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En otro lado de París, una chica, de cabello negro como la noche, alistaba sus maletas para tomar el camino a su nueva vida.

Marinette cargaba mochila tras mochila con pantalones, blusas, sacos, abrigos, vestidos, de todo. Llevaba cinco maletillas repletas, la maleta número uno rebosaba de suéteres y sacos; la número dos de blusas y faldas...

Para cuando Marinette hubo guardado la mayor parte de su ropa, dos toques ligeros llamaron por la trampilla. La cabeza de su madre asomó y le sonrió, sincera.

La azabache se veía sentada sobre una valija, intentando cerrarla. El cabello le caía sobre la cara y ella bufaba para quitárselo de los ojos. Resultaba ser que cerrar maletas era más complicado de lo que se pensaba. Dio un salto y cayó de barriga contra la tapa, finalmente cerró.

—¿Lista?—Subió por completo y miró a su alrededor. Marinette había vaciado las paredes, ya no tenía fotografías en ella, los diseños habían desaparecido, las paredes recobraban su tímido color rosado—Veo que empacaste tus afiches.

—Oh sí—dijo corriendo el cierre y dando otro bufido—Sólo faltan las cosas grandes. Supongo que el señor Agreste mandará un camión a recoger los muebles.

—O te comprará nuevos—se rió con desgana.

—No puedo abusar tanto de él. Con comerme su comida será suficiente.

—En efecto, eres un pequeño dinosaurio.

Las dos lanzaron una risotada y Sabine corrió a abrazar a su hija. Marinette le devolvió el abrazo y trató de respirar más fuerte, para guardar su perfume.

—Oh, lo olvidaba—musitó separándose de su hija—Alya vendrá saliendo de la escuela, la vi esta mañana en la panadería y dijo que se daría otra vuelta.

—Asombroso—sonrió otra vez y regresó a su tarea, en esta ocasión con la ayuda de su madre.

Las dos mujeres metieron más cosas en bolsas. Marinette insistió en dejar sus maniquíes en casa, estaba segura de que en la mansión no los necesitaría. Vaciaron el resto de los muebles y pusieron las cosas frágiles en cajas. Conforme la tarde avanzaba y el desalojo incrementaba, todo su cuarto comenzaba a verse más simple, menos cálido, sin color. Sabía que de pronto todo cambiaría una vez más. Nunca había dado un paso tan apresurado, jamás había estado tan menos preparada como en ese instante. El perfume de su madre le arrullaba e instaba a seguir.

Dadas las tres y cuarto de la tarde, el timbre sonó y levantaron la cabeza. Se lanzaron una mirada triste.

—Será mejor que vaya—la mujer se levantó del piso, donde ordenaba perfumes. Tenía la maña de ordenar cosas de vidrio en lugares donde sabía jamás se le caerían. Se sacudió el pantalón y le sonrió a su hija.

Marinette asintió y alisó la única cobija con la que dormiría esa noche. Para la noche siguiente no habría nadie en esa habitación. Tal vez sus padres adaptaran el cuartillo para otra cosa, sin embargo, muy dentro de sí, sabía que ellos dejarían todo tal cual lo dejó, listo para su regreso. El nido siempre estaría ahí si ella lo necesitaba.

Se enjugó los ojos ya llorosos y se dio vuelta sobre los talones. Una sonriente y muy bien arreglada Alya la miraba desde la puertecilla en el piso. Saludó con la cabeza y cerró al entrar al dormitorio. Llevaba en una mano su celular, en la otra su mochila con una correa rota.

—No creerás lo que sucedió.

—Algo me dice que la señorita Burgeois y tú tuvieron problemas—se rió Marinette acercándole una silla para que descansara.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora