27

53 6 1
                                    


La lluvia caía lenta y sigilosa contra los grandes ventanales del salón de clases. Al estrellarse, las gotas iniciaban un descenso o cansado o presuroso, como si jugaran carreras, como si su tarea en la vida fuera únicamente corretear unas tras de otras, bajar, unirse entre sí y luego precipitarse hasta formar un pequeño charco en la parte más baja del amplio ventanal.

Adrien veía todo eso ahí sentado, sin hablar con nadie, pues era la clase de cálculo y se había dicho a sí mismo que el simple hecho de estar ahí en un día tan nublado, era una pérdida de tiempo. Así que se limitó a dejar el cuaderno con las ecuaciones de lado y a ver la lluvia resbalar sin observarla realmente.

¿Por qué deambulaba ella por su cabeza a hora tan temprana de la mañana? ¿Por qué sus ojos azoraban sus recuerdos como si de dinamita se tratara? ¿Por qué justamente ella?

Buscaba una explicación a todas esas preguntas, era como si desde dentro de su ser, ansiara una respuesta rápida y sutil, de esas que llegan perfumadas a rosas o pan recién horneado, pero todo con lo que se topaba, era con dos bellos ojos azulados, unas pestañas largas y los labios más bonitos que había visto en su vida.

—¿Qué nos dice el bello durmiente?

Alya había llegado desde atrás, enfundada en una chamarra color crema y con las botas de lluvia que al rubio tanta gracia le daban—no por el color, sino porque las hermanas de la morena le habían dibujado un campo con flores y vacas, cuando lo que en verdad se veía era una mezcla inexacta de colores e intentos fallidos de animales de granja—, llevaba también la bufanda que él le había regalado la navidad pasada y una bolsa de papel en las manos.

—Hey—la saludó el otro sin prestar mucha atención.

—Qué día frío, ¿eh?—mencionó la chica para después sentarse a su lado en la banca y desplegar su almuerzo.

—¿Ha sonado el timbre?

—Desde hace como mil años—exageró la morena, haciéndoles soltar una risa.

No podía decir que Alya no era su amiga, porque la verdad era que se llevaban muy bien desde que él había ingresado a la escuela. Sin embargo, el hecho de que Marinette hubiese dejado de ir a la escuela por estudiar en casa, los había unido de una manera mucho más profunda. A veces, Adrien sentía que la nueva y renovada amistad con Alya, se trataba más de un consuelo mutuo que de algo espontáneo como lo era con Nino. Lo que lo llevó a acordarse del trato.

—¿Nino te ha dicho algo?

Alya lanzó una risotada y dejó caer las manos sobre la mesa.

—Veo que no—conjeturó el otro y regresó la mirada a la carrera de gotas.

—¿Qué pudo haberme dicho? Nino puede parecer muy inteligente, pero cuando se lo propone, se le ve todo lo que tiene de bobo—soltó ella, sacándole una risa al rubio que continuaba viendo las gotas.

En ocasiones, el niño interior de Adrien salía de él cuando menos lo esperaba, y ahora, justo ahí, el rubio les había puesto nombre a un par de gotas, las que más avanzaban, y hacía apuestas mentales por saber cuál llegaría primero. Si los cálculos no le fallaban, Rosie iba delantera.

—Trataste de que dijera algo, ¿no?

—Sí, en parte.

—¿Y no me mencionó para nada?

Esta vez Adrien dejó de lado la carrera—en la que Rosie ya había perdido posición— y miró un tanto decepcionado a su amiga.

—Tú misma has dicho que es un bobo, ¿por qué había de decirme algo?—aseguró él sin quitarle los ojos de encima— Nino es mi mejor amigo, Alya, estoy seguro de que le gustas. De lo que no puedo estar tan seguro es de si va a decírtelo o lo va a guardar para cuando se ponga ebrio en la fiesta de fin de curso.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora