Capítulo 9: mi lugar en el mundo

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Las personas solemos creer que hay un punto donde ya no se puede más. Un punto de quiebre. Una especie límite o barrera invisible que nos obliga a renunciar justo en esa imaginaria línea.

La realidad, es que no hay límites para lo que somos capaces de hacer. Tenemos en nosotros una herencia de grandeza, de ser capaces de lograr cualquier cosa, así como de sobreponernos a lo que sea.
Sin embargo, ese conocimiento es algo que aprendemos con el paso de los años, con la acumulación de la experiencia, y algunos incluso jamás llegan a entenderlo.
Justo cuando pensamos que ya no hay fuerzas, justo cuando estamos a punto de rendirnos, algo en nuestro interior nos sorprende yendo un poco más allá; como un deportista que cuando ve la meta a lo lejos, saca fuerza de donde no tiene para llegar a la meta.


Cuando desperté esa mañana, con una mano en el corazón, estaba segura que no podría lograrlo.
Estaba segura de que no sería capaz de cuidar a la criatura en mi interior, que no podría darle el amor y resguardo que una familia debe procurar para sus hijos.

Consideré muchas opciones en lo que me obligué a levantarme y tomar un largo baño para sentirme un poquito mejor. Al salir, me fijé en el reflejo del gran espejo de cuerpo entero de la habitación. Me había puesto ropa cómoda porque me negaba a salir del departamento. Por alguna razón, tenía miedo de salir a la calle, como si debiera ocultarme del mundo.
Levanté la remera, volteé de costado, después para el otro, fijándome en cada ángulo, pero ahí no había nada. Ni siquiera una pequeña inflamación o bultito como evidencia. Sabía que era muy pronto todavía, pero necesitaba pruebas, algo, lo que sea que me afirme al planeta y deje de sentir como si vagara sin rumbo por el espacio.

Al salir de la habitación no me sorprendió encontrarme con que Sergio ya se había ido. Su trabajo lo absorbía tanto que apenas si pasaba por el departamento para bañarse y volver a salir. Claro, cuando yo estaba en la facultad. Tenía la ligera sospecha de que me evadía. En ese momento, lo agradecí bastante.

De pie frente a la heladera, me di cuenta de que no tenía hambre, de hecho, no quería hacer nada más que acostarme en mi amado sillón y evadir la realidad enganchada a alguna maratón en la tele. Cualquier cosa para distraer mi mente servía.
Entendía que mi plan era bastante precario, no iba a poder evitar el tema por siempre, en algún momento tendría que aceptar la realidad y hacer algo por el bienestar de ambos.

Ambos. La palabra me causó escalofríos.

No voy a mentir. La posibilidad de darlo en adopción o algo que me quitara a mí la responsabilidad pasó por mi mente. ¿Cómo no lo haría? ¿Quién en mi situación no lo habría hecho? Estaba asustada, paranoica y demasiado sensible. El miedo a que Sergio entrara y yo terminara por contarle todo, así sin más, me mantenía en un incómodo estado de alerta. Al mismo tiempo sabía que eso no iba a pasar, por la simple razón de que Sergio apenas si vivía en el departamento. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse. Ese pensamiento trajo como consecuencia una larga ronda de lágrimas saladas.

Apagué la televisión que solo me torturaba y me recosté en el enorme sillón con la vista fija en el techo. Había una pequeña mancha que se veía muy similar a un ojo. Un diminuto y muy perturbador ojo. Parecía mirarme con lástima, como si ser testigo del cómo una mujer caía presa de sus propios miedos e inseguridades fuera lo más lamentable para ver. Tal vez lo sea.
En algún punto le saqué la lengua al ojo metiche y me quedé dormida.
Básicamente, eso fue todo lo que hice. Dormir, comer, volver a dormir, volver a despertarme por el hambre, bañarme y así comenzar de nuevo desde el inicio.

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