Capítulo 34: una oportunidad

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El tan temido y esperado día llegó.

Un jueves de mediados de mayo, a eso de las diez menos cuarto de la mañana, Anita, Raúl Ponce, Emanuel Rivera, Mateo y yo, entrábamos por las elegantes y amplias puertas de la Academia Domingo Faustino Sarmiento.

Nada más pisar el interior, uno podía oler el inconfundible aroma del dinero y el poder. Aunque para ser justos, nadie nos dio ninguna mirada de superioridad cuando dije mi nombre y con quién esperaba una cita.

Con mucha amabilidad y un agradable sonrisa, una mujer de al menos unos cuarenta-largos años, nos guio hasta una puerta donde se leía «dirección», tallado en la misma madera. La mujer golpeó unas veces antes de entrar y presentarnos como la cita de la directora. Para mi sorpresa, la habitación era dos veces mi propia cocina y sala de estar, la decoración entre clásica, al mejor estilo colonial, y moderna, te daba la sensación de las antiguas escuelas privadas del país. Esas donde los hombres aprendían francés y latín como materias obligatorias.

La mujer cerró la puerta a nuestras espaldas, y entonces sentí cómo mi mano derecha era apretada por una más pequeña. Sabía que todo esto debía ser muy duro para Mateo, pero me enorgullecía verlo afrontar toda la situación tan bien. Le habíamos explicado entre Anita, Emanuel y yo por qué esa reunión era tan importante y aunque pareció pensarlo demasiado, al final aceptó colaborar con nosotros. Por un momento, temí que rechazara todo el plan y ahí sí que no hubiera sabido qué carajo hacer.

Fuimos guiados hasta otra puerta, que supuse era la oficina de la directora, donde otra mujer tocó varias veces antes de escuchar un «pase». Cuando la mujer abrió la puerta, la mano de libre de Mateo atrapó la del doctor Rivera, y para mi gran sorpresa, él asintió hacia Mateo como si le dijera todo va a estar bien.

Así, con Anita a mi lado, Raúl en el de Emanuel y Mateo en medio de todos, ingresamos en esa extraña caravana hacia el escritorio donde una seria mujer se quitaba los lentes para observarnos mejor.

—Bienvenidos —saludó con una voz ligeramente ronca—. Me alegro de por fin poder conocerte, Mateo Páez, presiento que vos y yo vamos a terminar siendo amigos.

Entonces, con esa rara bienvenida, todo en mi vida cambió otra vez.

Una vez hechas las presentaciones protocolares, el momento de la verdad llegó. Algunas palabras fueron dichas y la carpeta que con mucho cuidado preparamos sobre todo lo que había que saber sobre Mateo le fue dada.
En una cómoda silla de escritorio la miré leer cada palabra, mientras yo sudaba la gota gorda, nerviosa, esforzándome para que no se notara tanto, pero no muy segura de tener éxito.

Me tomé un tiempo para ver bien a la mujer frente a mí.

Tenía el pelo rubio oscuro teñido, o al menos eso daban a entender las raíces negras que se asomaban del cuero cabelludo. Los elegantes lentes plateados que descansaban sobre el puente de su nariz le daban un aire a autoridad y elegancia difícil de pasar por alto. Llevaba un sobrio vestido marrón opaco, que para ser honesta, le quedaba muy bien. Me imaginé que por las facciones maduras de su cara, la chispa de inteligencia detrás de sus anteojos, y sus increíblemente claros ojos, habrá sido una mujer muy hermosa en su juventud.

Por pura costumbre, busqué en el dedo anular de su mano izquierda algún anillo que delatara su estado civil, pero no había nada para ver. Lo que sí noté, fueron unas largas y un poco intimidantes uñas de color camel. Tengo esta teoría de que uno puede saber mucho de la personalidad de otra persona por el estado de sus uñas. Si están cortas, largas, puntiagudas o redondas, mordidas o bien cuidadas. Si son llamativas o, como en el caso de Julieta Mendoza, sutiles pero con la apariencia de tener el filo suficiente para cortarte la yugular si la obligabas a ello.

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