyo. Estuve a punto de largarme a llorar por algo tan, en apariencia, tonto, pero que no sabía cuánto necesitaba hasta ese momento.

Me había privado de tantas cosas a mí misma, que por un lado podía entender por qué me había destrozado tanto que Sergio se haya ido, que haya decidido seguir adelante y dejarme atrás. Lo había idealizado de tal forma, con sus ojos claros y su cabello rubio oscuro y brilloso, con esa sonrisa magnética y sus palabras dulces, que me había dejado encandilar. Poco a poco, me convencí de que eso era el amor, que estaba bien olvidarse a sí misma por el otro. Hubiera sido perfecto si tan solo su amor por mí se pareciera al menos un poco al mío el por él.

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