Capítulo 13: siempre algo nuevo se aprende

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Cuando el día de ir a la consulta para comenzar a controlar mi embarazo llegó, sentí que los nervios me iban a comer el estómago y todo lo que vieran al alcance. Estaba ansiosa, un poco paranoica y creo que podía sentir un inminente ataque de pánico.
Anita, que estaba al lado mío, no dejaba de insistir en que me quedara quieta y dejara de mover la rodilla como maniática. Era fácil decirlo pero no tanto hacerlo.

Ese día falté a la última clase que me tocaba y nos encontramos en las puertas de la clínica. Al ingresar y acercarme a la ventanilla, tartamudeé mis datos y me convencí de que era mi imaginación la que había visto la mirada de lástima de la chica detrás del mostrador, no tenía espacio en la cabeza para preocuparme o enojarme por eso.

Mis manos estaban pegajosas, las limpiaba en mi pantalón negro de jean a cada rato. En mi mente las pensamientos eran extraños, dispersos, como si se hubieran olvidado de por cuál sinapsis neuronal era que tenían que pasar; y por razones más allá de mi entendimiento, se reproducía en mi cabeza una y otra vez una canción de reggaetón conocida y que aunque odiaba ese género musical, no paraba de escucharla en mi cabeza.

Al fin una mujer dijo mi nombre y me puse de pie de un salto. Escuché la risa de mi segunda mamá y me relajé un poco. Ella apretó mi hombro y señaló con su cabeza hacia la doctora que me había llamado.
Respiré profundo y caminé con paso decidido con Anita siendo mi guardaespaldas.
Al entrar, la doctora cerró la puerta, nos saludó con el típico beso en el cachete y me indicó que me sentara.

—Bueno... Lorena Páez —dijo después de leer una planilla—, contame, ¿cómo te sentís?

Procedí a hacerle un resumen de cómo me sentía últimamente e imaginé que ella se refería al área física, porque si hablábamos del área sentimental no saldríamos más de ahí adentro y ella se iría con el título de psicóloga profesional.

—Okey, por lo que me decís todo normal. Ahora te voy a hacer unas preguntas de rutina.

—Okey —repetí al igual que ella.

—¿Sos regular?

—Más o menos, sí.

—Muy bien —asintió mientras anotaba algunas cosas sobre mí en la hoja.

—¿Subiste de peso?

—Sí, bastante. Bueno, no es que sea muy delgada tampoco porque me encanta comer, pero ya era demasiado y me di cuenta que mi pantalón favorito no me cerraba y ahí empecé a sospechar. —La doctora se rio un poco y algunas arrugas en sus ojos me dijeron que era posible que estuviera en sus treinta y pico o casi cuarentas. Se veía como una buena persona, de esas que ayudan por el placer de ayudar.

—Ella siempre fue así —agregó Anita hablando por primera vez—, es como un pozo sin fondo —bromeó con la risa en sus ojos y la mujer frente a nosotras sonrió.

—Ya veo que de hambre no te morís, eso es bueno —comentó, y si no fuera por su expresión de abuela consentidora, me habría ofendido porque casi que me dijo gorda—. Decime, hace cuanto que no tenés el período.

Hice un cálculo mental y descubrí que hace como tres meses que no me venía. No podía ser exacta, pero estaba casi segura de que debería ser más o menos ese tiempo.
Se lo dije y ella siguió con sus anotaciones y sus asentimientos.

—Bien, ¿qué tal tu humor últimamente? ¿Sentís que no hay cambios o al contrario te notás más sensible o más irritable?

¿Sensible significaba llorar en una práctica porque un nene me regaló un dibujo horrible de mí? ¿Irritable sería haberle gritado al pobre hombre del comedor de la facultad por haberme calentado de más mi sanguche? Ah, ¿y encima después disculparme con lágrimas en los ojos?
Porque si esa era su definición, yo podía jurar que estaba en esa etapa.

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