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La mansión era más grande de lo que creía. Sus paredes cromadas con marfil la intimidaron apenas posó los pies dentro de la enormidad de su nueva morada. Por fuera dos extensos jardines se desplegaban con rosales y manzanos, todo pulcro y cuidado, casi se dudaba que algún bicho viviera por aquellos lares. Nunca en su vida había visto nada como eso. El impacto duró hasta que estuvo dentro de la casa, done se incrementó de donde sus pies sentían hasta las nubes. De sólo pensar en vivir ahí...

Marinette iba subiendo las escaleras, casi sentía miedo por ensuciar sus finos acabados, de manchas las losetas con lodo. Una mujer la recibió apenas llegó a la casona, tenía el rostro amable y mechón rojo en el flequillo del pelo. Se presentó con un nombre que la azabache no escuchó, pero la oportunidad de preguntar por él se esfumó al segundo en que la señorita impartió ordenes entre varias personas del servicio. Y ahora estaba ahí, caminando hacia arriba, guiada a su nueva habitación.

—¿El señor Agreste está en casa?

—Sí, tiene una junta en su estudio, pero estoy segura de que vendrá a verla en cuanto pueda—Aseveró la asistente.

—Disculpe, señorita, pero no escuché su nombre hace un rato...¿Podría repetírmelo?—Preguntó tímida, sus mejillas se tiñeron de rosa. La mujer se dio vuelta para verla y sonrió amable.

—Soy Natalie—Se presentó nuevamente.

—Gracias.

Natalie se detuvo en seco frente a una puerta de color blanco, medía mínimo dos metros y medio, los bordes tenían un leve color azul y puntitos blancos. No parecía una puerta para una chica. La azabache se detuvo a estudiarla y concluyó en que su llegada había producido más cambios en la mansión de lo que hubiera pensado.

—Este será tu cuarto—Dijo Natalie abriendo la puerta con cuidado y firmeza a un tiempo—, si hay algo que no te guste de él puedes comunicárselo al señor Agreste.

Marinette le sonrió y entró, medrosa a la habitación. Una vez dentro, el aroma limpio del lugar la cobijó, de inmediato, la comodidad le llenó el cuerpo. Era como estar disfrutando la brisa de la playa, oler el rocío después de terminado el invierno. Era suyo, prestado, pero momentáneamente suyo, y eso era lo que importaba, al final de todo. En el centro, una cama de caoba con dosel y sábanas de ceda. La chica ahogó un grito de asombro en la garganta. Quería saltar a ella y enrollarse con las sábanas.

Natalie cerró la puerta detrás de ella. Era magnífico. La niña interior de Marinette golpeaba las puertas de su corazón en busca de atención para que ésta le abriera la puerta. Al inicio la azabache no se permitió hacerlo, pero después de que esa pequeña Mari le insistiera mil y un veces, cedió.

—¡Seré una gran diseñadora!—Gritó alzando los brazos y dando vueltas sobre su eje.

Sus risillas llenaban los espacios vacíos. Se detuvo en seco, aspiró hondo, contrajo las piernas y saltó. Saltó de un lado a otro, dando volteretas con celeridad y agilidad pura, tirándose al suelo, rodando sobre la loseta pulida. Apenas y podía contener la risa. Se sentía libre, completa por primera vez en mucho tiempo. Llegó a la esquina del magnífico dormitorio y, apoyando firmemente los pies contra el suelo, se dio impulso y corrió lo más rápido que pudo en dirección a la gran cama. Un metro antes, su despegó del suelo, giró levemente en el aire y cayó sobre el colchón, retozando, despampanante de felicidad. Segundos después, se envolvió entre la colcha, la cobija y la sábana. Terminó en un capullo y permaneció así, todavía sonriente.

A los cinco minutos de convertirse en un capullo de cobijas, alguien llamó a la puerta con calma; toques pausados y bien distinguidos. La chica trató de zafarse de su enredo, pero la cosa terminó tan mal que ambos pares de extremidades se revolvieron con el exterior de su capullo. El ímpetu de sus movimientos le hizo dar vueltas sobre el colchón hasta que cayó de la cama en el mismo instante en que la puerta se abría.

En mi memoria. (Adrienette)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora