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—¿Ya trajiste la leche, Marinette?

La voz de su mamá llegó distante, poco audible y extraña.

Marinette recorría el pasillo de los lácteos una y otra vez, pero por más que buscaba, no lograba hallar su natilla de vainilla y chocolate edición especial. Bajo el brazo levaba dos cajas de leche y un buñuelo del pasillo anterior. Sabine se encontró con ella. El carrito de compras estaba repleto, los cimientos los conformaban rollos de toallas de papel, dos moldes pasteleros, papel higiénico y unas cuantas bebidas enlatadas. Lo demás se erguía entre bolsas con vegetales, huevos frescos y filetes. Las compras fueron coronadas por los dos cartones de leche.

—Si—contestó una Marinette sonriente al poner las cajas sobre la pila inestable de comida—¿Recuerdas las natillas que me gustan? ¡Ya no están! ¡Las busqué por todo el pasillo y han desaparecido!

Sabine lanzó una risotada al aire y la miró divertida.

—Esa es una buena broma, Marinette. Las descontinuaron hace casi dos años. Además tú nunca comes natillas.

Sabine se alejó por el pasillo arrastrando el carrito. La azabache la miró ceñuda y bastante confundida. ¿Qué a ella no le gustaban las natillas? ¡Amaba las natillas! Y a menos de que hubiera perdido la memoria tanto como para no recordar lo que le gustaba hacer o no desde hacía dos, olvidar algo como eso era imposible...¿o no?

Siguió a su madre por los pasillos que faltaban y ayudó a completar las compras. Estaban cerca de la farmacia del súper mercado, cuando las dudas de la plática con el diseñador empezaron a surgir y rebotarle en la cabeza. Marinette le había dado vueltas al asunto desde que sus padre, sutilmente, se negaron la oferta del afamado hombre. Ella estaba segura de lo que quería, de lo que sus sueños exigían y de que ese hombre era la respuesta a su éxito.

Su madre pedía un enjuague bucal cuando Marinette se le plantó en frente del carrito, subiendo los pies al borde de la canastilla inferior y agarrándose, con los dedos metidos entre los cuadritos metálicos, al frente del cochecito. Su pose era la de una niña de cinco años, pero la decisión que iba a comentarle a su madre era de una edad mayor a la suya.

—Quiero ir con el señor Agreste, mamá—Habló firme y a la vez dulce. Sabine abrió los ojos como platos y la miró estupefacta. La dama de farmacia le entregaba el enjuague sin recibir respuesta.

—Marinette...

—Señorita, su pedido.

Sabine tomó la botella con manos temblorosas y asintió con la cabeza a modo de agradecimiento. La azabache seguía recta y con mirada fija.

—Es lo que yo quiero. Sé que es algo difícil de aceptar, a mí me duele más que a ustedes dos, pero esta oportunidad se presenta una vez en la vida. El señor Agreste puede darme todo lo que necesito, desde los medicamentos y atenciones hasta la mejor educación del mundo. Si me voy a estudiar con él tendré diseñadores reconocidos como profesores. Y cuando termine la carrera entraré de lleno a trabajar en la mejor industria de modas parisina.

—Pero, Marinette, ¿no quieres detenerte a pensar un poco en todo esto?

—Es mi sueño, mamá—musitó mirando al suelo.

—¿Tanto quieres esto, Marinette? Es alejarte de nosotros.

—Pero no por mucho, la mansión Agreste no está tan lejos de casa.

Su madre la miró con ojos tristes, pero sabía lo que se avecinaba, estaba segura de lo que seguiría a continuación. Su hija era brillante, ella sabría lo que era mejor.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora