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La veía de nuevo. Sí, ahí estaba ella.

Rompió a llorar apenas vio su blanca y bella cara. Su corazón dio saltos y volteretas dentro de su pecho, se estremeció y ensanchó de simple y pura felicidad. Su pequeña estaba ahí, estaba a salvo y se veía preciosa. Por un momento incluso dudó de su existencia y pensó que, tal vez, era una más de sus tantas alucinaciones.

Tikki quería gritar, volar hasta sus brazos y no dejarla ir nunca. Quería sentir el calor de sus mejillas y escuchar su magnífica voz. La última vez no había podido salvarle, pero, ahora, era diferente. Su corazón tenía esperanza, sin importar que la hubieran dejado muda y que estuviera dentro de su prisión. No le importaba si lucía mal, si no había comido o dormido bien; tampoco le importaba no tener las fuerzas suficientes para transformarla y salir de ahí de una maldita vez. De hecho, si lo pensaba bien, nada le importaba, nada que no fuera su querida Marinette.

La criaturita estaba tirada en el suelo de su jaula, viendo cómo su adorada amiga caminaba en dirección a ella, que se moría por saludarle. La lágrimas le escurrían por su pequeña carita, sus manecitas bien pegadas contra la pared. Quería gritar su nombre y decirle lo mucho que la amaba...Pero en serio no podía. Su garganta no respondía y no era por sequedad, era casi porque, tras un par de malos hechizos que ni ella conocía, Gabriel Agreste le había amarrado las cuerdas vocales. Con esfuerzos lograba soltar gemidos tenues de dolor. Su Marinette estaba justo enfrente y no podía llamarla. La chica no veía que ella estaba sufriendo.

Cuando Gabriel consiguió sacar a la kwami de la prisión y mostrársela a su nueva aprendiz, la fe de Tikki se quebró y rodó por los suelos.

Ahí estaba su Marinette, mas la chica no la reconocía. La observaba como se mira a un bicho. Hizo una ligera mueca de asco y volteó la cara para no verla más. Esa no era su chica. Su amiga la habría tomado entre sus manos y, acariciándole la cabeza, le habría susurrado lo mucho que la quiere. No se habría volteado para no verla porque esa cosita roja le daba asco.

Marinette dirigió una vez más la mirada a la pequeña, pero la cosa no cambió para bien, pues si ya no la veía con asco, sí lo hacía con lástima. Su semblante se enterneció en un pequeño puchero y cristalización de ojos. Se encogió un poco para llegar a la altura de la criaturita en la palma del hombre y estiró la mano para tocarla. Tikki lanzó un pequeño quejido, pero en vez de atraer a la chica, esta retiró la mano y la apretó en un puño contra el pecho.

—Ella es Tikki, Marinette—dijo Gabriel entre la oscuridad y acunó a la criaturita entre ambas manos.

—¿Qué dijiste que era?

—Un kwami. Ella te dará tus poderes.

—Se ve muy enferma—comentó ella con la voz llena de lástima—¿Has pensado en llevarla al médico?

Hawk Moth soltó una carcajada y le sonrió a Marinette de forma paternal.

—No está enferma. Es un kwami con capacidades...diferentes. Es muda, como podrás ver—mintió él.

—¿Y ser muda la hace verse tan mal?

Tikki lanzó otro quejido y se removió entre las manos del hombre. Le dolía el cuerpo.

—No, sólo la hace parecer más pequeña y poco estilizada.

Marinette la miró un rato más, sus ojos conectaron con los de la criaturita, sintió ganas de echarse a llorar por toda la miseria que veía reflejada en su cuerpecito carcomido. Y mientras ella se debatía entre si era cierto o no que la pequeña pudiera hablarle, Tikki no lograba quitarle los ojos de encima. Había deseado morir por tanto tiempo que, si llegaba a morir en aquel instante, lo único que desearía ver sería a su amada Marinette, la recordara o no. No quería un mundo sin ella a su lado, así pasaran mil años, jamás iba a quererlo.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora