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La mañana de ese domingo pintaba bien, y como Marinette había presentado una notable mejoría pasada la noche, los doctores dijeron que podía ser dada de alta apenas sus padres le llevaran ropa y llamaran un taxi. Antes de marcharse, la señora Cheng recibió claras instrucciones, que Marinette escuchó por detrás de la puerta, acerca de los vendajes que traía en los brazos.

—Su hija sufrió graves quemaduras a lo largo de los brazos—comenzó Boise—, y suponemos que verlas le sería algo, ya sabe, traumático.

Sabine asintió. Marinette se dio un rápido vistazo en los brazos. Era cierto que los traía cubiertos con largas tiras color crema, pero no creyó que fueran tan graves. Se había quemado una que otra vez al hacer cuernos, pero esto era diferente.

—No queremos que ella las vea, ¿cierto?—Siguió el doctor— Así que usted debe cambiarlas, debería asegurarse de que ella no las vea. Si es posible, que ni siquiera piense en ello.

Después de eso, el doctor Boise le dio unas cuantas indicaciones más a la madre, indicaciones que Marinette se negó a oír. No quería seguir pensando en nada de eso. Cuando casi mueres una noche que planeabas asombrosa, bueno, no tienes ganas de hacer gran cosa. Y la verdad es que Marinette tenía demasiado sueño como no seguir ese consejo.

Media hora después, Tom regresó de casa, con ropa para Marinette, consistía en un pantalón sencillo, una sudadera y un par de zapatos. El hombre no se detuvo a pensar en que su hija era, en efecto, una chica y necesitaba un sujetador, pero al menos funcionó para salir del lugar. El taxi estaba afuera, esperándolos.

El viaje fue tranquilo, silencioso y reconfortante. Lo silencioso era momentáneamente interrumpido por Tom o Sabine que indicaban donde girar o alguna ruta más aconsejable. Por su lado, Marinette se limitaba a mirar por la ventana, concentrada en sus propios pensamientos.

Su mente sólo lograba a acertar en tres cosas: a) la gala no se había concluido, b) su diseño por lo tanto no había ganado, y c) ¿qué había pasado con su hermoso vestido?

Bueno, no todo se salva siempre, ¿no es así?, pensó resignada. Ese vestido conservaba algo especial en su memoria, y casi revivió el momento justo en que se lo ponía, cómo lo inspeccionaba; de entre esos borrosos recuerdos, le llegó uno en particular, agudo y de brillante energía. En su habitación, alguien la ayudaba a peinar y seleccionar accesorios. Una vocecilla aguda y solemne voló por sus pensamientos. Marinette casi juró que la escuchaba. Era como una conexión mítica que la unía a la chirriante voz.

El taxi se estacionó frente a la panadería de sus padres. De la misma forma en que la voz llegó hasta su memoria, salió de ella, sin dar pistas ni revelar nada que Marinette considerara importante. Marinette se olvidó del asunto.

Lo que la azabache no sabía, era que esa vocecita tierna y amorosa seguía allí, muy dentro de ella, luchando por salir, por llamarla desde lo más recóndito de una magnífica mansión. La criaturita estaba atrapada, tratando de conectarse con su portadora, pero era tan inútil y vano el intento que más temprano que tarde, cayó exhausta sobre el piso de su acaudalada prisión.

Cuando entraron, por la puerta de la panadería y no por la de la casa, Tom se quedó a revisar que todo en el negocio fuera bien, que el horno funcionara como debía, pero los refrigeradores y vitrinas mantuvieran en buen estado los pasteles y biscochos, entre otras labores que demandaba su trabajo, mientras Sabine ayudaba a su hija a subir, por las escaleras de detrás del local, a su casa. Los escalones parecían poco uniformes, y Marinette tuvo que agarrarse fuerte del barandal para no caer en más de una ocasión.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora