Capítulo 15: mi más hermoso regalo

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Cuando mamá supo que sería abuela sé que se sintió decepcionada. Pero no de mí como pensé, sino de ellos como padres por no haber estado más cerca de mí. Lo que es una tontería, fue mi decisión el mudarme a Buenos Aires sola, pero empezaba a entender que para un padre es casi imposible no sentirse responsable de lo que le pasara a sus hijos.

El embarazo ya estaba bastante avanzado para entonces, por lo que se sorprendieron tanto que estoy segura de que podría haber pasado a la historia como la hija que mató a sus padres de la impresión.

Llegaron para mediados de diciembre, mi panza era enorme ya que había subido unos cuantos kilos de más (culpo totalmente a Anita y su deliciosa comida), por lo que al verme el shock fue bastante serio. No los culpo, debería haberles dicho algo, pero cada vez que quería contarles la verdad las palabras se me atascaban en la garganta y ahí se quedaban. Cuando mamá tuvo que sentarse para no caer al piso me sentí un poco culpable.

Papá se mantuvo en silencio. Con ese gesto suyo que no demostraba nada, pero cuando lloré al relatarles lo que pasó, levantó mi cabeza con sus amorosas manos, ya que no podía mirarlos a los ojos por la vergüenza y la culpa, para después abrazarme como pudo, con suavidad, con su infinito amor.
Reí y lloré, lloré y reí. Porque me amaban, porque no me odiaban como deberían, y aunque no había salido todo como lo había planeado, estaban orgullosos de mí y eso terminó por sanar mi alma.

Faltaba una semana para la Navidad. A dónde sea que ibas todo estaba decorado de colores primarios, árboles de Navidad artificiales y esa sensación de esperanza mezclada con tristeza. Creo que la Navidad no tiene equilibrios a veces, te recuerda todo lo que tenés tanto como lo que te hace falta. Me sorprendí al leer una noticia sobre la alta tasa de suicidios en esas fechas, y me pregunté si yo hubiera sido una de ellas si mi familia no existiera en mi vida.
Es un gran y si, pero me recordó el gran peso que nuestro entorno tiene en nosotros.

Mamá es una mujer bastante simple, más bien sencilla; vos dejala manejar todo a su manera y ella es feliz. Limpió la casa varias veces aunque le dije que no era necesario, pero claro que ella no escuchaba ese tipo de cosas. Anita y ella a veces quedaban hasta muy tarde una frente a la otra, en interminables charlas. Una vez las pesqué susurrando de una manera curiosa —está mal espiar a la gente, eh—, pero cuando entendí que mamá lloraba una parte de mí se rompió. Ella no dijo nada, Anita tampoco, creo que con los años de convivencia aprendieron un lenguaje diferente, a leerse entre líneas, por lo que cuando ambas sujetaron sus manos con fuerza fue como ver un pacto ser sellado. Fue la última vez que vi a mamá triste o llorosa, creo que entre ellas hubo un acuerdo tácito de no más secretos, algo como: te encargo a mi hija pero no me dejen afuera.
Pude ver lo mucho que mi silencio la lastimó, no porque no confiara en ella o desconfiara de su amor, sino porque permití que el miedo y la culpa construyan un muro invisible entre ambas que aunque no vi, estaba presente.

Desde ese momento me aseguré de hacerla participar de todo. Cada vez que mi bebé se movía ponía sus manos en mi abultado vientre y ella se maravillaba de la fuerza de sus pataditas, odiaba que la gente tocara mi panza, pero por ella hice la excepción. Papá apenas si se acercaba, creo que él tenía miedo de hacer cualquier movimiento extraño que pudiera perjudicarme a mí o al pequeño. Me daba gracia que un hombre tan alto y robusto intente ser cuidadoso y delicado alrededor de mí.

Anita, mis padres y yo aprovechamos para visitar muchos lugares. Fuimos al cine, al teatro, al hipódromo ya que papá ama los caballos, y diferentes eventos que se hacían en la ciudad. Disfrutamos tanto, la felicidad llenó cada rincón en mi interior y estoy segura que irradiaba ese gozo puro y lumínico de los que se saben amados incondicionalmente.

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