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El sentimiento de suficiencia y poderío del día anterior se había desvanecido por completo. Se dio vuelta sobre la cama y se tapó con el edredón hasta la cabeza, haciéndose un pequeño y confundido ovillo. Llevaba una hora intentando dormir de nuevo, pero había tenido sueños tan malos que otra parte de sí le pedía no volver a cerrar los ojos. Sin embargo, la mañana comenzaba a vencer a la arrasadora noche y su día, que iniciaba normalmente a las siete de la mañana, empezaría ahí mismo, a las cinco y media de la mañana.

Marinette dio una patada al edredón, que salió volando de la cama y se levantó sin más. Estaba cansada, tenía sueño y, si no fallaban sus cálculos, le pediría permiso al señor Agreste para no tener clases en aquel día.

Todo lo sucedido la noche anterior parecía cosa de un sueño, las imágenes de luces de colores, aparatos mágicos y súper poderes dados por una joya ancestral no le hacían mucha gracia aquella mañana, así que prefirió olvidarse del asunto hasta poder hablarlo con alguien que la entendiera. Pero, ¿qué había por entender? Lo único que Marinette sabía era que tenía mucho miedo. Las manos le temblaban de sólo pensarlo, de recordarse con el traje rojo moteado y su increíble yoyo. Apenas y lograba atrapar sus memorias más recientes. Se acordaba de poco del maniquí a quien había decapitado anoche y tampoco presentaba avance con saberse poseedora de un poder mítico inimaginable y colosal. Se sentía aterrada. ¿Quién se suponía que era? ¿Un súper héroe? ¿Una chica normal? ¿Alguien con una clase rara de esquizofrenia? No podía saberlo, sólo conocía que ella era Marinette y que si ni con su vida podía, con una más, moriría en el intento.

Se dio una ducha, se cepilló los dientes y se vistió como pudo, con las vendas mojadas y ajustadas a su piel. En lo que a ella concernía, sentía que si no le quitaban esas endemoniadas cosas, terminaría volviéndose momia de museo. La temperatura estaba empezando a descender, y mientras más se acercaran a noviembre, las ventiscas y las lluvias sólo irían en aumento. Finalmente, decidió que ese día descansaría de las clases y se relajaría en el sofá de la sala de estar del gran salón.

Tomó una chaqueta abrigada y bajó rauda a la cocina. En ella, una chica que ya conocía muy bien preparaba el desayuno.

Christine se volvió en un movimiento rápido, el chasquido de la puerta la había asustado y el pan casi vuela por el cuarto junto a un cuchillo con picos. La chica lanzó un grito—gracias a dios no el cuchillo—y se llevó una mano al pecho que subía y bajaba del susto.

—¡Marinette!—casi gritó la castaña.

La otra soltó una risa y acudió a su encuentro, le dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Acto seguido se sentó en la barra y tomó una manzana del frutero.

—Qué malos reflejos, Chris—se burló la azabache y mordió la fruta.

—¿Malos reflejos? ¡Marinette, casi me matas de un paro cardiaco! ¿Quién iba a hacerte las tostadas tan ricas como yo?

Las dos chicas se rieron unos segundos en lo que la castaña tomaba asiento junto a su amiga y continuaba con su ardua labor de cocinera. En lo que ella sabía de sí, no podía considerarse muy buena cocinera, pero mientras a la chica le gustara, estaba contenta con atenderla.

—Recuerda que vengo de una familia de pasteleros, soy una chef excepcional—contraatacó la ojiazul.

—Hey, eso es trampa—reclamó la otro dándole un empujoncito de hombro a hombro.

Esas dos se habían acoplado muy bien apenas se conocieron. De hecho, si no mal recordaba, ella había sido la primera persona que la había tratado con amabilidad en aquella gran casa. No era como los otros empleados, aquellos que sólo la volteaban a ver para enterarse de si seguía viva para luego continuar con su trabajo. Christine era diferente a todos los demás. Era de ese tipo de personas que desbordan carisma y miel por los poros.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora